Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Gregorio Marañón Posadillo ]

Consideraciones sobre Feijoo

Por su excepcional interés, iniciamos hoy la publicación de la conferencia que sobre el Padre Feijoo e inaugurando la «cátedra» recientemente creada en la Universidad de Oviedo, pronunció el doctor Marañón.

Acaso los hombres que más compasión me inspiran no son los pobres de pecunia, de salud o de gracia, ni los tristes resentidos, ni los huérfanos de amor, sino aquéllos que nunca han sentido el yugo blando y eficaz del maestro.

Porque el maestro, cuando lo es de verdad, nos da algo más que la propia existencia, que la riqueza y la hermosura, a saber, la lección de saber andar con responsabilidad por la vida. La vida, que debemos a nuestros padres, puede ser el fruto de unos minutos de fugitiva pasión. Lo que nos da el maestro es el término consciente de una entrega, sin plazos y sin réditos, cuya generosidad no se puede medir. El padre pone siempre, en su infinito amor al hijo, un mínimun de la exigencia de que, al menos, una parte de su ternura le sea devuelta en la misma moneda de amor. Nunca sabemos los padres hasta qué punto queremos a nuestros hijos para que ellos también nos quieran; y hay, ciertamente, mucho de sublime en esta apasionada exigencia. Mas el buen maestro, nada pide a cambio de lo que da. Cuanto ha aprendido en las largas noches de esfuerzo, todo lo da en un instante a quien se lo pida, sin preguntar quién es, sin conocerle, sin pedirle nada a cambio de su don.

Se dice que el maestro ama a sus discípulos como a hijos suyos; pero estos discípulos predilectos, íntimos y filiales, no son los que definen al verdadero maestro. Éste, no lo sería nunca si sólo contase con los que pueden pagar su enseñanza con un amor de hijo. El gesto del gran maestro, no puede ser únicamente íntimo; tiene que verse desde lejos, en el espacio y en el tiempo y llegar, por lo tanto, hasta aquéllos a los que el maestro no podrá nunca conocer ni amar; hasta aquéllos que acaso no sabrán siquiera que existieron. Algunos de los grandes maestros de la humanidad han muerto ignorando si un solo discípulo les seguiría o no. Sí: lo que caracteriza a un maestro genial es la virtud de hablar para las generaciones que no podrá conocer ni amar individualmente, sino sólo con un genérico e indeterminado presentimiento de amor.

Por el contrario, el discípulo tiene que amar al maestro que elige, por ser él quien es. Tiene, pues, ante todo, que conocerle, aunque viva lejos, aunque haga siglos que murió. Todos podemos elegir nuestros maestros, y los elegimos, entre los más insignes que viven o vivieron. Algunos hombres tienen la suerte de que ese maestro ideal que nos enseña, sin exámenes, ni matrículas, coincida con el que nos depararon el Colegio, el Instituto o la Universidad. Pero si el maestro de carne y hueso que nos ha correspondido es un dómine obtuso o un profesor pedante, y Dios sabe con cuánta frecuencia ocurre así, no por eso renunciaremos al gran maestro, porque todos los que lo fueron, están para siempre vivos y dispuestos a abrirnos el arcano de su sabiduría. Jamás nos dirán que no.

Y así, yo, que tuve la suerte de que varios de los maestros que me impusieron las circunstancias, en las aulas o en la vida, lo fueron en verdad, elegí, como todos vosotros, a algunos más en el reino sin fronteras de la sabiduría pretérita. Y uno de ellos fue el padre Benito Jerónimo Feijoo. Le empecé a conocer, cuando yo era todavía un niño, en la biblioteca de mi padre; porque tuve la suerte de que en mi hogar había muchos libros y un padre entusiasta que me instaba a leerlos. No en vano fue uno de los íntimos de Menéndez Pelayo. Desde aquella edad, los tomos del Teatro Crítico y de las Cartas Eruditas, fueron para mí, no sólo un maravilloso pasatiempo, sino, y sobre todo, una permanente lección.

Porque Feijoo fue, ante todo, un gran maestro, de los que lo son para todos y para siempre. Y el serlo, no consiste en contar cosas nuevas a los que las ignoran, sino en encender la curiosidad de los que no saben y enseñar los modos de aprender todo lo que pasa a nuestro lado por la vida. Esa fue la lección que de él aprendí, sin darme cuenta. Y cuando, cerca ya de la madurez, empecé a dármela, elegí para decirlo en público, la ocasión más solemne que me pareció había de depararme mi modesta vida de trabajo. Fue para mí una alegría que mis reflexiones sobre Feijoo se oyeran, no sólo por los doctos y por el ancho ámbito de las Universidades, sino también por el lector anónimo, disperso en el mundo español, a los dos lados del mar. La misma alegría con que Feijoo vio volar a todas partes sus libros, la he sentido yo al encontrar mi apología del maestro en los lugares más inesperados y remotos, y al sentir la huella de mi entusiasmo, como una rama más que ardía en la robusta hoguera de la actual gloria feijooniana.

