José Luis L. Aranguren
Entre España y América
Otro homenaje
Cada día, entre los 150 primeros de cada año, compruebo lo poco aficionados que son los españoles, en general, a escribir. La amistad, entre nosotros, se sustenta en sí misma, sobrevolando todo alejamiento y aún dispensándose de toda otra comunicación, por «tecnológica» que sea. Aquí, cuando un americano quiere decir algo a otro, ni por lo más remoto se le ocurre escribirle. Toma el teléfono y merced a la eficacísima colaboración de las operadoras, consigue al punto hablar con él, dondequiera que se encuentre, e incluso aún cuando ignore el número de su teléfono y domicilio, y apenas tenga una vaga idea del lugar o lugares en que, quizá, puede estar. (El reciente diálogo ilustrado de Pfeiffer –tal vez reproducido en algún periódico español– sobre «la carta» y «el teléfono» decía, con gran fuerza de expresión, esa diferencia, presentada por él como generacional.) Pero lo que echo de menos en cartas se me da con creces en libros enteros de homenaje. Hace dos años, en mayo, el volumen «Teoría y sociedad», editado por Paco Gracia, Javier Muguerza y Víctor Sánchez de Zavala, en Ariel. Hace unos pocos días, el volumen «Homenaje a Aranguren», editado por Pedro Laín, Eduardo García de Enterría, Paulino Garagorri y la Revista de Occidente. Entonces, como fui previamente consultado, pude evitar que los trabajos se refiriesen personalmente a mí. En este homenaje de ahora, que se ha llevado por parte de los editores con todo el secreto posible, no he podido «vetar» nada.
Creo, sin embargo, que el resultado es de un notable equilibrio. Sólo dos artículos tratan de mí, el de Domingo García-Sabell y el de José María Valverde, y ambos pueden ser considerados –o yo quiero considerarlos para mi propio uso– como «críticos», en el mejor sentido de la palabra. Crítica de mi «desdén» y mi negatividad y, rebasándola, de lo desdeñable de la vida pública española. (Crítica hecha con profunda simpatía y, lo que es objetivamente más admirable, con una finura de observación e interpretación antropológica, psicosomática realmente agudísima.) Y, tras el entrañable recuerdo de lo que fuimos juntos, crítica, por el querido José María, de lo que, benévolamente, él supone que los amigos, más que los adversarios, y mi «trashumancia profesoral» no acaban de dejarme hacer. No creo que tenga razón en las excusas que me busca: de lo que yo no llegue a hacer, sólo yo seré responsable. La «imagen», el «símbolo» no me constriñoen mucho, y la «trashumancia» me deja en este país bastante tiempo libre –que no lo aproveche tanto como debería, es otra cuestión– y me permite, lo que considero una obligación moral, seguir estando presente en España. Pero aparte de lo que pueda o no pueda dar de mí, yo me preguntaría si en la situación actual de cambio, transición y transmutación de todos los valores, se puede hacer mucho más que escrutar los «signos de los tiempos» y tratar de descifrar lo que ellos –y con ellos nuestro empeño– oscuramente anuncian. Todavía un tercer artículo, el de Federico Sopeña, habla también de mí, al hablar de mis seminarios, pasados realmente o simplemente imaginados, y me trae el recuerdo de una Universidad, la mía, que, a diferencia de la de Fernando VII, por lo menos siempre estuvo abierta. De la Universidad y su tensión entre la función tecnológica y la humanística, tema del que, con referencia a la americana, traté aquí mismo, y que en estos días es de candente actualidad en este «campus», porque se tiende a suprimir el requisito de las lenguas extranjeras, habla Pedro Laín. Entre todo lo que dentro y fuera de este volumen tengo que agradecerle, quiero agradecerle expresamente que sea «ése» el tema que me ha dedicado.
La perceptible voluntad de todos los colaboradores de tratar temas que me conciernan me ha gustado mucho, pues al otro extremo del «hablar de uno mismo», los «Festschriften» suelen resultar, como apunta José María Valverde, un tanto fríos. He dicho «de todos». En efecto, hasta Paco Orts se las ha arreglado, con la cita de Ortega, el arranque desde Ramón y Cajal, y la tematización del «microambiente», tan oportuna ahora que todos estamos obsesionados por el macroambiente de la ecología, para ponerse en directa comunicación conmigo.
Muchos de los trabajos establecen explícitamente tal comunicación. Así Fernando Chueca –en un artículo muy garboso–, y José (María) Ferrater Mora –en un artículo muy suyo– al final; Luis Gil, Rafael Lapesa y Mariano Yela al principio; Antonio Tovar, como pariente, disimuladamente en medio; Dionisio Ridruejo dedicando su «Cuaderno de Madison» (o buena parte de él) a mis hijos Nancy y Eduardo (por cierto, tal Cuaderno y algunos poemas de Arturo Serrato-Plaja, mi colega aquí, inauguran una poesía de América –tras el precedente, tan distinto, de Federico García Lorca– enormemente importante como visión española de los Estados Unidos);, y José Antonio Maravall, escribiendo un largo y excelente artículo que he leído como una conversación pública y apasionante conmigo, sobre la presencia de un «catolicismo liberal» y la ausencia de un «liberalismo católico» en la España del siglo XIX.
Hay en el volumen tres artículos de filosofía, el de Gustavo Bueno, el del padre Ceñal y el de Ferrater Mora. Cuatro trabajos de catalanes, el de José María Castellet (sobre un tema catalán también, la poesía de Pere Quart), el de Salvador Espriu (con un poema muy bello, cuya inclusión aquí ha constituido honrosísima sorpresa para mí), el citado de Ferrater Mora y el de Antoni Jutglar, que pone en fecunda relación las reflexiones sobre España de Ortega y Vicens Vives. Un trabajo sobre política, «¿Europa como problema?», de Mariano Aguilar Navarro, un trabajo sobre la pintura de Velázquez, el de Paulino Garagorri, otro sobre literatura clásica, «En torno a un monólogo de Calisto», de Rafael Lapesa, y el artículo final, de Mariano Yela, sobre psicología de las actitudes religiosas, y tres artículos excelentes de helenistas, los de Luis Gil, Adrados y Antonio Tovar.
Para terminar debo declarar que encuentro en este volumen una sola falta: la de la colaboración con un artículo de uno de sus «editores», Eduardo García de Enterría. Y, en cambio, muchos excesos o, mejor, uno solo, todo: la publicación de tan inmerecido homenaje. Muchas gracias por él a José Ortega Spottorno, su realizador, a los tres organizadores y a todos los colaboradores. Las cartas que echaba de menos me han llegado todas juntas y encuadernadas en un bello libro.