Filosofía en español 
Filosofía en español


Eloy Luis André

Fuerza y cultura
según nuestra mentalidad individual y colectiva


Hay en la vida contemporánea un conjunto de factores, que hacen dudar al pensador, de la verdad de nuestra civilización. La cultura y la barbarie reinan simultáneamente en las almas europeas, y nadie puede decir si una máquina que concibe el genio hoy para la paz, será mañana un motivo de justificación para la guerra.

El imperialismo brutal lo avasalla todo. La tradición de los tiempos bárbaros parece renacer. Unos centenares de almas predican el reinado de paz, de amor y tolerancia, y muchos centenares de millones de hombres se asocian a los guerreros, para ser esclavos de la última superstición.

En la escuela enseñamos a la infancia, con los deberes sociales primordiales del hombre para el hombre y para la colectividad humana, los deberes históricos para con la pequeña colectividad. Y, casi siempre, la contradicción entre unos y otros no puede ser más patente. En la Universidad y en el taller unos luchan por sí, y de ellos, los más, para sí y para otros. En las grandes manifestaciones de la vida, hay muy pocos hombres sustantivos, muy pocos, que respondan a la idea kantiana de la personalidad moral. Una reducida minoría son fines en sí. En general, son adjetivos o medios de los demás.

En el hombre moderno no procuramos desenvolver simultáneamente la fuerza y la cultura. La cultura falsa engendra la debilidad de carácter, la versatilidad; la fuerza, que [73] defiende y no fortalece, la debilidad de inteligencia y la falta de carácter, la barbarie. Los hijos de nuestra burguesía desdeñan el trabajo manual, porque no lo aprendieron en las escuelas, y los ejercicios físicos, por su debilidad fisiológica, la pobreza de medio, la imitación, &c. Los del proletariado no desdeñan, pero no pueden desear, la educación intelectual y moral, porque esa aspiración los redimiría del yugo en que viven. Así, en el régimen social moderno, las necesidades de la civilización producen unas veces cerebros sin brazos y otras brazos sin cerebros, para los que de cerebro y brazos no usan.

Dar a los hombres una fortaleza heterónoma, hacerles creer que por ser ingleses son más fuertes que por ser españoles, engañarles con la superstición, que no con la creencia, del patriotismo, es torcer su desenvolvimiento normal castrándoles la mente o atrofiándoles los músculos. Y darles una cultura de remedo, un igual pensar y un común sentir, es ahogar en ellos la individualidad germinal, núcleo de su futuro personalismo social. El educador y el instructor moderno no son cultivadores de almas; son intelectofactureros de convencionalismos y rutinas. La inteligencia y el alma están generalmente revocadas por gruesa capa de cemento civilizador, que todo lo uniformiza y allana, dando a unos lo que quita a otros. Tenemos una concepción demasiado geométrica del vivir social, y por eso, cuando de vivir socialmente se trata, nos amedrentamos de dar a la comunidad nuestro mundo de sinceridades, nuestra característica, para rehacer el mundo a imagen nuestra, soportando, o contentándonos, al ser contrahechos por él, según la suya.

Fuerza y cultura, tienen en el orden de la educación del individuo una regular ponderación. Fuerza y cultura, han de equilibrarse también en el progreso social de una nacionalidad. El ideal sería hacer un pueblo de almas cultas, si las almas pudieran vivir libres de pasiones y codicias. El ideal sería desarrollar nuestra cultura estética, moral y religiosa, si no hubiésemos de convivir con gentes de ella desprovistas, o si [74] conviviésemos con pueblos que, como nosotros, la poseyeran. Pero no es así, desgraciadamente. Hay individuos de fortaleza física y fortaleza económica, que carecen de cultura; otros tienen cultura y carecen de fortaleza; y otros ni cultura ni fortaleza poseen, y ésos son los más. La fortaleza sin cultura es brutalidad en el individuo, barbarie en la colectividad; la cultura sin fortaleza es esclavitud en el individuo y esclavitud en la comunidad. La muchedumbre inculta y débil, doblemente depauperada, es por eso mismo doblemente sierva de la inteligencia y del capital.

Tanto extensiva como intensivamente, hay que desarrollar estas fuerzas en las individualidades y en las comunidades, para evitar diferencias, que dan lugar al nacimiento de castas de opresores y oprimidos. Cuando todos tengan una conciencia individual y social de la propia fuerza y de la ajena, la ponderación se hará más fácilmente, pues las colisiones por ignorancia desaparecerán, y la audacia también, a medida que el cálculo va eliminando el, acaso, padre o tutor del espíritu aventurero. Y cuando todos tengan una inteligencia suficientemente desarrollada para ser miembros de la humanidad, no por la estructura orgánica, sino por el conjunto de ideas, creencias y actos propios de una sociedad progresiva, el ideal de la fuerza bruta será ideal de fortaleza, pues éste es a aquélla lo que el acto instintivo al juicio razonado.

Pero hay dos maneras de entender la fortaleza: la que yo tengo y la que por mí y para mí tienen los demás. Cuando la división en el trabajo social llegue a establecer instituciones encargadas de velar por la fuerza de un grupo, es tanto más difícil conseguir su finalidad, cuanto menor es la fuerza moral y fiscalizadora de dicho grupo. La nación española tiene un gran sentimiento de independencia en sus individuos, y esto, llevado al exceso, es causa principal de la falta de solidaridad de los mismos para obras colectivas; pero esa misma nación tiene una ignorancia completa de su convivencia social con otras y una confianza absoluta en los que regulan hoy nuestras [75] formas de convivencia. Por eso es optimista y arrogante, cuando debiera ser prudente y retraída. Y por eso dan pábulo a sus sentimientos individuales de independencia, los que justifican su existir basándose en tales sentimientos, atrofiando a sabiendas la formación de los colectivos.