Imaginad ahora hasta qué punto se exaltará mi alegría al asistir a la consagración de esa gloria en la gran ciudad de Oviedo, tan sensible a sus deberes espirituales en el acto de alzar en maravillosa estatua la efigie de su huésped inmortal y de salvar de la ruina el convento desde donde nuestro polígrafo extendió, para todo el mundo, la clara luz del saber. Permitidme, pues, que ya me habéis honrado designándome para hablar en nombre de los discípulos y seguidores de Feijoo, dé, desde este ilustre Paraninfo las gracias al Ayuntamiento ovetense, representado en su alcalde don Ignacio Nora, y a toda la ciudad que con tanto amor le ha secundado. (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

2 (continuación)


El mundo está cansado de ver alzarse en sus plazas y en sus jardines, estatuas de héroes circunstanciales cuyas hazañas se han olvidado y, a veces, es lo mejor que les pudiera suceder. Cada vez son, por ello, más raros los monumentos dedicados a personas; y se comprende, porque el sentido ejemplar de la estatua es, tal como marcha el mundo, asunto de delicada responsabilidad, por lo menos, para sus contemporáneos. La que desde hoy se exhibe frente al convento de San Vicente, ésta sí llena las condiciones de la justicia inmortal. El héroe que glorifica, lo fue, por aquellas virtudes que acercan al hombre a Dios, es decir, por la bondad y por la inteligencia; y empleó esa inteligencia en defensa de la verdad. Por servir a la verdad, Feijoo fue combatido y denigrado. Mas hoy el proceso de la rectitud de su genio está cerrado definitivamente y la imagen suya tiene absoluto derecho a alzarse en la ciudad que mejor la representa y a recibir sin reservas el homenaje de gratitud y de amor de cuantos crucen frente a su pedestal.

Y esto nos lleva a meditar sobre el tema de mi discurso, sobre la evolución de la gloria del padre Feijoo que culmina en esta jornada.

La fama de Feijoo, como la de tantos hombres heroicos, ha atravesado tres fases: la primera, de inmenso entusiasmo que acompañó a la publicación de sus libros. La segunda, de acerba crítica que se inició a la sombra de su victoria, siguiendo los rasgos de ésta, pues el resentido y el envidioso operan siempre al hilo del triunfo. La tercera, de examen sereno, ante el tribunal supremo de la Historia, de la obra de la personalidad del autor.

Sobre el éxito y la popularidad que alcanzó nuestro monje desde la aparición de sus primeros escritos, se ha escrito mucho; y yo mismo en mi libro sobre las Ideas Biológicas del maestro, he recogido unos cuantos de los muchos testimonios que nos permiten asegurar que ninguna otra obra de esta calidad, no de divertimiento sino de instrucción, alcanzó jamás en España la popularidad y nombradía del Teatro Crítico. La recopilación de los elogios en la graciosa retórica de la época, no acabaría nunca. Los sabios, según el padre Aguirre, jesuita, llamaban a Feijoo, «Fénix de los ingenios de su tiempo», «astro de primera magnitud en el cielo benedictino, maestro universal, nuevo Colón del saber, héroe de la república literaria, Demóstenes español; Cicerón en castellano», &c. El padre Olóriz le proclamó «monstruo de sabiduría»; y el famoso Cura de Fruime, puesto a desbarrar, «vivo Pentateuco».

En su celda de San Vicente, se recibían, a cada correo, cuantos libros se publicaban en España y América, e innumerables manuscritos, literarios o científicos, que sus autores no se decidían a publicar sin el visto bueno de nuestro monje. Y a ellos se sumaba una correspondencia inacabable, que según él, le robaba por lo menos, dos días a la semana. Casi todas eran consultas sobre temas teológicos, sobre supersticiones o milagros, o sobre enfermedades y sus remedios. Era Feijoo, en suma, desde su provinciano retiro, como un oráculo universal, resolvedor de dudas, proveedor de datos, enderezador de opiniones torcidas, verdadero mentor de la humanidad hispánica de su tiempo. Si por entonces hubiera habido interviús, como las que nutren a los periódicos de ahora, faltos de otras substancias, podríamos imaginar una cola permanente de reporteros esperando turno en los claustros de San Vicente para preguntar al maestro lo que pensaba de la moda femenina o de las últimas inundaciones, o de cualquiera de otros problemas, siempre ajenos a la competencia del preguntado, que suelen plantear los interviuvadores a los hombres famosos. La victoria oficial, no fue menor que la del pueblo. Los prelados de su Orden y las más altas dignidades de la Iglesia, le pedían inspiración y consejo. El mismo Sumo Pontífice, Benedicto XIV, reclamó los tomos del Teatro y de las Cartas, y en ninguno de sus documentos aludió como autoridad, a sus ideas. Gran parte de los profesores de las Universidades y especialmente los de la Facultad Médica, a los que tan sañudamente criticó, le pedían, sin embargo, consejo para sus casos difíciles. Martín Martínez, la figura más ilustre de la Medicina de su tiempo, médico de los Reyes, le llamaba su maestro y mentor; y otro tanto, el catalán Casal, sin duda uno de los hombres de ciencia más altos de nuestra Medicina, huésped insigne también de esta ciudad. La primera Academia Médica de España, la Regia Sociedad de Sevilla, le nombró miembro de honor y admitió como suprema autoridad sus consejos; lo mismo que la Real Academia de la Lengua, en cuyos Estatutos y en cuyo Diccionario, incluso, en las ediciones actuales, se rastrea todavía la erudición y el buen sentido del maestro. Y, en fin, es conocida la cordial protección que le dispensó al rey don Fernando VI, nombrándole de su Consejo, no sólo para honrarle, sino para ponerte a salvo de los ataques de sus enemigos e incluso, de la Inquisición que, aunque en situación premortal, intentaba todavía reprimir, no sólo a los enemigos de la Religión cuando los había, sino a los herejes presuntos, aunque la sospecha fuese tan disparatada como en el caso de Feijoo. (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

