La Hora, semanario de los estudiantes españoles Madrid, 5 de noviembre de 1948 |
II época, número 1 página 1 |
Nosotros, europeos Desde no sabemos exactamente donde –acaso desde el fondo de nuestra conciencia– un viejo e inseparable amigo, que padeció persecución y fue a una guerra lejana y áspera por no dejar de ser europeo, nos escribe: Querido camarada: Una de las cosas en que nuestra época se distingue de las anteriores es por su mayor capacidad analítica. La fenomenología y sus consecuencias (por entre ellas, si quieres, la instrucción del buen existencialismo, el de Heidegger, no el del imbécil de Sartre), la bomba atómica y todo lo demás, son una prueba de ello. Pues bien, esta capacidad disolutoria tiene algo de bueno, nos permite afinar nuestra conciencia y «hacernos cargo» de las cosas hasta tal extremo, que todas las épocas anteriores hasta –y quizá más que otras– las más gloriosas –el Neolítico, las épocas de plenitud griega o china. El Gótico y el Renacimiento– se nos aparecen como pre o inconscientes. Nos parece como si nuestros lejanos antepasados hubiesen inventado la agricultura, escrito los diálogos platónicos o los versos de Li-Po, edificado Sumas y catedrales o erigido San Pedro y El Escorial sin darse bien cuenta de lo que hacían. Pues bien, desde que empieza «nuestro tiempo» (y «nuestro tiempo» empieza, en rigor, con el cogitabundo Descartes o, si lo prefieres, con el mandarín de Koenisberg), nos damos cuenta de lo que hacemos. Y ahora es cuestión de que nos presentemos ante nosotros mismos, con cruda analítica, esta cuestión: ¿Hay Europa? ¿Puede volver a haber? Nosotros, europeos: ¿somos simples sobrevivientes de algo sin sentido? Esas nuevas entidades –mundo anglosajón, hispanidad– ¿quiere significar propiamente el fin de Europa? He aquí algo que no puede dejar de preocuparnos. Mira, camarada, un gran europeo dijo hace años que la política que no sea exigente en sus planteamientos será un torpe aleteo en la superficie de lo mediocre. Fue uno de los primeros –acaso en orden al tiempo, el primero– grandes europeos que murieron, a conciencia, por no dejar de serlo. Ya sabes quién era. Pues él –y esto acaso no lo sepas– se había adherido de joven a un proyecto –ingenuo y utópico; pero de joven se pueden hacer esas cosas, casi se deben hacer– de unidad europea. Y aquí, antes de saber qué hacer como europeos, conviene que nos preguntemos eso –si hay, si puede haber, Europa seriamente–. Sin sentimiento, con eso que otro gran europeo llamaba «pasión fría». Pues bien, lo primero es preguntarnos: ¿Qué es Europa? Europa, no es una expresión geográfica, es un estilo de vida. Dos buenos europeos –un médico español a quien tú y yo llamamos camarada y un aristócrata suizo de alta y cristiana mente– se han esforzado hace poco en averiguar qué es Europa, de la pesquisa del segundo aún no conocemos los resultados, pero en parte pueden ya anticiparse; de la del primero se desprende claramente eso. Europa es, ante todo, un estilo de operación histórica, que se caracteriza principalmente su capacidad universalizadora. España puede y debe hacer suyo cuanto creen los demás y elevarlo a mayor plenitud. Ya se atribuyó esto a un abuelo de Europa, el viejo Platón, cuando dicen que dijo aquello de que los griegos llevaban a plenitud lo que hallaban los bárbaros. Y de esta capacidad integradora y transmutadora se sigue que, en ciertas direcciones, este estilo histórico sea de fecundidad cuantitativa y cualitativa superior a los otros. Y en este sentido Europa existe, sólo que, permite que te diga esto, que acaso no te guste, hoy Europa se puede llama –también– América. Pero el problema que a ti y a mí nos angustia no es sólo ése –aunque ése sea el más importante, y el no pensarlo así sería un nacionalismo continental inadmisible y que los dos únicos grandes pueblos europeos realmente sobrevivientes, el español y el inglés, pueden cometer menos que nadie–, sino otro. ¿Es posible que en su viejo solar continental el estilo de vida histórica europeo pueda vivir, sobrevivir o revivir? Mira, amigo, hacia las ruinas alemanas. Yo he sabido hace poco algo que a muchos acaso no les diga nada, pero que a nosotros nos debe decir mucho. En Alemania, en ese gloriosa campo de ruinas, testimonio de los errores de un pueblo heroico y de la estúpida crueldad de sus enemigos, se ha fundado una nueva Universidad. Y viejas revistas científicas –no creas que dedicadas sólo a la química aplicada o algo así, sino al arte prehistórico y cosas similares– vuelven a publicarse. Mira a Italia tras la oleada de cieno del 43 y la de sangre del 45, con áspera fatiga, otra vez está puesto el trabajo, con amenazas, con interrupciones, pero puesto a trabajar ese pueblo de tan subida inteligencia. Mira los pequeños países, mira el heroico y ascético esfuerzo de recuperación inglés. Y mira cómo en América o en África del Sur, los emigrados –y no los peores los nuestros– aquel sector de emigrados que con más acierto prefieren sumirse en el trabajo en vez de en la nostalgia y el rencor, trabajan y crean. Y mira –acaso no lo sepas– que en Norteamérica –¡en Norteamérica!– ya están pidiendo a voces físicos puros, historiadores y filólogos, filósofos, teólogos, y no sólo héroes de la artesanía como hasta ahora. Si, pues, Europa como estilo histórico no sólo no muere, sino que –fíjate bien en esto– América y África del Sur, Australia y Nueva Zelanda, Filipinas, son cada vez más Europa, y si aun los pueblos que parecían más vencidos, y aún más degradados, muestran en una u otra cosa vocación y fecundidad, pienso que puede y debe haber Europa, y que la habrá; pero pienso, camarada, que ya no habrá Europa sólo –esta estremecida península del Báltico a Finisterre y su adyacencia insular–, sino que habrá, hay ya, en América y Oceanía, en África del Sur también, prolongaciones amplificadas y fecundas, otras Europas, no es la turbiedad esteparia soviética quien relevará a nuestra vieja Europa, será el viejo núcleo europeo continental junto con sus amplificaciones quien hará –junto con los demás, hay China, India, Islam, no lo olvidemos– quien hará la historia. En primer lugar, Europa no ha muerto; en segundo lugar, haya muerto o no, hay las Europas. Querido camarada, yo no sé si tú estás de acuerdo conmigo o no; pero como lo pienso, te lo digo. Y Dios dirá la última palabra. |
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