De la misma manera que la cenestesia acusa, pero no crea, el estado general de un individuo, así también las instituciones de defensa y de ataque determinan la situación general de la colectividad. Sería absurdo querer desarrollar solamente el esfuerzo muscular en un organismo, por ser este desarrollo exclusivo, perjudicial al mental. En eso no reparan aquellos regeneradores españoles que quieren hacer una España fuerte con un ejército numeroso, sin otra misión que la de procurar defender un territorio inculto, habitado por hambrientos solamente. El militarismo en general, aun en países esencialmente imperialistas como Inglaterra, no es un fin en sí, una institución superior a las demás instituciones. Jerárquicamente considerada, es inferior, pues el patriotismo lo hacen o fomentan maestros de patriotismo en la escuela de la vida; y sustantivamente, también, pues hoy, las instituciones económicas, de hecho se imponen al organismo militar. No hay militarismo sin dinero y sin riqueza. En cambio, puede darse nación rica sin militarismo, y aun a pesar del militarismo, como Suiza.

El mal está en dar carácter de corporativa independencia a la institución esclava de las demás instituciones, y esclava para garantir su independencia.

La concepción moderna del Estado, considerado como persona social, con una finalidad también en sí, va cercenando fueros, archivando leyendas y adjetivando a su soberanía, en forma de servidumbre, al que ayer era su señor. El advenimiento del nuevo régimen, donde las instituciones democráticas tienen solar legislativo, para que las fuerzas sociales edifiquen su obra, va levantando el civismo de las nacionalidades al alto rango que deben ocupar y llevando a la conciencia de las masas la creencia de que el militarismo de hoy es una [76] forma del funcionarismo burocrático, debiendo ser una capacidad de defensa, que todo ciudadano debe poseer, sin otorgarla jamás a ninguna corporación, como no entrega tampoco su individualidad.

Así se presentan los grandes ideales de la fuerza y de la cultura. España, que como nación carece hoy de ambos, aspira sin embargo a ellos. Si es esperanza de niño, o recuerdo de viejo, no es del caso averiguarlo. Existe, es un hecho. La misión de todo español es convertir esto en fuente de fe, de fe personal y propia, de fe en que, queriendo, habremos de poder hacer todo lo que queremos; de fe que engendra, no de fe que bautiza.

Perseguir la fortaleza sin cultura y sin prosperidad económica, es querer engañar a los demás, siendo a la postre los únicos engañados nosotros.

Perseguir la cultura por mera delectación, por rutina de la novedad, es cambiar de traje, pero no de hábitos.

Fuerza y cultura, han de ser el firme basamento de nuestro edificio social, el suelo y el subsuelo de nuestra espiritualidad nacional, para que en ellos arraigue la tradición viviente, españolizadora, y de ella brote, al calor de otro sol y de otras auras, floración de progreso y cosecha de paz y bienestar. Fuerza y cultura, han de tener finalidad correlativa, no exclusiva.

El militarismo hará de España un pueblo estático, si no engrana en el mecanismo del Estado civil, subordinándose a él. Y el cultismo sin finalidad engendrará pedantes. Pedantes y vagabundos: atenienses de la decadencia, o romanos del bajo imperio, almas sin soberanía, células de extraña nacionalidad.

* * *

Aunque en España no hay aún una opinión económica ni una opinión política de carácter nacional, existen tendencias, que al fin son generadoras de opinión, más fuertes que la opinión misma. [77] Y estas tendencias están bien definidas: de una parte, los que quieren el making of spanish people, con el ideal de la fuerza; de otra, los que aspiran a hacer país por medio de la cultura. Esto mismo se refleja en el espíritu gubernamental de los prohombres políticos. Los representantes, o por mejor decir, guardianes de la «leyenda dorada», son militaristas. Y este grupo de reaccionarios, si no más numeroso, es, por lo menos, más peligroso que el otro. Los forjadores de sueños, los que miran hacia el porvenir, piden reconstitución económica y cultura, y aun hay quien quiere abrazar en su alma, persiguiendo a un mismo tiempo, ambos ideales. Pero, siendo escasos los recursos, o se está con unos o con otros; o se mira hacia el porvenir, haciendo historia y porvenir en el presente, o se guarda la tradición mirando hacia el pasado.

Yo pregunto: ¿qué es más fácil, convertir la cultura en generador y regulador de fuerza física y moral, o aspirar a que la fuerza brutal sea base de cultura? En la educación individual y social del pueblo español, ¿qué es primero, el desarrollo mental y el desarrollo muscular, o el parasitismo de fuerzas de ostentación sobre estos dos factores?

La ciencia en España, por no decir española, no existe, porque no hay un cerebro científico español. La riqueza y la prosperidad económica, capitalizables por todos los españoles laboriosos y para todos y solos los españoles laboriosos, son una aspiración y no una realidad, porque sobre el sistema muscular de la nación gravitan dos parasitismos, el rentístico y el burocrático en sus diversas formas, que obligan a emigrar cada año del territorio patrio un ejército de sesenta mil obreros a buscar trabajo, mientras otro ejército de ochenta mil se recluta en nuestros campos y ciudades entre la clase trabajadora, para que se acostumbre a holgar y pueda reprimir las reivindicaciones, justas o injustas, de nuestra población económica.