3 (continuación)


Cuantos viajeros pasaban por Asturias se detenían a visitarle. Y, desde luego, muchos extranjeros y los que volvían de América, donde sus libros alcanzaron la misma popularidad que aquí. En otro lugar he referido la emoción con que, viajando por los pueblos pequeños del Plata o de las Repúblicas del Pacífico, he encontrado en las viejas bibliotecas de la épica colonial, los tomos del Teatro Crítico, muchas veces llenos de entusiastas anotaciones. Grande fue y no hace mucho la he estudiado, la influencia de las ideas de Feijoo en la evolución del pensamiento sudamericano, durante los decenios que precedieron a la independización del Nuevo Mundo. Hubo, por entonces, en América, muchos seguidores de Feijoo, o bien espíritus animados de sus mismas ideas, aunque no siempre de su genio, que brotaron a la vez a uno y a otro lado del mar, por la acción de ese influjo creador, mucho más potente que las divisiones nacionalistas, llamado «espíritu del siglo», verdadero crisol donde se ha fundido una gran parte de la Historia del mundo. En el Ecuador, país clave de la vida colonial, floreció en los mismos años que nuestro polígrafo, otro insigne fraile, franciscano, el padre Vicente Solano, cuyo paralelo con Feijoo he hecho en no lejana ocasión.

En la obra de Feijoo asoma de continuo, su preocupación por América y su genial visión de lo que, en el sentido espiritual, representaba para España y seguiría representando en el futuro, tras la inevitable emancipación. Sobre este tema, mantuvo copiosa y muy especialmente, con el insigne limeño don José Pardo de Figueroa, que le proporcionó datos importantes para uno de sus más trascendentales y discutidos ensayos, el titulado «Españoles Americanos», que dedicó al infante don Carlos, el futuro rey Carlos III.

Pero nada da idea del éxito de Feijoo como la enorme difusión que alcanzaron sus libros. Lafuente calcula en 420.000 volúmenes los volúmenes de sus obras que se imprimieron y circularon, cifra formidable, no sólo para la decaída España en aquellos tiempos, sino para cualquier otro país de entonces y de ahora. Llegaron sus volúmenes a los rincones más humildes de los países en que se habla el castellano. Y, en español o traducidos, recorrieron las demás naciones de Europa, con alborozo de su autor que tenía un gran espíritu universalista; y con asombro y entusiasmo del público español, que oscila siempre entre una absurda oposición a todo lo extranjero y una valoración de los elogios que nos vienen de afuera. Los Benedictinos en el prólogo a la «Adiciones a la obra de Feijoo», escribían orgullosamente: «Habiendo hecho tanto honor a nuestra España y sido tan celebrados de naciones extranjeras, los escritos que dio a luz en vida el Maestro Feijoo...» &c. Y en todos los elogios que en la época aparecieron, figura la difusión de sus obras allende las fronteras de España. El propio Feijoo hubiera podido escribir un ensayo acerca de esta actitud de nuestro pueblo, tan contradictoria, ya despectiva, ya rendida, ante los juicios que de nosotros mismos se elaboran fuera de aquí.

Si ahora meditamos sobre las causas de su triunfo literario, raro en cualquier país de gran densidad espiritual, insólito en el nuestro, es forzoso llegar a la conclusión de que esas causas no fueron los méritos literarios de los ensayos de Feijoo, pues siendo admirable su sencillez expositiva y a veces la gracia desenfadada de su retórica, ni entonces, ni ahora, pueden pasar como modelos de prosa castellana. Forner, por ejemplo, escribía mucho mejor que él, y nunca fue popular. Vuestro glorioso Jovellanos, unos años después, fue un escritor magnífico y una de las cimas del pensamiento de su época y su popularidad, dentro y fuera de España, no alcanzó nunca a la de Feijoo.

Tampoco puede achacarse el éxito del «Teatro Crítico» a su ciencia. Enseñaban estos volúmenes al español medio de entonces, muchas cosas nuevas y satisfacían, como más tarde la Enciclopedia, uno de los afanes del siglo, el afán de saber, el culto a la ilustración. Pero la ciencia es tiempo pasajero; en ninguna épica, ni en ninguna parte los temas científicos ni su divulgación son capaces de arrastrar a las gentes, ni de tomar carta de naturaleza en las disputas del arroyo y casi de perturbar la paz pública, como ocurrió con la obra feijoniana.

