Filosofía en español 
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cine

Carlos Fernández Cuenca

La decoración en el cinema
Naturaleza real y naturaleza falsa

El principio aristotélico de que el arte es superior a la Naturaleza nunca tuvo tanta efectividad como en el cinematógrafo. El film puede vencer –y las ha vencido muchas veces– las leyes naturales, y la naturaleza creada por la fantasía de artífices extraordinarios del nuevo arte es, a menudo superior a la que habitualmente contemplan nuestros ojos. Porque la Naturaleza –preciso es reconocerlo– resulta en ciertos casos poco fotogénica, y sólo gracias a la atenta y hábil colaboración artística puede incorporarse a la vida de este mundo recién nacido, y ya mayor de edad. (Ejemplo bien elocuente: la necesidad molesta del maquillaje en los artistas; hasta ahora, aun utilizando abundantemente negativo pancromático, no ha sido posible suprimir su uso. Los intentos renovadores no han dado resultados eficaces.)

El cine se ha enriquecido en múltiples ocasiones con bellos paisajes, con trozos maravillosos de Naturaleza real. No hablemos ya de los films informativos y documentales; “Chang”, “Nanuk el esquimal” y “Moana” son obras maestras de este género. Hablemos de las películas corrientes, películas de asunto, y encontraremos en ellas innumerables representaciones del culto a los elementos naturales, significado por una escrupulosa selección de exteriores: recuérdense las visiones marinas de “La fiera del mar”, o los paisajes de nieve de “La montaña sagrada” y del principio de “La quimera del oro”, o los campos agrestes de las cintas de cow-boys elevadas a su máxima categoría en las obras inolvidables de William S. Hart y en “La caravana del Oregón”, de James Cruze.

Pero, a veces, la Naturaleza no basta a satisfacer las exigencias imaginativas de los directores cinematográficos, y entonces se hace precisa la superación o, cuando menos, la creación de una naturaleza especial, fingida por audaces reproducciones o invenciones. ¡Inventar la Naturaleza! ¿Y por qué no? ¿Dónde encontrar, por ejemplo, un paisaje que llenase las necesidades concebidas por Fritz Lang y por su esposa Thea Von Harbou –su escenarista– para desarrollar en él la emocionante escena de la muerte de Sigfredo en “Los Nibelungos”? Ningún bosque de Alemania ni de otro país reunía en determinado espacio todos los elementos precisos para la acción. Y el arte, representado por dos grandes artistas, dio lo que la Naturaleza no podía dar: E. Keitthelut y K. Volbrech abocetaron y construyeron en la Neubabelsberg de la UFA el bosque ideal, realizando uno de los decorados más bellos que registra la historia del cinema.

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El hombre artista –cualquiera que sea su actividad artística– toma de la Naturaleza los elementos de su arte y, disponiéndolos a su modo, hace una naturaleza artística, producto de su visión temperamental. Desde los cíclopes de Miguel Ángel hasta los tapices de Goya, desde los sombríos interiores de Rembrandt hasta la luminosidad mediterránea de Dalí, desde la estatuaria griega hasta las porcelanas del Retiro, desde las figuras hieráticas de Egipto y de Bizancio hasta la no perspectiva de Hokusai y de Utamaro, el artista concibe y realiza su obra con arreglo al mismo principio: tomar de la Naturaleza el modelo, pero interpretarlo según le dicte su espíritu.

En el cine, también. El cine, más que ningún otro arte –no se olvide que es (por excelencia) el arte de la multitud– necesita realidad. Y no importa que esa realidad sea la del dominio de la fantasía. “Si no es, debiera serlo”. Para el alma que alienta en la féerie de “La vendedora de cerillas”, las falsedades ostensiblemente pintadas de sus paisajes son realidad más real que la que pudiera darle la Naturaleza misma.

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Hay veces, en el cinema que la brevedad de las escenas a impresionar no compensa los gastos que originarían largos viajes a fin de hallar el exacto paisaje en la Naturaleza. Entonces se recurre al decorado, como en las primeras escenas de “El precio de la gloria”. Pero otras veces, la necesidad del decorado que substituya a la Naturaleza se impone desde el primer momento –recuérdese “Amanecer”– en todos sus puntos, y también (en otro orden) “Metrópolis”.

Cada asunto cinematográfico –igual que ocurre en la literatura– requiere un estilo especial, que debe aplicarse a sus detalles todos. Y si “Aloma del mar” –exaltación del paisaje– pide la Naturaleza auténtica, en cambio “El gabinete del doctor Caligari” –visión expresionista– ha de exigir el expresionismo decorativo que supieron hallar con tanta fortuna Hermann Warm, Walter Reimond y Walter Rehilig. E igual puede decirse, con las debidas distancias, del alucinante valle de los leprosos de “Ben-Hur”, bella maqueta de Horace Jackson y Ferdinand P. Earle.

Boileau cantó en un verso célebre que

rien n'est beau que le vrai…

pero, siglos después –en 1892– un compatriota suyo afirmaba que, en materia artística, “rien n'est vrai que le faux”. Y parece que al afirmarlo veía ya el inmenso poder, el valor admirable de la falsedad fotogénica, de efectos, mil veces más reales que la realidad misma.

Carlos Fernández Cuenca

San Sebastián, Septiembre de 1928.