El pensar, el sentir y el querer de nuestros políticos no es civil, ni mucho menos. Antes que civilizar el ejército (digo civilizar en el sentido de subordinar lo militar a lo civil) se [78] militarizan ellos, impidiendo tal vez que nuestras clases militares obren con independencia al pretender restaurar lo que a ellas está encomendado. Por ahí andan pregonando servicio militar obligatorio muchos que se llaman demócratas, a quienes no cabe en la cabeza, que un pueblo pobre como España podría educarse militarmente desde la escuela, pero en la escuela y en los campos sólo. Jamás se logrará militarizarle por la instrucción en los cuarteles, aquí donde la diferenciación de castas tan briosamente se mantiene, y donde para hacerla ostensible, se burla la ley, a sabiendas, por aquellos mismos que la han promulgado draconianamente y con sanción restringida, cuando el ciudadano es tonto, o débil para dejar de obedecerla. Señoras hay que contestan a los hombres civiles militarizantes, amenazando con desnacionalizar a sus hijos para que no vistan el uniforme de soldado. Son las mismas que darían un ojo de la cara si el muchacho pudiese ostentar a las primeras de cambio estrellas de oficial.

Los dos grandes ideales, antes analizados, no tienen igual ponderación en la mente de nuestros prohombres. Ellos se comprometen a hacer una España nueva, con un ejército numeroso, con muchas escuelas y muchos maestros de escuela, a condición de que el español les dé dinero en abundancia. Su lógica es la lógica del que siendo inútil, y además fracasado, trata de justificar su inutilidad y de hacerla necesaria. ¡Es el instinto de vivir, o la codicia de poder, lo que los mueve! Cuando las teorías de la generación espontánea se han declarado en bancarrota, gracias a los esfuerzos de Pasteur, éstos todavía creen en regeneraciones espontáneas, que, después de todo, generaciones son. No tienen espíritu, son políticamente despersonados, porque sus almas vivían atadas con ligaduras de esclavitud a las grandes almas de la Restauración y de la Revolución, que viven en nosotros, pero con nosotros no. Hábiles músicos en la gran orquesta burocrática, el tiempo les arrebató sus naturales directores, y la fuerza de la rutina les impuso no el mejor, sino el más hábil o soberbio. Ellos, que no tienen [79] espíritu individual, quieren hacer con dinero espíritu social, atribulando el espíritu de nuestro pueblo al gravitar tan despiadadamente sobre él. ¡El dinero! Podréis comprar con dinero de otros, a la civilización moderna, comodidades. Así os civilizaréis a lo marroquí: muchos cañones, telégrafo, teléfono, escuelas técnicas, industrias químicas... todo eso servirá para engordar al gran Sancho, a Sancho, ídolo de esta mesocracia, que ha crucificado el quijotismo por no entender su espíritu. Viajando en burro hacia el porvenir, no quieren esforzarse en cambiar los sistemas de locomoción, mientras el cambio cueste caro o exija esfuerzo. Tarde o temprano se llega, dicen. Y después de todo, si el tiempo sobra, ¿qué más da? Mirando hacia los muertos y hacia los vivos, aquéllos los sugestionan para mantenerles en yacentismo; éstos, desde lejana delantera, los llaman. Como moribundos, tienen ansias de paz; pero el horror nativo a la muerte los hace prorrumpir en espasmos de invalidez, en movimientos imposibles de hacer cambiar su masa carnal, del lecho en que agonizan, al arroyo donde se vive y se trabaja... ¡El espíritu! El espíritu se engendra solamente con espíritu: omne vivum ex ovo.

Uno de los grandes argumentos a que se apela para justificar el militarismo, es a la estadística de los gastos, que naciones a nuestro entender civilizadas dedican a la defensa del territorio. Y una de ellas es el Japón. Pero O. Eltzbacher, que hace un estudio muy documentado del progreso económico de esta nación en The Nineteenth Century, se encarga de rectificar la especie. De dicho estudio tomamos los siguientes datos respecto al incremento de los gastos en el último decenio (1893-1903).

Incremento de los gastos
con relación al presupuesto de 1893-94
 
Ejército187 por 100
Marina260     »
Justicia215     »
Educación524     »
Agricultura y Comercio632     »
Comunicaciones562     »

El Ejército y la Marina tuvieron un aumento de 48.546.091 yens durante la última década, mientras que los otros departamentos vieron aumentar su respectivo presupuesto en 60.772.057. Hoy mismo, la proporción entre los gastos militares y los de la cultura se equilibra. Representan aquéllos para el presupuesto en curso (1903-1904), 71.368.238 yens. Ascienden los de la cultura, los de nuestro antiguo Ministerio de Fomento, a 62.563.267. La diferencia es de 8,81 millones solamente.

Por lo que a España respecta, tenemos: gastos militares para el presente año, 218,99 millones (Guerra y Marina); gastos de Fomento (Agricultura, Obras públicas o Instrucción), 132,92. La diferencia es de 83,07 millones. Pero teniendo en cuenta que del presupuesto de Guerra se ha segregado el de Guardia civil, que asciende a 26.481.239 pesetas, y al de Instrucción se le añadieron las cargas municipales de primera enseñanza, limitándose el Estado a percibir y distribuir una partida, antes cobrable por los Municipios y no satisfecha, la proporción varía mucho. Los gastos de Guerra y Marina son, en realidad, para el año de 1904, de 245 millones; y los de Fomento, de 106,45. La diferencia real será, por lo tanto, de 138,55 millones de pesetas. De donde resulta: 1.°, que no hay equilibrio entre los gastos reproductivos, o de Fomento, y los improductivos, o militares; 2.°, que las naciones progresivas, como el Japón en Asia y Méjico en América, a pesar de estar amenazadas en su existencia, por naciones imperialistas como Rusia y los Estados Unidos, procuran ponderar los gastos militares con los de fomento de la cultura. En el presupuesto que Méjico confecciona, los gastos militares ascienden a 16,39 millones de pesos, y los de Fomento a 15.14. Francia, en 1903, dedicó a gastos militares 1.000 millones de francos, y 800 a los de cultura. Italia gastó en lo primero 400 millones de liras, y en lo segundo 230.