El secreto del triunfo clamoroso de Feijoo está en otra cosa; no en la obra misma, sino en la «persona del autor» o mejor dicho, en lo que en su obra había de gesto público, de actitud social. Es este un punto delicado que ha impedido ver clara la personalidad de Feijoo. Pero en un ambiente universitario y en la solemnidad de hoy, no se puede eludir.

Se ha tachado a Feijoo de liberal alborotado, de haberse contagiado de las ideas iconoclastas que prepararon la revolución francesa. Esta creencia ha tenido bastante aceptación. Pero, a la verdad, más que con argumentos directos y probatorios ha sido sostenida por rutina, por seguir la leyenda que los progresistas del siglo XIX hicieron del benedictino, considerándole como un fraile inquieto, e incluso, insinuando que su actitud traslucía la tempestad de un espíritu libre al que el hábito servía de mordaza. Los escritores de la derecha pudieron haber contestado a esta interpretación inocente, examinando a fondo la obra de Feijoo y demostrado que cuanto dijo, no sólo era (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

4 (continuación)


compatible con la más rigurosa ortodoxia, sino que se inspiraba en el inteligente temor de que una interpretación arbitraria de la religión, de lo que por su esencia es verdadero, pudiera empañar la transparencia de esa verdad. Sin embargo, estos escritores derechistas tan apasionados como los de la acera de enfrente, prefirieron confirmar y dar por buena la tesis progresista, pero, claro es, cambiando los elogios de los liberales en agrias censuras y vituperios al insigne benedictino. En este error cayó el propio don Marcelino Menéndez Pelayo, otro de mis maestros, en su mejor hora de historiador y de retórico, la de los «Heterodoxos», que fue, sin embargo, su peor hora de pensador, por cuanto contribuyó a dar autoridad científica, y nada menos que la suya, la mayor que ha habido en España, a uno de nuestros mayores males intelectuales que es la temeraria manía de querer penetrar en la conciencia de los hombres, condenándolos o absolviéndolos y olvidando que esto es sólo prerrogativa de Dios.

El mismo Menéndez y Pelayo lo reconoció, porque era, en verdad, un sabio y la grandeza de la sabiduría no existiría sin la generosidad; y como a él le sobraba, reivindicó su ortodoxia, que hoy nadie puede discutir.

No era, no, heterodoxia encubierta la que hizo salir a Feijoo a luchar contra prejuicios, supersticiones y fantasmas, cuando, como todos los Quijotes, tenía más que pasada la juventud. Y basta para demostrar su quijotesca buena fe, este dato de la edad. Porque sólo se puede ser Quijote a fuerza de desinterés; y antes de los cincuenta años es muy difícil ser, por entero, desinteresado.

Feijoo sólo quería el bien de su Patria y el de los hombres en general; y ningún bien, decía, es superior al de la verdad. Para él, naturalmente, este deseo no podía negar ni a la Teología ni al orden social, aunque sí pudiera parecérselo a muchos de los que, en todas las épocas, se atribuyen gratuitamente la representación de la ortodoxia y del orden social sobre la tierra. Para hacer ver la verdad a los españoles, sumidos en la ignorancia (o en la pedantería, que es la forma universitaria de la ignorancia), Feijoo tenía que aparecer rebelde frente a los convencionalismos en los que se apoya (y ello es inevitable), una parte del andamiaje social. No hay en este trance términos medios: o recluirse, sin rechistar, en la celda del convento, en la celda que todos tenemos en casa, o arriesgar la celda de la cárcel, por el delito de no creer en los convencionalismos, aun cuando se reconozca que puedan ser, de momento, necesarios.

Es cierto que si hubiera muchos Quijotes al estilo de Feijoo, el mundo se perturbaría. Nadie ignora todo lo que al mundo ha revuelto y, a veces, subvertido, el espíritu quijotesco. Para evitarlo, según dicen los eruditos, aunque yo no lo creo, escribió Cervantes su obra inmortal. Pero convengamos también en que de vez en cuando, un desfacedor de entuertos airea las mentes sumidas en el error, barre los prejuicios y contribuye en grado máximo al progreso. Podríamos decir aquí aquellas rudas y nobles palabras de Menéndez Pelayo, que las gentes hoy ignoran que fue también acusado de peligroso por los nietos de los que acometieron al Padre Feijoo: «Si así fuera (decía a los que le tachaban de libre en pensamiento) no quedaría libertad de opinión en cosa alguna y lo mejor sería dejar el entendimiento quieto y ponerse a tirar de un carro».

