La Hora, semanario de los estudiantes españoles
Madrid, 5 de noviembre de 1948
II época, número 1
página 24

Voces de Hispanoamérica
Al volver a la España de ultramar
por Jaime Alfonso Dousdebes Carbajal

«Hemos venido a los pies de Santiago para pedir
perdón a Dios por las ofensas hechas a España»

Dibujo de M. MampassoBien quisiera alejarme de España silenciosamente, como silenciosamente lloro. Pero si no hago público mi testimonio de gratitud –aunque no exista «párrafo de gracias» suficiente para expresarlo– quedará en mi ánimo y en el ánimo de los camaradas de A.R.N.E. –hombres y mujeres que me han acompañado en la inicial tarea– la sombra de un remordimiento.

Por otra parte, sé que a España, a la Madre España, los hispanoamericanos no podemos pagar con palabras la rectoría de su amor, de su ejemplo presente y de su ayuda a los sedientos de justicia.

¿Y cómo podríamos pagarle si le debemos aún la gloria de ser hijos suyos? Los pueblos de la Hispanidad hemos exigido a España posiciones intransigentes; hemos aconsejado a los españoles grandes sacrificios, sin darnos cuenta que esa exigencia de posición intransigente y ese sacrificio duro deben comenzar por nosotros. En esta hora, quizá un tanto postrera, Hispanoamérica empieza, también, a advertir la responsabilidad moral ineludible que tiene en el destino de la Hispanidad.

Una minoría de ecuatorianos la sintió ya: seis años hace que estamos empeñados en la tarea de una revolución ecuatoriana capaz de lograr la permanente solidaridad hispánica que necesitamos, sin riesgo de alterar nuestros particulares y soberanos intereses.

Como representante de aquel multitudinario sentimiento nacionalista que se cristaliza en la minoría política que es «Acción Revolucionaria Nacional Ecuatoriana», os exijo, españoles –particularmente a los escépticos, a los que creen que hay derecho a la apatía, o a los que sospechan que ciertos peligros interiores y exteriores han desaparecido–, que sigáis en la posición intransigente y que estéis dispuestos a grandes sacrificios. Os dio José Antonio el aviso y la consigna: «No haya perdón para los que quieran malograr el triunfo. Todo un esfuerzo así reclama airadamente que se extraigan las últimas consecuencias. Otra cosa fuera estafar el caudal de sangre y de heroísmo recién descubierto. Si ha triunfado el genio de España, hay que entregar el botín y el trofeo al genio de España.»

Por fortuna, vuestra nación, bajo la dirección providencial de su Caudillo, está unida, firme, serena, a pesar de que todavía existen españoles –quiero suponer que muy pocos– que pretenden valerse de sus heroicos servicios prestados a la Cruzada para demandar sitios de privilegio; u otros que, secularmente liberales, incansablemente cómodos, blandos por herencia, se lanzan a la crítica fácil, mordaz e irresponsable.

Yo diré en el Ecuador la verdad.

Mientras Europa vive desvelada, bostezando, ignorando día a día lo que le aguarda –porque no vive en paz ni vive en guerra–, España trabaja alegre y esperanzada y celebra sus mejores glorias, las de aquella sempiterna tetralogía, límite de las dimensiones del alma española: Santiago, Cervantes, la Marina de Castilla, Balmes.

El Apóstol, la cristiandad: Norte lucerado hacia Dios, bautizo y enseña. Cervantes, el ser: estilo y personalidad. La Marina de Castilla: honor, fuerza gladiadora en las olas del dominio, colonización, ciencia y medio conductor de la cristiandad y del ser. Balmes: la razón, la norma.

Bajo esta tetralogía se moviliza hoy toda mente y todo brazo español y de ultramar: las juventudes salen al campo y aclaman a España y a su Caudillo: de los puertos de América zarpan misiones de honor para unirse al centenario de la Marina de Castilla, y, desde todos los confines del Imperio concurren peregrinos a Compostela; también Ecuador, al pie del Apóstol, exclama en pensamiento iluminado: «Hemos venido a los pies de Santiago para pedir perdón a Dios por las ofensas hechas a España.» Este es el modo de sentir y de proceder ecuatoriano e hispanoamericano cuando aflora independiente, sin compromisos y sin presiones.

No hace falta saber cómo está el resto de Europa porque nos da rubor de pensar que nos estamos ensañando con un coloso caído. La Península Ibérica ha ganado ya la tercera neutralidad, vive al margen del mundo actual, y desde su suelo bendito no se divisan nubes de tormenta o humo de acorazados.

He cumplido el anhelo más preciado de mi vida, llegar a España, compartir íntimamente la vida española, desde las bajas hasta las altas esferas. Nada vale mi opinión ni siquiera citarla jactanciosamente; no obstante, os digo que regreso edificado.

Si aun aquellos que –por inocente buena fe, no pocos; por mala fe, muchísimos; y por ni una ni otra los centenares de hombres que componen esa fauna de indiferentes– juzgan a España a través de nimias y naturales dificultades, de momentáneos inconvenientes de viaje, de caprichos insatisfechos, o de servicios de último modelo que España no puede dar porque el mundo le ha negado, encuentra en ella «signo de contradicción», «piedra de escándalo», y nación con una tarea trascendente que no atinan a definir, ¡cuánto más, nosotros, ecuatorianos arnistas, que hemos bebido en las fuentes más puras de la estirpe, encontraremos en España, «ante todo, una unidad de destino, una realidad histórica, una entidad, verdadera en sí misma, que supo cumplir –y aun tendrá que cumplir– misiones universales!»

Por esto mismo, por hijos suyos y partícipes de su herencia misionera, exigimos de ella un esfuerzo que en idénticas circunstancias ninguno de nuestros pueblos sería capaz de lograr.

La mezquindad universal ha servido para que el genio y el ingenio españoles hallen los caminos y recursos necesarios a España para bastarse a sí misma. El proceso natural de la historia demandaba en el siglo XX que España entrara en una preocupación española, porque todas las crisis españolas han sido el resultado de sus entregamientos. Ya servisteis al mundo, españoles: ya nos disteis una América con genio español; ya debemos, pues, retornar. Acaso os habíamos dado, mal o bien, nuestros productos; faltaban nuestros amores y nuestras ideas, y, así, habéis adquirido, al decir de Jesús Suevos, la categoría de hermana mayor, la categoría de capitana.

No necesitamos venir a España a desenterrar nuestra vena española; la tenemos fecunda e inédita en nuestro propio suelo, en todos los órdenes.

Mas yo quería hacer de estas palabras una despedida, y, la pluma, resistiéndose a este trance, ha hecho de las suyas, con alguna notoria dispersión.

Camaradas, amigos y hermanos de España: al volver a mi Patria –prolongación viva de la vuestra– seguiré trabajando por el logro más completo de nuestros afanes hispánicos, en suma, por nuestro destino. Quedan en España otros camaradas míos; ellos, mejor que yo, más que yo, serán el nexo que nos una. La lírica nos dice que es suficiente alzar los brazos hacia las albas; acercarse a las orillas del mar o subir a las montañas. La realidad es muy otra; así como hemos venido, vendremos siempre; espero y esperamos que vayáis a conocer vuestras tierras y vuestra grandeza.

Si he de deciros «adiós», que este adiós sea un entrañable y enérgico «¡Arriba España!», que arriba está desde que José Antonio grabara en los luceros el nombre sempiterno de vuestra y nuestra grande y libre España.


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