Después de la débâcle del 98, ha seguido imperando la política militarista en el Presupuesto del Estado, a pesar de [81] haber reconocido todos que la victoria de los Estados Unidos, pueblo sin tradiciones militares, se debió principalmente a la superioridad de sus recursos económicos y de su cultura, base de su religiosidad patriótica, expansiva, impositiva. En el cuadro adjunto pueden apreciarse comparativamente los gastos líquidos, ordinarios y extraordinarios, verificados en el quinquenio posterior a la guerra, en los Ministerios de nuestra defensa nacional, de una parte, y de otra en los de la cultura:

Años
 
Gastos de Guerra y Marina
Pesetas
 
Gastos Fomento
Pesetas
 
1899      293.911.720,7088.775.366,38
1900214.257.223,0384.293.560,76
1901223.199.735,1588.321.877,32
1902221.495.230,0488.671.164,56
1903204.406.142,4687.307.450,15

Como el promedio de los gastos del primer grupo es de 217,47 millones por año, y el de los del segundo de 87,53, la diferencia en cada presupuesto es de 129,94 millones, poco menos, de lo que representa para el año actual. El equilibrio está roto por la íntima estructura, por la conformación intrínseca de nuestra nacionalidad. Pueblo donde el agrarismo arcaico perdura, es esclavo de dos elementos parasitarios que sobre él se asientan y viven. Hieratismo y militarismo, son hipertrofias del poder oligárquico, con manifestaciones del espíritu de casta aristocrática, siempre revelado, donde la individualidad de la masa duerme perezosa o ha muerto por no haberse ejercitado. Militarismo y hieratismo, son dos formas de autoridad y de poder falsamente interpretados. La herencia psíquica de nuestro vivir colectivo es esa. La función habitual de la guerra creó el órgano profesional de la guerra. Y este órgano no desaparece, aunque la función deje de cumplirse. Es una supervivencia inamputable, como otras dolorosas supervivencias. El mal está en la sangre y en la conformación del sistema arterial que la distribuye. Los canales que riegan el cerebro y [82] los músculos se han estrechado en su diámetro. Hay inapetencia de saber y de gozar. Sobrios los españoles en las necesidades del cuerpo y del espíritu, en las necesidades naturales, son pródigos en las suntuarias, que ya se les han hecho naturales, por rutina. Por eso gastan para cultivarse a sí mismos y la tierra que los sustenta, un 40,20 por 100 de lo que a gastos militares dedican. Sienten menos la necesidad de saber para vivir bien, y la de vivir bien para saber, que la de parecer fuertes ante el mundo, para que no digan... Y he aquí el resultado de nuestro discurrir filosófico sobre la derrota. Seremos derrotados mil veces, mientras instituciones viejas y envejecidas no arraiguen en ideales, y en ideales jóvenes, no en ideas que pueden remedarse y aprenderse, en ideas que, a lo sumo, nos convertirán en monos del gran continente europeo, pero no en poetas, en mentes y voluntades creadoras de una acción personal, inmanente, capaz de asimilar lo nuevo para casarlo con lo viejo, y de sepultar lo viejo en nuestro subsuelo espiritual y territorial, para que nutra las raicillas de la nueva planta, en amplios y soleados surcos guardada. ¿Cómo convencernos de que necesitamos saber para vivir, si estamos convencidos íntimamente de que podemos vivir sin saber? ¿Cómo persuadirnos de la necesidad de desarraigar creencias y tendencias, si el alma no se nos ensancha ni remoza, para que en ella se infiltren otras, que la hagan despertar?

Después de la guerra con los Estados Unidos, hemos gastado en nuestro Ejército y en nuestra Marina, desde fines de 1898 hasta principios de 1904, 1.087,36 millones, y en Fomento 437,36. A pesar de dedicar al presupuesto de la fuerza 650 millones más que al de la cultura, el Ejército y la Marina están como en vísperas de la guerra. En cambio, la cultura y la riqueza han progresado, no con la cooperación del Estado, sino a pesar de los obstáculos por él creados para su desarrollo. La lección de la derrota ha producido en el país una verdadera revolución económica, tumultuosa, si se quiere, con crisis dolorosas, tal vez por exceso de vitalidad; y esta revolución [83] está fraguando otra, no contra el régimen, sino de transubstanciación del régimen, de purificación.

La misión del Estado, ya que hoy sea incapaz de crear cultura, a pesar de la fuerza, no ha de consistir en convertir la fuerza, la fuerza que él cree insustituible, en organismo parasitario de la cultura. Hemos de ser cultos por voluntad, o por necesidad. Sin ser ni europeos ni africanos, vivimos ya más cerca de Europa que de África. El poder triunfal de la cultura nos ha atado ya al continente, más para explotarnos que para aleccionarnos. La cultura es, pues, para nosotros, política y socialmente considerada, un arma de defensa. Si las recientes lecciones no han bastado a despertarnos, golpes más brutales habremos de soportar.

Sólo el trabajo y la riqueza es único ideal próximo, inmediatamente posible y asequible, y germen de otros ideales. El apetito de vivir y pervivir como pueblos, puede convertir estos hidalgos pordioseros en ciudadanos viriles, capaces de engendrar una España nueva, una España sin ayer y sin leyendas, una España presente y futura, con organismo robusto y vigoroso para la lucha honrada por la existencia, no un rebaño de miserables borregos sin pastor, o una muchedumbre de codiciosos pastores sin rebaño.