Ahora bien, el hombre valeroso que predica la verdad frente a las mentiras sancionadas, sin pensar en su propio interés y exponiéndose a perder en cada batalla la reputación, la libertad, o la vida, tendrá que sufrir mucho, como sufrió Feijoo. Pero es seguro que arrastrará la simpatía de la multitud. No se conoce otro camino más seguro que el del amor a la verdad y el valor para proclamarla, para suscitar la adhesión apasionada de las gentes. Esto es lo que le ocurrió al Padre Feijoo y este fue el secreto de su gloria. Mas esto mismo explica la furia con que fue combatido. Y con esto entramos en la segunda fase de la envidia de los españoles ante el héroe, ante el varón triunfante. Desde Saavedra Fajardo hasta Unamuno, pasando por Quevedo, las mejores plumas españolas se han movido, con tristeza y con indignación, para denunciar y combatir este oscuro rasgo de nuestra psicología. Pero yo diría este «supuesto rasgo», porque, a pesar de haber pasado yo también por todas las batallas y de poder testimoniarlo con mis correspondientes cicatrices, sostengo y juro que el envidioso no tiene entre nosotros más eficacia venenosa que en cualquier otra parte. El envidioso abunda, desde luego, en España, país donde la vida intelectual es sinónimo de pobreza, pues la envidia se nutre, específicamente, de la miseria. Pero la picadura de la envidia, que puede ser molesta, es como la de la avispa, inofensiva. El ataque venenoso es el del escorpión del resentimiento. Lo que pasa es que casi siempre se confunden las dos agresiones: la del envidioso, que lo que hace es dolerse sin tacto, con acritud, pero con un fondo de justicia de su auténtica inferioridad social, y el resentido que se nutre de la satánica soberbia de creer que el bien de los otros le correspondía a él y que el héroe triunfante se lo ha usurpado. La envidia es la tristeza del bien ajeno, una pasión mansa, pasiva, que se cura con la caridad. El resentimiento es una pasión agitada, activa (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

5 (continuación)


incurable, que sólo se satisface con el aniquilamiento del que ha conseguido la gloria, aunque esa gloria, después, no aproveche al resentido. El resentido es, también, fauna de todos los tiempos y de todos los países y no sólo de aquí.

Es necesario, pues, distinguir en las grandes polémicas al triste envidioso del satánico resentido. En la que suscitó la obra de Feijoo, casi todo el cieno y la hiel los removió el resentimiento. Muchos de los que le atacaron eran inteligentes (el resentido casi siempre lo es), entre ellos el más implacable el franciscano Soto Marne. Pero si los enemigos no fueron, en contra de lo que se ha dicho, hijos de una pasión nacional, sí fueron típicamente españolas las acusaciones que manejaron.

Al ortodoxo, patriota y leal Feijoo, le achacaron sus enemigos los más grandes pecados que el resentimiento español dispara sobre la cabeza de sus víctimas; el error científico, la falta de patriotismo y la herejía. ¿A qué hablar de esto?, se me dirá; pero el no comentario equivaldría a eludir la lección más eficaz que nos deja la vida de Feijoo. Yo soy, por vocación invencible, maestro. Lo fui antes de serlo por deber oficial y lo sigo siendo por encima de ese deber. Y ese deber, el oficial y el inventado, exige aprovechar todas las ocasiones ejemplares que nos proporciona la vida si pueden servirnos de contrición y de enmienda. Y ¿cuál más importante que la de condenar el gran vicio nacional, que es la ofensiva del resentimiento contra los hombres cimeros, cuyo ejemplo máximo nos lo da la polémica feijoniana?

La primera acometida contra nuestro monje, fue la de su falsa originalidad. Sus «Ensayos», le dijeron, estaban compuestos con el jugo de lecturas extranjeras. Ninguno de sus impugnadores había leído las autoridades que Feijoo manejaba; pero adoptaron la actitud que elige siempre el ignorante: la de suponer que cuanto decía nuestro autor lo copiaba de los libros de fuera. Con este subterfugio los necios se justifican a sí propios de su falta de curiosidad e información y, en suma, de su pereza.

Porque la verdad es que saber algo cuesta mucho trabajo. Claro es que la defensa contra estas imputaciones hubiera sido fácil: si el autor había copiado de los libros escritos en otros idiomas, no hubiera cometido la candidez de citarlos. Y, en todo caso, el plagio es siempre fácil de demostrar, exhibiendo a dos columnas el texto del modelo y el de la copia.

Pero en estos trances de pasión toda prueba es inútil; porque el éxito de la crítica que el resentido hace al gran hombre, estriba en que se hace a favor del sentir de muchas gentes que desean que las acusaciones sean verdaderas, que lo necesitan; y por nada del mundo se molestan en refutarlas, y si las dan refutadas no las leen o las olvidan.

Feijoo no copió a nadie. Lo más recio de su estirpe fue, por el contrario, más que su sentimiento, su instinto de la originalidad. Era esto, a veces, en él, casi un pecado. Sólo así se concibe que se atreviera a sacudir la pesadumbre de los prejuicios de su época para acometer valerosamente a los mitos intangibles de la sociedad y de su tiempo. Obsérvese que en la vida es fácil criticar, refutar, derribar, a las ideas de los que piensan lo contrario que nosotros. Esto es, el motor de la acción de los que defienden una «doctrina cualquiera frente a la doctrina nuestra»; y ello está al alcance de cualquier polemista adocenado. Lo extraordinario, lo que exige profunda originalidad, es luchar contra el mito, esté donde esté, en nuestro campo, en el de nuestros enemigos; y así Feijoo, en nombre de la verdad, acometió los errores de los hombres de ciencia, de los universitarios, de los críticos, de los historiadores, de los médicos, es decir, de las gentes autorizadas que le rodeaban; y, más aún, su examen implacable del error, llegó hasta algunas gentes de la Iglesia que merecían, y él demostró que lo merecían, el vapuleo.

