Mercurio Peruano
Revista mensual de ciencias sociales y letras

 
Lima, abril de 1920 · número 22
año III, vol. IV, páginas 306-307

Cristóbal de Losada y Puga

Notas varias

Teodoro Elmore

Ha muerto este luchador infatigable. Personalidad complejísima, pocos hombres han sido, entre nosotros, tan discutidos como él.

Ingeniero y doctor en ciencias, tuvo una actividad múltiple y prodigiosa. Construcciones, empresas industriales, funciones docentes, publicaciones de folletos científicos y de libros de texto, discursos conferencias, organización de sociedades patrióticas, todo lo emprendió con una tenacidad y un brío insuperables.

Pero los dos aspectos característicos de la personalidad de don Teodoro fueron los de propagandista y profesor.

Su optimismo indomable y su ardiente patriotismo le llevaron a fundar sociedades como la Liga Naval, la Pro Marina, la Unión de Labor Nacionalista, en las cuales predicaba unión, patriotismo, desinterés, y sobre todo fe y confianza en el destino. Para él, el porvenir del país era grandioso e indudable; sólo faltaba organización. Creía en la honradez y en la bondad de todos los hombres, y no recuerdo haber escuchado jamás de sus labios una descalificación ni una diatriba. Su tenacidad y su energía fueron sin ejemplo. No le doblegaron ni los fracasos de sus campañas, ni el desdén de los indiferentes, ni la frecuente frialdad de sus colaboradores. Tenía la obsesión de aumentar el poder naval del Perú, porque pensaba que las guerras se deciden siempre en el mar. Sólo pensaba en hacer propaganda patriótica, en reunir, centavo a centavo, millones para comprar buques, en modelar, hombre por hombre, la conciencia nacional.

Como profesor (lo fue del Colegio de Guadalupe y de la Escuela de Ingenieros), tenía una teoría originalísima; creía que los conocimientos deben adquirirse sobre todo en los libros, y que la misión del maestro, amén de guiar ligeramente a los discípulos en sus tareas, es la de formarles una sólida estructura moral. De acuerdo con este criterio, él hablaba poco de fórmulas, de aparatos físicos y de órdenes arquitectónicos, y empleaba casi los sesenta minutos de clase en predicar a los estudiantes patriotismo, moralidad, fe en los altos destinos del país, y en presentarles como ejemplo a los grandes hombres de la República. Conversador admirable, sus clases no eran tales, sino unas amenas [307] conferencias salpicadas de anécdotas y salidas ingeniosas que hacían nuestra delicia. Recientemente, conmovido el ambiente universitario por un huracán de renovación, los estudiantes de ingeniería pidieron una enseñanza más sólida de los cursos que dictaba el señor Elmore, y él, hombre dignísimo, presentó la renuncia de sus cátedras.

Dotado de clara inteligencia, tenía una mirada lejana y amplia: nunca podré olvidar su admirable previsión sobre la guerra última. Eran los días intensos de las primeras hostilidades, y en cierta ocasión, momentos antes de una clase que el doctor Elmore debía dictarnos, yo escribí en la pizarra del aula: «Los alumnos suplican al señor Elmore que les hable de la guerra.» Entró el viejo amigo de todos los muchachos, sonrió bondadosamente al leer la anónima solicitud, y disertó admirablemente sobre la tragedia que comenzaba. Y en esas horas, en que todos éramos o francófilos que creían en un aplastamiento inmediato y definitivo de Alemania, o germanófilos para quienes los ejércitos del Kaiser dominarían en breves días todo el suelo francés, él supo decirnos, golpeando duramente el pupitre: «Los alemanes harán morder el polvo a los franceses, pero al fin vencerán los aliados que son, por Inglaterra, dueños del mar.»

En estos últimos años estuvimos alejados él y yo: su conservadorismo de anciano no se avenía bien con mi radicalismo de mozo. Pero por encima de este alejamiento superficial, proveniente de una diferencia de métodos y no de una oposición de principios, yo siempre guardé por él gran estima y simpatía: tuvo una personalidad tan vigorosamente destacada, tan original, que habiéndolo conocido de cerca, no podía ser nunca indiferente.

Todo en él era característico, inclusive su figura: descuidado en el vestir, llevaba siempre bajo el brazo grandes paquetes de circulares, de hojas sueltas, de carteles de propaganda.

Entre los muchos discípulos que deja, queda de él un recuerdo imborrable; y aunque con el trascurso de los años su persona sea olvidada, quedará su obra innegable: quedarán los armamentos comprados merced a su esfuerzo; quedarán factores indestructibles de optimismo y de fe flotando en el ambiente.

Cristóbal de Losada y Puga.

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