* * *

La fuerza es, para el hombre contemporáneo, condición fundamental de lucha y de triunfo. La cultura, aspiración, finalidad inmanente de toda lucha, o proceso racional. En la colectividad, las cosas cambian: la fuerza y la cultura son dos finalidades correlativas. Se es más fuerte, para ser más culto, y se es más culto, para ser más fuerte. Y ¿cómo desarrolla una colectividad determinada la fuerza y la cultura individual? ¿Cómo concretamente, en el pueblo español, fuerza y cultura se hacen ostensibles en la conciencia individual y en la conciencia social? [84]

La fuerza en la individualidad española es puramente emotiva, o brutal manifestación de esta emotividad. El fuerte aquí es el que impone su sentir, no su querer. Héroes de esta raza son esos impulsivos que concibieron con fácil ideación un plan, y sin madurarlo se lanzan ardorosamente a él, o los bárbaros poseedores de la fuerza física, que actúa generalmente a ciegas, imponiendo el pánico y el acatamiento en las demás individualidades. La fuerza en nuestra individualidad es generalmente nativa. El débil no se esfuerza jamás por hacerse fuerte. Y el fuerte jamás cree que podrá dejar de serlo. Así, el uno se resigna al yugo, y el otro prodiga su poder. Siendo tan reducido el número de los que luchan, y tan enorme el de los vencidos, es muy difícil conseguir la emancipación moral de estos siervos, condenados a serlo porque creen serlo, y, por creerlo, lo son. Pero, ¿se puede dar fuerza moral al que no la tiene? ¿Se puede crear la voluntad? Sí. ¿Cómo? Creyendo, como dice mi insigne y querido maestro Unamuno, creyendo en ella. Pero para que las muchedumbres crean, hacen falta apóstoles de la fe, de esta nueva fe en el esfuerzo propio, de la firme convicción de que seremos siempre lo que queremos ser. Hay que aprender a creer, para tener facultad de querer. La educación individual no podrá nunca ahogar instintos de indómita individualidad; pero puede encauzarlos, poniéndolos a contribución de una voluntad fuerte. Y la voluntad, como la inteligencia, aunque pertenencia de todos, es propiedad de muy pocos.

Sucede en este orden como en el de la riqueza. Virtualmente, nativamente, nadie es rico ni pobre. Pobreza y riqueza son adaptación, o inadaptación, para el vivir social. Y como son condición económica del vivir colectivo y de la independencia en la colectividad, los que más energía desarrollan mejor condicionados están para el acaparamiento. La supresión de la esclavitud en Rusia acabó legalmente con la abyección moral del agricultor ruso; pero creó realmente la servidumbre económica, concentrando el proletariado de los campos en las [85] grandes fábricas, establecidas en las ciudades con el capital acaparado en Bélgica y en Francia. Suprimiendo teóricamente nombres, no se forjan prácticamente realidades. El parlamentarismo en Inglaterra fué un corolario del lento proceso de la vida social inglesa, cuyo postulado principal descansaba en la individualidad del pueblo inglés. El libre examen en Alemania se promulgó por Lutero, pero antes, en realidad, existía el libre examen. Así como en los países latinos, que es donde más se vocea, no arraiga jamás, porque su apostolado intelectual no es siempre desinteresado para que la multitud recoja cosechas, sino que, cual lluvia caudalosa, suele arrastrarle al aplauso, primero, y al encumbramiento propio después. ¿Que cómo se acaba el mal? Haciendo sencillamente lo que creemos ser un bien, y haciéndolo para nosotros, en nosotros. Si consigo fortaleza para mí, y si con mi fortaleza espiritual logro derrocar estos héroes del viejo régimen, ellos no, pero sus herederos sí, lucharán conmigo con la misma arma. Pero no basta que mi ideal sea hacerme fuerte. Es preciso que mi fortaleza sea agresiva, moralmente agresiva. No he de ser un buey rumiante, de energías mansamente ofrecidas por otro, para convertirme, más tarde o más temprano, en carne de su matadero; he de ser fiera, que merezca la presa antes de comérmela. Para mí, el ideal de los que quieren hacer país tolerando que el paisano coma mal y piense peor, es absurdo. Y el paisano, que aspira a que otros le hagan país, dándole de comer gratis et amore y siendo locomotora de su mentalidad, convertida en mercancía, está también equivocado. Y el intelectual, que escribe para lamentar el mal de las multitudes, contentándose con ser humilde superhombre de boardilla, merece conmiseración primero y desprecio después. Es muy difícil que el que no tiene timón para la propia nave, pueda ostentar el título de piloto, para conducir las ajenas, título que no existiría si todos supiesen marchar por su camino y con su esfuerzo.

Como se ve, el problema de la fuerza está mal planteado por los de arriba, por los de abajo y por los de en medio. [86] Los de arriba quieren hacer una España fuerte, sin españoles fuertes: metafísica-política, con corretaje gubernamental. Los de abajo quieren ser prósperos y dichosos, a condición de que los demás, tales los hagan. Pagando el cupón más crecido del bienestar social, los contribuyentes españoles ignoran que los mil millones que cada año entregan al fisco se distribuyen así: un 50 por 100, para obligaciones generales, para lo que yo llamaría deuda parcial con el pasado; 270 millones, para la vida militar y religiosa; y el resto, para el presente y el porvenir. Pueblo que tanto derrocha para conservar sus muertos, muy poco puede hacer por los vivos, y así sucede; pues de los 400.000 niños que abren sus ojos a la luz de nuestro sol, a los diez meses la mitad los cierran, para no verlo jamás. ¡Angelitos al cielo!, dicen los padres que tan escuálida prole engendran.

Los de en medio, los intelectuales, los regeneradores del mal ajeno, enfermos incurables del propio, predican una buena nueva, tomando como bueno lo imitado, por ser imitado, y como nuevo lo extraño, por ser tal. Miran con ajenos cristales llagas españolas, que no pueden curar, porque son nuestras, porque desconocen su proceso, porque el enfermo es personalísimamente enfermo. El mal y la necesidad los mueve a compasión o a queja, nunca a caridad. Lloran con el afligido. Su don de lágrimas no les arranca jamás a la acción. En el sufrir son pasivos, irredentos como el esclavo, como la muchedumbre, que quieren redimir. Cuando su voz no es elegiaca, adopta entonaciones de epopeya. La vieja alma del pueblo los envuelve y los arrastra... del pueblo, ese enfermo, que aspiran a curar ellos. El malestar arrebata su pasión, pero no espolea la mente para calmarlo. Trinan contra el régimen que ven, y no se meten en él para convertirlo en el que aman y prevén. Los espasmos del hambriento, este crónico malestar, este apetito inordenado, lo sacian ellos con letra de molde de afuera, que unas veces les hace ver en espejismo fórmulas ultrarradicales de reivindicación, y otras, les aconseja, con falso [87] espíritu cristiano, resignación y paciencia. O sombra o sol: no hay penumbra.