Se ha dicho que la táctica en la guerra, está en gran parte determinada por el enemigo; y por lo tanto, el que lucha como Feijoo, cuerpo a cuerpo, con docenas de adversarios, imprevistos y diferentes, tiene que ser, por fuerza, un varón original. Él lo fue rigurosamente, aunque, como es natural, su pensamiento, su erudición, y su gesto de hombre y de escritor, estuvieran teñidos del espíritu del siglo, al que he aludido antes, que en su tiempo tuvo extraordinaria intensidad. -Y aprovecho la ocasión para decir de nuevo- que el espíritu es un sentimiento honorable, del que no puede hablarse despectivamente. Sentir el espíritu de nuestro siglo y cultivarle y amarle, no sólo es legítimo, sino obligatorio, aunque podamos discutirlo. El espíritu del siglo es, creo yo, una suerte de sentimiento patrio, pues la Patria no es sólo un territorio, sino también otras cosas, y entre ellas, el tiempo que en cada etapa vivimos. No hay razón para que nos hagamos solidarios de nuestra tierra y de nuestra vida nacional y no nos hagamos solidarios de nuestro tiempo, al cual debemos tanto como a la Patria en que nacimos.

Feijoo sentía el espíritu de su siglo, la solidaridad con las ideas específicas de su tiempo y con los hombres que las representaban. Sintió, además, por primera vez en nuestra historia intelectual, el espíritu de equipo, es decir, la conciencia de que la gran obra intelectual no siempre sale de la cabeza de un hombre, sino que, muchas veces, es fruto de un grupo de trabajadores concertados por una mente directora. Feijoo tuvo este grupo colaborador del que formaba parte principal el padre Sarmiento; y detrás de Sarmiento otros muchos estudiosos benedictinos o no, que velaban noches y noches, recogiendo los materiales con los que, después, el Padre maestro forjaba sus ensayos en la celda de San Vicente, hoy convertida en reliquia.

Todo esto que era originalidad, la más alta de todas, fue considerado como plagio por los tristes adversarios del gran fraile, con gran aplauso de los que sólo respiran a gusto cuanto oyen vituperar a un vencedor.

La acusación de falta de originalidad iba aparejada a la de falta de españolismo. ¿Qué hombre medianamente insigne, volvemos a preguntarnos, no ha sido alguna vez denostado como poco patriota? Los mismos resentidos que se excusan de su ignorancia apostrofando al sabio de plagiario de las fuentes extranjeras, son los que acusaron de antiespañoles a los verdaderos patriotas para justificar lo que Feijoo llamó e impugnó, con magnífica elocuencia, como «pasión nacional», forma espúrea y cerril del verdadero patriotismo. «Busco (escribía Feijoo), en los hombres, aquel amor a la Patria que hallo tan celebrado en los libros; quiero decir, aquel amor justo, noble, verdadero, y no lo encuentro. En unos no veo verdadero afecto a la Patria; en otros, sólo veo ese afecto delincuente que con voz vulgarizada se llama pasión nacional». Sus ensayos titulados «Mapa intelectual y cotejo de naciones», «Amor de la Patria y Amor Nacional», «Retrato natural de los indios», entre otros, son soberanas catilinarias contra los que han utilizado el santo nombre de la Patria, para perseguir a los verdaderos patriotas que no se han plegado a las fórmulas mezquinas e interesadas del falso patriotismo, de la egoísta pasión nacional. (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

6 (continuación)


Mucho sufrió el gran benedictino de estos ataques, sin darse cuenta de que el tiempo acaba siempre por sentenciarlos con el mismo veredicto, a saber, la condena de los falsos patriotas y la glorificación de los acusados de antipatriotismo. Así ha sucedió con Feijoo, que hoy es capaz del máximo servicio a la Patria que es el de que se le honre con sólo pronunciar su nombre. De los acusadores ¿quién se acuerda?

Y no hay que decir que de la misma cueva de los resentidos, de donde salió la duda de su probidad científica y de su amor a España; salió también la tercera flecha envenenada: la de su posible heterodoxia. Sobre todo, las briosas críticas que Feijoo hizo de las supersticiones y falsos milagros, críticas aprobadas por los prelados y por gentes de sotana o hábito, ponderadas y rectas, levantaron una tempestad de sañudas acusaciones que acongojaron al Maestro y le pusieron en trance grave, casi a dos dedos de los familiares de la ya decadente Inquisición. Gracias, como he dicho, al favor real, escapó al proceso que sin duda hubiera tenido que sufrir.

