Notas
Edwin Elmore
Nosotros y la Nueva Era
Formación de la conciencia americana
A grandes rasgos –excepción hecha de la gallarda actitud de la República Argentina frente a la Liga de las Naciones:– la política exterior de los países hispano americanos de los años comprendidos por la guerra y la «paz» que la siguió, ha sido de la más absoluta y servil abdicación de la personalidad y de la independencia colectivas… En cuanto a México –nuestro amado México– la cosa cambia de aspecto por completo. Su honrosa revolución, pletórica de virilidad y de sentido, ha revelado valores humanos de primera fuerza, que yacían oprimidos por la organización oficial de la ramplonería, la mediocridad y la ineptitud. Debido al esfuerzo recio y heroico de tal vez más de dos generaciones de hombres (no de muñecos sobornables) el nombre de México es hoy unánimemente admirado en el Continente por la gente de conciencia; y todo el que ama la libertad y tiene una idea de la misión constructiva que nos toca realizar en América, rinde homenaje de reconocimiento y de respeto a la patria de Juárez.
Dado el abrumador desconocimiento que reina entre nosotros de la labor crítica y constructiva de la brillante generación de mexicanos que, desde 1910, ha asumido la responsabilidad de sus propios destinos, arrollando pujantemente todo lo que se oponía al normal y armonioso desenvolvimiento de sus aspiraciones e ideales, se hace pesado y laborioso desentrañar los orígenes del actual estado. ¿Cómo ha llegado México a producir hombres como Obregón, Caso, Vasconcelos, Lerdo de Tejada y cien más que operan, cada uno en su esfera, una vigorosa renovación de normas, leyes, costumbres e instituciones en su país? Se nos dirá: el fenómeno no es nuevo; México ha sido siempre fecundo en personajes políticos plenos de valor y de energía… Pero ahora no se trata sólo de eso. No se trata de empíricos de la acción, no se trata de patriotas más o menos leales a una causa, o más o menos afortunados en la lucha. [496] Se trata ahora de un magnífico movimiento de madura gestación moral e ideológica; se trata del surgimiento de un grupo de hombres –todavía en su mayor parte desconocidos por nosotros– inspirados por una idea soberana, poseedores de una voluntad potente y ricos en esa generosidad y esa nobleza que sólo confieren a los hombres las grandes concepciones. No sería extraño que, en esta nueva época de nuestra historia –ciertamente más interesante y trascendente, por múltiples razones, que la de nuestra relativa independencia– la herencia de los Miranda, Narviño, Bolívar y San Martín correspondiera a los hijos de Anahuac.
¿Y cuál es el mensaje político, social, humano, de estos pensadores revolucionarios, de estos hombres de pensamiento y de acción? Yo veo en ellos los primeros despuntes espirituales de nuestra gran raza del porvenir; los primeros chispazos de la gran conciencia genuina y autóctonamente americana que se forma (como antes de ahora lo tenía insinuado) frente a la ruina moral y material de Europa, y ante la amenaza del Dollar Imperial. Estos hombres de México son lo que hoy se llama «intelectuales», no aludiendo al tipo antiguo y anodino surgido a la sombra burguesa y protectora de las profesiones liberales (disfraz, pasable hace veinte años, de cómodo auque estéril y nefasto parasitismo); sino a la consoladora figura moderna del ciudadano del mundo, del hombre capaz de sentir y comprender las necesidades, las penas, las aspiraciones y trabajos, no sólo de sus compañeros de secta, clase, casta, ciudadanía o profesión, sino también los de todo ser humano. No se ha trazado todavía –ni es posible hacerlo, porque aún están demasiado cercanos– la fisonomía moral de estos modernos «intelectuales» de Occidente, hombre más finos y ponderados, aunque de igual cepa espiritual y de igual vigor y fe humanos, que los admirados y admirables rusos. Son estoico-cristianos, levemente paganizados, con la envergadura y el meollo psíquico inefable de nuestro inmortal Quijote, de nuestro cada vez más gigantesco mito. Han hecho de la vida un culto ético-estético-religioso, como herederos de Renán, que han pasado por el purgatorio del positivismo; como herederos del Ruskin que ignoraba a Oscar Wilde; como instauradores de las hermosas aspiraciones del Amiel que pedía menos «cristianismo» y más amor a las doctrinas del Rabí… Y si bien un régimen social inferior al desarrollo de su espíritu, pudo hacer de ellos seres atormentados y rebeldes, ellos habrán imprimido a la vida el sello ennoblecedor de sus virtudes. [497]
Hombres de esta naturaleza que, como hemos dicho, constituyen el producto más rico y depurado de la civilización moderna y se dan por doquiera, son los llamados a crear, a forjar la nueva conciencia americana. Si de caracteres de ese tamaño y de esa índole, y mentalidades de semejante amplitud y sutileza, existen ejemplos en toda nuestra América; en ningún país, como en México, han sabido sentirse e interpretarse a sí mismos, por modo tan certero y hermosamente apasionado; en ningún país, como en México, han logrado tan eficaz grado de homogeneidad y cohesión. Sean cuales fueren las causas determinantes de este hecho (no difíciles de precisar si se examina detenidamente la cosa), es indudable que han asumido su papel dirigente con un vigor y una arrogancia que, sin degenerar jamás en matonismo o pedantería, se imponen a la vista del menos avisado.
En la organización de la vida para la nueva era, cuyo advenimiento unánimemente reconocen los pensadores y los críticos actuales, es incuestionable que a nosotros los americanos del Sur nos tocará, –a menos que nos lo dejemos arrebatar ignominiosamente– un papel preponderante. Se trata de algo más que de la «creación de un Continente»; se trata de la creación de una mentalidad nueva, de una espiritualidad nueva, de nuevas maneras de pensar y de sentir, que ya palpitan, como el hijo en el vientre de la madre, no sólo en los acontecimientos importantes de nuestra vida pública, sino que han pasado a la categoría de anhelos cotidianos y de general inquietud. Hoy cualquier americano, digno de este nombre espiritual e intelectualmente engrandecido vive enamorado del nuevo ideal de «americanidad», de ese ideal durante largo tiempo presentido, y al que las masacres del capitalismo y de la civilización bélico-industrial han venido a dar deslumbrantes resplandores. El día que las selectas minorías de «intelectuales» se hayan convertido en considerable porcentaje en América, merced a las labores de propaganda y de cultura ya iniciadas con tan admirable empuje por los mexicanos; el día que al lado de cada redivivo Melgarejo, o cada imitador de Estrada Cabrera, exista siquiera un Vasconcelos o un Caso, ese día podrá decirse que ha rayado la aurora de la Nueva Era; ese día podrá decirse que se inicia la dignificación de nuestra vida individual y ciudadana, hoy sometida a los antojos y desmanes de cualquier inepto y menguado salteador del poder…
Lima, marzo 10 de 1923.