El problema de la fuerza, en España, no puede ser otro que el de la cultura. La cultura ha de servir para hacernos artificialmente fuertes, ya que naturalmente no lo somos, por haber prodigado nuestros mayores este capital inestimable en pasionales aventuras: puericultura, viricultura, agricultura. He aquí los tres generadores de nuestra fuerza social. Cultivemos la infancia, cultivemos la juventud y cultivemos la tierra.

* * *

Hay una distancia inmensa entre el concepto individual y colectivo que este pueblo tiene de la cultura y el que fuera de aquí corre como moneda sana, con el cuño brillante y reciente de la ciencia. Una vez más, ésta ha revertido sus conclusiones a su fuente inagotable de vida y renovación: al conocimiento vulgar. Cultura es trabajo o resultado de trabajo, es trabajo con finalidad propia, o trascendente. Todo hombre que trabaja, cultiva algo; y además cultiva su propia personalidad. Y no puede haber nunca una separación sustancial entre un trabajo y otro, sino especializaciones, determinadas por el hecho de su división.

Ha de ser, por lo tanto, el trabajo del hombre, corporativo y cooperativo. Y para lograr que éste sea un ser integral, todas las actividades y formas del trabajo han de moldear su personalidad, su cuerpo y su espíritu. El trabajo tiene una finalidad individual y una finalidad social. Si socialmente considerado debe producir utilidad, individualmente mirado ha de ser útil para quien lo ejecute. Ha de tener, por lo tanto, una misión educadora: ha de hacernos cada día más dignos del medio social en que vivamos, para aumentar su dignificación, y de nosotros mismos también, colaborando al propio progreso, en forma armónica. No hay una separación profunda entre el juego, actividad superfina, y el trabajo, actividad útil, [88] porque para el niño que juega, es tan útil y necesario el juego, como para el hombre normal el trabajo. El progreso en la concepción individual y social del trabajo está en hermanarlo con el juego, en hacer que, por evolución, el niño que derrocha actividad sin fin, la encauce a un fin propio primero, y humano, o colectivo, después. Pero jamás hemos de consentir que en nosotros se borren las ansias de jugar, esa levadura de infancia, que aduermen las seriedades de un vivir forzado, y que revive después, naturalmente, al cerrar los ojos a la vida.

Debemos ser siempre niños, en nuestra labor de hombres, para que el trabajo sea juego del cuerpo y del espíritu.

Y debemos siempre habituarnos a jugar así, por vocación más que por codicia. Un niño, cualquier niño de nuestra raza, al encontrarse con otros de su edad, se concierta con ellos espontáneamente para el juego. Cuando un español se encuentra en la vida con otros españoles, es para restarle energías, que la de sumar a sus ocios, o para ser esclavo de su pereza. ¿Por qué los hombres no han de obrar como grandes niños? La concepción que tenemos del Estado y de la sociedad en que vivimos es hospiciana, y la del trabajo expiatoria. No es de extrañar que todos tratemos de evadirnos de éste, encasillándonos en aquél.

La selección artificial y la herencia han establecido en nuestro grupo social dos bandos: hombres laboriosos con exceso y hombres perezosos por completo: primera forma de la división del trabajo, que inhibe de él a unos, para que huelguen, y obliga a los que restan a desempeñar su propia misión y la de aquéllos, forma bárbara, la de los pueblos pastores y agrícolas, donde el trabajo manual, el que responde a la «voluntad de vivir», está degradado por los astutos poseedores del suelo, a quienes está vinculada la energía de los que lo trabajan en degradante servilismo o esclavitud. Dice Hoffding que «un hecho muy interesante en su aspecto moral es éste: la cultura material (el trabajo), a medida que se desenvuelve, hace posibles y aumenta más y más las relaciones de hombre [89] a hombre y el espíritu de asociación, tendiendo al mismo tiempo a la cultura ideal, en que a la postre se convierte. En este doble carácter es donde hay que buscar el criterio para el desenvolvimiento de la cultura material, y en especial, de la perfección de formas que reviste en su evolución. Tanto más elevado será el trabajo material, cuanto más sirva para preparar e introducir la cultura (o el trabajo) ideal». ¡Cuánto distan de estas sabias reflexiones del profesor de Copenhague las ideas que andan por ahí rodando entre obreros manuales y obreros intelectuales, respecto al trabajo de unos y de otros! Es patente el fenómeno en España: no cabe mayor antagonismo entre nuestro proletariado intelectual y manual. Se esquivan y se odian tanto más, cuanto menos se conocen. ¿Quién tiene la culpa? No lo sé; pero afirmo que el sistema muscular, el elemento obrero de España, hace más por el país que nuestros intelectuales. Hacen aquellos la conquista diaria del pan y lo cosechan. Estos recogen, merodeando, el fruto de exóticas culturas; son espigadores tempraneros del predio ajeno, y se dedican a panificar a la española.

Aquéllos crean, siembran y recogen; éstos comercian; ¡y qué manera de comerciar! También en esto hay sociedades nominativas, encargadas, no de cultivar el país, sino de darnos cultura hecha en otros países, haciendo balances imaginarios, donde los dividendos de la gloria son más numerosos que el capital de ideas, que es su causa ocasional.