En algunos de sus escritos protestó el Padre Feijoo de su absoluta ortodoxia, de la que hoy ya nadie duda; y explicó cómo en su lucha por derrocar a los falsos milagros y supersticiones, se movía por el afán de engrandecer a la fe, que no gana nada y puede perder mucho con las supercherías. Era Feijoo, ante todo, un hombre de ciencia, y tenía la seguridad de que a medida que el entendimiento humano profundiza en los misterios maravillosos e infinitos de lo creado, el milagro se hace cada vez menos preciso. Acaso era necesario el prodigio cuando el hombre rudo no alcanzaba, sin él, a diferenciar el orden natural de las cosas del sobrenatural. Pero los progresos de la ciencia, al enseñarnos (y hasta ahora sólo nos han enseñado una mínima parte), el mecanismo prodigioso sobrehumano, de cuanto hay en la naturaleza conduce por el camino de la razón, a la certeza de que todo, hasta lo más sencillo, es sobrenatural; y, por lo tanto, a la Fe absoluta en la Divinidad. Cada gran descubrimiento científico es un milagro nuevo y una nueva incitación a la Fe. Hay algo más importante que el de que la campana de la Iglesia de Velilla sonase o no ella sola como se pretendía en tiempos de Feijoo y éste negó, denunciando los trucos de la superchería con que se explotaba la cándida fe de los campesinos.

El milagro verdadero está en el mecanismo prodigioso que Dios ha establecido para que el sonido se produzca y se transmita, desde el alto campanario, a través de los campos, hasta el oído de los hombres remotos; y para que el mágico proceso de la audición suscite una emoción distinta en cada hombre o en cada mujer, a los que llega el clamor de los bronces en el alba o en el Angelus.

Pues esta exacta, rigurosa, interpretación de los milagros y de otros puntos, que tocaban o que sus enemigos querían que tocasen a las leyes de la Iglesia, fue bastante para despertar el recelo de ese tipo de españoles, cuya ocupación parece ser el inventar herejes para darse el gusto de condenarlos, en lugar de descubrir y exagerar la vena de pura religiosidad que casi en ningún español falta, aún en los que la ocultan bajo una capa de distracción, de palabrería impertinente o de respetable inquietud.

Claro es que, en esta ocasión había una cierta razón para explicar el celo de los puritanos; la indebida y ya comentada actitud de muchos apologistas liberales de Feijoo, empeñados en sacarle punta progresista a la noble y moderna claridad de las creencias de nuestro benedictino. Y, por lo mismo que yo soy liberal, quiero reiterar mi denuncia.

¿Quién se acuerda hoy de estas acusaciones? ¿Quién se acuerda del pedestre Salvador Mañer o del rabioso Padre Soto Marne, o de cualquiera de los otros que osaron discutir las creencias del Padre Feijoo? La Historia, como a tantos otros imprudentes críticos de la conciencia ajena, les ha condenado a la perpetua e irrevocable cárcel del olvido. Pero la lección no suelen aprovecharla los resentidos, ni, desgraciadamente, tampoco sus víctimas, que olvidan el consejo que ya dio Gracián y que no falla nunca, ante la justicia: Callar y seguir. Hay que repetirlo, porque todos los días vemos que se olvida esta prudente advertencia y que el calumniado se desconcierta y padece; y a veces, comete el error de acudir al reclamo, a exponerse a una controversia en la que, el que usa de las armas injustas tiene siempre menos que perder que el atacado. El Padre Feijoo tuvo debilidad y bajó al arroyo a contestar a sus detractores. Es el único lunar que encontramos hoy en su noble biografía.

Hay que añadir que buena parte de estos ataques fueron maquinados en las Universidades y sobre todo, en las escuelas médicas y en las reboticas, donde los doctores se reunían para polemizar mucho más que para aprender. La influencia social de los médicos, contribuyó mucho a dar importancia al movimiento de hostilidad. Se ha dicho que fue, en parte, movido y justificado por la sangrienta saña que puso Feijoo en sus opiniones antimédicas. Pero no es así; lo que sacaba de tino a los galenos no era la zumba de Feijoo, sino que Feijoo tenía razón porque sabía más que ellos. En mi libro, he comentado, en efecto, el sentido moderno, antidogmático de la mayor parte de las doctrinas médicas del benedictino. El saber más es lo que el ignorante y el necio no saben perdonar. (continuará.)




Consideraciones sobre Feijoo

7 (conclusión)


Sin embargo, la hostilidad a Feijoo cesó pronto, y con esto llegamos a la última etapa de nuestros comentarios. Desde la protección del Rey hubieron de callar sus enemigos y en los últimos años de su vida, gozó el gran escritor de una patriarcal dictadura sobre el pensamiento español. Menéndez Pelayo calificó de «despótica y anti-liberal» la decisión del monarca español; y no está de más recordárselo a los que creen que don Marcelino tenía un criterio estrecho, de sacristán de aldea. En cambio, a mí, en un país donde la gloria legítima sobre una frente encanecida no inspira respeto a los que debieran tener el respeto por virtud primordial, a mí me parece plausible el rasgo de despotismo ilustrado de Fernando VI; y muchas veces llego a creer que el despotismo ilustrado es la forma de gobierno ideal para los pueblos que no merecen otra mejor.

Fue Feijoo, como dice el mismo Menéndez Pelayo, un oráculo en su tiempo. Creo que sólo Menéndez Pelayo y Ramón y Cajal han alcanzado un sentimiento de admiración tan unánime de la opinión oficial y de la popular. Su muerte, fue un duelo nacional y nada nos da cuenta de ello como el relato de sus funerales, con el famoso y dilatadísimo sermón apologético del Padre Uría; y con la descripción del suntuoso túmulo que se alzó para honrarle. No menos imponente que los que se dedicaban a los soberanos, con los fúnebres paños ornados de versos, en los que la musa oficiosa desvariaba sin respeto al muerto y al sagrado lugar. Uno de estos vates funerarios, luego de preguntarse:

  ¿De su siglo, no fue Feijoo el más sabio
el más hábil, político y prudente...?
  ¿Pues cómo sin hacerle en ello agravio
no le dieron la púrpura eminente?

El español que hubiera palidecido si a Feijoo le hubieran hecho Cardenal, ahora apostrofaba al mismo Papa, por no haberle concedido «la púrpura eminente».

Y el Padre Uría clamaba desde el púlpito: «Oh qué terrible golpe llevaste, respetable cuerpo de los sabios. Golpe que hará ruido en toda Europa. Golpe cuyos lamentables ecos, venciendo la dilatada plaza del Océano, resonarán allá en el otro Nuevo Mundo».

Y así muchos más. Feijoo, el buen maestro de la claridad y de la compostura yacía inerte en su ataúd y no podía protestar de estas confusiones, tan ajenas a la sencillez y a la continencia que él predicara.

Sobrevino después una época adversa para la memoria del gran fraile, simbolizada en una frase célebre y pedante de Alberto Lista, el dómine poeta, menos poeta que dómine, cuya admiración dejo a los demás porque yo se la profeso muy escasa. Y otra, igualmente desgraciada de don Vicente de Lafuente que, encargado de publicar las obras de Feijoo en la Biblioteca de Autores Españoles, se preguntaba, al comenzar su introducción, si realmente valía la pena de volverlos a dar a luz.

Pero poco más tarde, comenzó la revisión de su obra y la definitiva consolidación de su fama. Puede decirse que los mejores escritores de España, en la segunda mitad del siglo XIX y en la primer del XX, han dedicado páginas entusiastas a Feijoo: Concepción Arenal, Emilia Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Pi y Margall, Azorín, Pérez de Ayala, Miyares, Américo Castro, Montero Díaz, Cotarelo, José María Cossio y muchos más. En el extranjero corren también múltiples contribuciones a su gloria, entre ellas, la de una de las más altas autoridades contemporáneas de la Universidad francesa, Mr. Delpy. Una estatua del gran polígrafo se alza, desde hace ya muchos años, en Orense, y otra en el Monasterio de Samos. Y su mascarilla, preside, con toda justicia, la biblioteca de la Real Academia de la Lengua, en Madrid.

Pero ningún pedestal de piedra es más alto que la creciente marea de admiración que levanta su nombre y su prestigio y que convierte muchas ideas suyas que parecían utopías en su tiempo, en verdades indiscutibles. Yo he tenido la alegría de que una adaptación mía del criterio feijoniano a la medicina actual haya tenido un éxito fervoroso en las lenguas más importantes del mundo. Los testimonios se podrían multiplicar. Y hoy, la gloria de Feijoo alcanza su cenit en el homenaje que le dedica, y en la forma que él más hubiera deseado, la ciudad de Oviedo ilustre por tantas razones, y una vez más, ilustre por este gesto de glorificación al Maestro.

Y para terminar, quiero dirigirme a los jóvenes para que no olviden la lección que acabo de recordar, la lección de la fuerza maravillosa del pensamiento y de su triunfo inexorable sobre todas las pasiones y sobre todas las injusticias. Porque esta lección es la más alta que se desprende de la vida y de la obra feijoniana. Su estatua os lo recordará cada vez que crucéis ante ella, camino del trabajo o del amor. Hoy es todo gloria solemne y jubilosa. Pero Feijoo por su amor a la verdad y a España, hubo de sufrir en su celda, que era su mundo, largas horas de amargura y de persecución. ¡No importa!

Muchas veces oiréis quejarse a los que viven para servir a la verdad, de las amarguras y de la dureza de este servicio. Pero esto, que es cierto, no es sino un entorchado más de la gloria del intelectual, del que sueña con crear una nueva forma de la belleza o del que, como dijo Menéndez Pelayo, «trabaja por la sublime utilidad de la ciencia inútil». El joven que así piensa, y ojalá sean muchos para gloria de España, debe renunciar, igual que el religioso, a muchas cosas gratas; debe, como él, aprender a convertir en alegría y en eficacia el esfuerzo y el dolor. Su secreto está en poner la meta de su afán mucho más allá del límite de hoy y de mañana, en tener la certidumbre de que después, mucho después de la muerte o cuando sea, todo lo que hoy parece inconmovible habrá desaparecido, porque es divina ley que desaparezca. Y quedará tan sólo, el libro donde anidó el verso o la idea. Porque en esas letras grabadas en una frágil hoja, hay, sin duda, un poco de la huella de Dios.

* * *

Puede imaginarse el lector cuál fue la manifestación de simpatía y la prueba de admiración de que fue objeto tan ilustre conferenciante, al que se le aplaudió incesantemente en tanto permanecía en estrados.

Fin