Si preguntáis a un campesino de cualquier aldea cuál es el mejor agricultor de su comarca, os dirá: aquel que, con mejor semilla, recoge más y mejor cosecha; el que dispone de mejores terrenos y el que los cultiva mejor. Si en una región industrial tratáis de inquirir cuál es el mejor industrial, veréis que todo el mundo señalará a aquel que, con poca masa de capital, ha emprendido grandes negocios, capitalizando su actividad creadora, para ellos.

Y en la vida comercial pasa lo propio: el mejor comerciante es aquel que, con el menor numerario posible, hace el [90] mayor número posible de transacciones. Entra, pues, en todo trabajo técnico, un capital de actividad, que se hace ostensible sin intermitencias, que no se duerme jamás, que acelera el ritmo de los goces y de las necesidades con el de las ganancias hechas, con la voluntad siempre en tensión, en la gran feria de la vida, abierta para todos.

Cambia la decoración cuando de intelectuales se habla. El intelectual superior en España es el hombre depósito de ideas, con las cuales comercia o no comercia. Agazapado en su biblioteca, se dedica a rumiar y mascullar lo ajeno para vomitarlo adulterado, o prestar un servicio automático al país con lo leído. Aquí, el leer, entre muchos intelectuales, es un fin y no un medio, así como el hablar es otro, estando generalmente el pensar ausente en ambos. La idea que este grupo tiene de su cultura es distinta de la que agricultores, industriales y comerciantes poseen. Cultura e ilustración suelen confundirse por nuestra aristocracia intelectual. Es hombre culto, no el hombre cultivado, el sabido, no; es culto el acaparador de lo por otros cultivado. Son nuestros cultos, corredores (y pido perdón por el término bursátil), corredores de cultura, que viven del corretaje, que la ignorancia les paga. Y cuanto más vivas y más puras son las ansias de saber que los obreros manuales sienten, más afirma el otro bando su espíritu jerárquico, su aristocracia profesional, constituida, generalmente, por un proletariado de vagabundos, por una legión de aburridos o por un enjambre de ociosos. Ignoran que si el colectivismo puede defenderse, no con la fuerza de razones, sino con las razones de la fuerza, en el orden material, no así en el mundo de las ideas, donde todo es colectivo y propio a la vez, a pesar de las protestas de quien, creyéndose inventor, se ensoberbece con su hallazgo.

La letra de molde y la palabra son hoy los grandes elementos de socialización del capital ideas de un país, de la humanidad. Pero, por eso mismo, no eximen del trabajo mental a nadie, desde el momento en que, teóricamente, los privilegios [91] han desaparecido y la libertad protege y defiende toda idea. ¿Vamos a convertirnos, pues, en piratas de ideas, en nombre de la libertad?...

Si tenemos libertad para hacer nuestras las ideas de otro, esa misma libertad nos obliga a forjarnos otras, para que él se las apropie o las combata. Siendo la idea gran elemento solidarizador, el que no la elabora y la acapara, tiende por su astucia a consolidar el régimen de barbarie mental en que vivimos, en el cual también hay acotaciones, hechas por grandes señores feudales, cuyo poder tradicional y autoritario es un privilegio, uno más, de pergamino.

El cultismo intelectual en España carece de finalidad propia y social. Es un parásito que se nutre de dos savias: un anfibio, cuyos tentáculos agarran fuertemente, o servilmente, el pan en una parte; y las ideas, ese otro pan que ellos recuecen, en otra.

«La cultura ideal, escribe Hoffding, aparece cuando surgen fines superiores y distintos de la conservación de la vida. Si es verdad que unas mismas formas obran aquí que en la cultura material, sin embargo, aquí se emplean por sí mismas, por la satisfacción que producen inmediatamente, unida ésta a su empleo...

«El hombre no hace solamente esfuerzo para vivir, vive también para hacer esfuerzo. Entonces es cuando nacen el arte y la ciencia, los sentimientos estéticos y religiosos.»

Mientras el capitalismo mental de nuestra nación carezca de inmanencias y trascendencias humanizadoras; mientras vivamos soñando, creyendo que soñamos viviendo y para mejorar nuestro vivir, este capital decrecerá sensiblemente, pues las necesidades crecen más que nuestro potencial de ahorro, que la imitación nos proporciona, sin que jamás puedan nivelarse sin apelar a la fuerza de invención. Necesitamos, pues, hacer una raza mentalmente creadora. Y para crear poco, hay que asimilar mucho.

La vida intelectual de un país ha de arraigar firmemente [92] en las entrañas de su cultura material. Ha de ser copiosa floración y fecunda semilla, no aditamento pegajoso, no morbosa excrecencia. De las necesidades más hondas, de los sentimientos más sinceros de nuestro pueblo, ha de surgir un ideal, que ha de encarnar en ideas, en actos y en estímulos; y para encauzar ese ideal, para trazar la trayectoria, está el cerebro que ha de pensar, orientándose por propias excitaciones, no por hipnótica sugestión convertido en súcubo de otros. Todo intelectual está obligado a mirar hacia el horizonte inmenso de su comunidad, hacia el paisaje indefinido, clavando en él la mente escrutadora, y proclamando alta y sinceramente la verdad, para que la verdad nos sirva de «camino y vida». Y la verdad es aquella verdad que el silencio de las cosas, arrancamos buceando, en el océano inmenso de la existencia. La verdad es nuestra verdad, la que alimenta nuestra voluntad de vivir y la satisface, la que nos abre el camino y nos conduce por él.

Lo más fundamental en la cultura no es la finalidad social que llena, sino la aspiración individual a que debe responder. La cultura debe ser labor constante, labor perfectible de nuestra personalidad, y no labor de construcción geométrica, o arquitectónica, no; sino viviente crecimiento mental y corporal, intususcepción de energías para personalizar y humanizar en nosotros lo que no es nuestro, para apropiarnos el mundo, penetrando cada día, con las raíces de nuestra sustantividad, en sus fuerzas y en sus procesos, único medio de conseguir el arraigo de nuestra personalidad en la Naturaleza. Hay que restituirnos a ella para humanizarla, y la mejor manera de humanizar el Universo es aquella que, primeramente, universaliza al hombre. Somos la planta más preciada de la creación, que hemos de cultivar con esmero y perseverancia, para que sus flores y sus frutos tengan una fecundidad perdurable. Nuestro mundo interior no es solamente una legión de ideas, artificiosamente casadas por la lógica o la conveniencia. Es luz y calor y fuerza al mismo tiempo. Si la cultura no ha de servir más que de [93] velo a las miserias morales, o de freno imaginario a la bestia que en nosotros duerme; si la cultura no ha de dulcificar sentimientos feroces y domesticar la voluntad, haciéndola consistente y firme, será prenda de lujo; pero prenda de bazar, no manantial que brote de las entrañas del alma, para tonificar el cuerpo en la lucha, o perfume espiritual que del trabajo se exhale para robustecernos en tenacidad y perseverancia.

En este sentido, la cultura humanizante no es privilegio, ni función exclusiva, de una generación. Viejos, niños y hombres han de cultivarse, respondiendo al ideal de perfectibilidad que en sí llevan, haciéndolo girar en propia órbita, dando libre juego de tolerancia y consonancia a todos ellos. Desde la función de educar niños, a la labor de conservar la ancianidad y su espíritu en la raza, hay una cadena inmensa de procesos, que en la raza se dan y en la individualidad se repiten. Cada español debe reflejarla en todas sus etapas. Para eso ha de servirle la cultura. Y ha de acaudalarla, además, multiplicando aquello, e intensificando la riqueza de su contenido. ¡Qué pocos españoles responden a este ideal! ¡Cuántos, con la mente nutrida de ideas, no han conseguido, con la seudocultura que poseen, purificar su corazón y templar su voluntad! ¡Cuántos conozco, que en el pensar son autómatas del germanismo, o del anglosajonismo más refinado, y en el sentir y en el gozar, berberiscos, o marroquíes!

¿Qué han cultivado éstos? ¿Su cuerpo? No, que el sedentarismo, el ocio disfrazado con formas de lectura laboriosa, lo ha desprovisto de varonil agilidad, deformado su hermosura masculina con grosera capa de adiposis. ¿Su espíritu? ¡Su espíritu! Es una fortaleza de soberbia, modernamente armada para el combate de crítica pasional y destructiva, cuando no para la maledicencia sistemática. Su espíritu es el sancta sanctorum de un ideal individual muerto, que no la ha podido cuajar en obras vivas: es aliento que empaña los más hermosos ideales de la realidad juvenil, esa floración de ilusiones, que hielan estos ratés de nuestra mentalidad, con sus chistes mefistofélicos, [94] con su silencio envidioso, con la granizada olímpica de un profesionalismo, que los convierte en pitonisas para aquellos adeptos que rinden tributo a su deidad impura; y en esfinges, que devoran la acometividad, el arrojo, de quien pretende ir más allá del límite por ellos puesto a la investigación, desentrañando sus enigmas.

¡Y aún hay muchos sacerdotes, muchos viejos sacerdotes del viejo cultismo español, que predican nuevas cruzadas, para reñir más combates, en nombre de una deidad por ellos mismos sepultada! La guerra, en este caso, no es para la paz, sino para los guerreros, que con su ocasión viven y medran. La guerra no es prólogo de tolerancia, sino motivo y razón de los que, codiciosos de condecoraciones, e impacientes con su estado, quieren remover el escalafón y subir de prisa. Guerra en mí, en mis interioridades, en mi mundo, para conquistar la atracción, para lograr mi integración con mis humanos allegados, con los miembros de la gran comunidad española, con quienes he de colaborar en tolerancia y en amor; guerra para domesticar una fiereza secular y caprichosa; guerra a mi ignorancia y a la de mi pueblo, porque la libertad que gane hoy, he de reconquistarla mañana; guerra laboriosa y fecunda, no guerra mortífera y cruel; guerra por la cultura, un nuevo Kulturkcampf, sin espíritu confesional ni anticonfesional, que acabe con la vieja concepción del Estado máquina, donde las individualidades, al engranar, se dislocan; guerra, para revertir nuestro hombre a la Naturaleza, que le envuelve y que le nutre, con ánimo de naturalizarse en ella, y humanizarla a la vez.

Hay que despertar, una vez más, el culto a Minerva, endomingando la vieja diosa latina con el espíritu eternamente joven de Atenea, la de los ojos brillantes, que brota del cerebro vigoroso y pensador, íntegramente armada, para luchar y vivir en las artes de la paz. Ella habrá de arrebatar, tarde o temprano, el cetro brutal a Marte redivivo. Atenea Poliada ha de velar por el nuevo espíritu urbano de la España joven, para difundir en él los frutos de la paz, la prosperidad y la [95] riqueza, forjando en nuestras ciudades rejuvenecidas, no el programa, la clave de una democracia social, educadora de los campos y humanizadora de las fábricas.

En el corazón de cada español hay que hacer germinar el culto de Palas-Atenea, fuerte y culta, en el de nuestra juventud, sobre todo, único factor inmaculado y virgen, virgen y puro como la deidad que ha de adorar, fortificando alma y cuerpo en la oración del trabajo. Cultura y fortaleza, serán los dones de la vieja diosa, que en la Acrópolis de nuestros destinos vela por lo más sagrado y hermoso de la raza, para transfundir el espíritu del helenismo humanizante en nuestra infancia, desgastada por el autoritarismo de los viejos, y mal cultivada por los falsos jóvenes.

Eloy L. André