La Gaceta Literaria
Madrid, 15 de abril de 1927
 
año I, número 8
página primera

Madrid
meridiano intelectual
de Hispanoamérica
 

Al mismo tiempo que en el «Diálogo de las lenguas» va precisándose nuestro criterio, con referencia a Cataluña y a las demás lenguas peninsulares, interesa especialmente a la gaceta literaria fijar y delimitar su actitud respecto al ángulo específicamente americano de nuestro objetivo triangular. Afirmado ya nuestro iberismo, aludimos ahora a la América de lengua española, a Hispanoamérica, a los intereses intelectuales de aquella magna extensión continental, en su relación directa con España.

Adviértase el cuidado con que evitamos escribir el falso e injustificado nombre de América Latina. Nombre advenedizo que, unas veces por atolondramiento, y otras, por un desliz reprobable –haciendo juego a intereses que son antagónicos de los nuestros–, ha llegado incluso a filtrarse en España. Subrayamos intencionadamente esta previa cuestión del nombre, porque, de su simple análisis y correspondiente crítica, han de brotar algunas de las reflexiones que hoy nos proponemos explanar. No hay, a nuestro juicio, otros nombres lícitos y justificados para designar globalmente –de un modo exacto que selle los tres factores fundamentales: el primitivo origen étnico, la identidad lingüística y su más genuino carácter espiritual– a las jóvenes Repúblicas de habla española, que los de Iberoamérica, Hispanoamérica o América española. Especialmente, cuando se aluda a intereses espirituales, a relaciones literarias, intelectuales o de cultura. Ya que en la América hispanoparlante –he ahí, en rigor, la denominación exacta para estos fines, puesto que los vínculos más fuertes y persistentes no son los raciales, sino los idiomáticos–, puede afirmarse paladinamente que todos los mejores valores de ayer y de hoy –históricos, artísticos, de alta significación cultural–, que no sean españoles, serán autóctonos, aborígenes, pero, en modo alguno, franceses, italianos o sajones.

Eliminemos, pues, de una vez para siempre, en nuestro vocabulario, los espúreos términos de «América Latina» y de «latinoamericanismo». Darlos validez entre nosotros equivaldría a hacernos cómplices inconscientes de las turbias maniobras anexionistas que Francia e Italia vienen realizando respecto a América, so capa de latinismo. Estaríamos, en último caso, conformes con ese latinismo –del que en buena teoría somos indubitables copartícipes– si este aparente lazo étnico abarcase también, como es debido, a España. Pero obsérvese que en el latinismo intelectual que practican nuestras vecinas europeas, España y sus más auténticos exponentes, quedan siempre al margen o haciendo un papel muy borroso y secundario. El latinismo intelectual entraña no menores peligros que la influencia sajona en el plano político, ¡Basta ya, por tanto, de ese latinismo ambiguo y exclusivista! ¡Basta ya de tolerar pasivamente esa merma de nuestro prestigio, esa desviación constante de los intereses intelectuales hispanoamericanos hacia Francia!

Frente a los excesos y errores del latinismo, frente al monopolio galo, frente a la gran imantación que ejerce París cerca de los intelectuales hispanoparlantes tratemos de polarizar su atención, reafirmando la valía de España y el nuevo estado de espíritu que aquí empieza a cristalizar en un hispanoamericanismo extraoficial y eficaz. Frente a la imantación desviada de París, señalemos en nuestra geografía espiritual a Madrid como el más certero punto meridiano, como la más auténtica línea de intersección entre América y España. Madrid: punto convergente del hispanoamericanismo equilibrado, no limitador, no coactivo, generoso y europeo, frente a París: reducto del «latinismo» estrecho, parcial, desdeñoso de todo lo que no gire en torno a su eje. Madrid: o la comprensión leal –una vez desaparecidos los recelos nuestros, contenidas las indiscreciones americanas– y la fraternidad desinteresada, frente a París: o la acogida marginal y la lenta captación neutralizadora...

He ahí las profundas y esenciales diferencias de conducta que separan el latinismo y el panamericanismo del hispanoamericanismo. Mientras que los dos primeros significan, en términos generales pero exactos, el predominio de Francia o de los Estados Unidos, este último no representa la hegemonía de ningún pueblo de habla española, sino la igual de todos. Tanto en la esfera política y social; como en el plano estrictamente intelectual. ¿Qué vale más, qué prefieren los jóvenes espíritus de Hispanoamérica? ¿Ser absorbidos bajo el hechizo de una fácil captación francesa, que llega hasta anular y neutralizar sus mejores virtudes nativas, dejándoles al margen de la auténtica vida nacional, o sentirse identificados con la atmósfera vital de España, que no rebaja y anula su personalidad, sino qué más bien la exalta y potencia en sus mejores expresiones?

Pues ha llegado el momento de manifestar netamente nuestro criterio. No podemos ya contemplar indiferentemente esa constante captación latinista de las juventudes hispanoparlantes, ese cuantioso desfile de estudiantes, escritores y artistas hacia Francia e Italia, eligiendo tales países como centro de sus actividades, sin dignarse apenas tocar en un puerto español, o considerando, todo lo mas, nuestro país como campo de turismo pintoresco. De ahí la necesidad urgente de proponer y exaltar a Madrid, como el meridiano intelectual de Hispanoamérica. A nuestro juicio, las nuevas generaciones de estudiantes e intelectuales debieran romper con la corriente errónea de sus antepasados, apresurándose a penetrar en la atmósfera intelectual de España, seguros de que aquí pueden hallar, no sólo una cordial acogida, sino hasta merecer una atención auténtica –más desinteresada y eficaz que la que encuentran, por ejemplo, en París, representada por media docena de hábiles aprovechadores del «latinismo».

Que nuestro hispanoamericanismo, que el criterio de La Gaceta Literaria, en este punto cardinal de vitalidad expansiva, es absolutamente puro y generoso y no implica hegemonía política o intelectual de ninguna clase, lo evidencia el hecho de que nosotros siempre hemos tendido a considerar el área intelectual americana como una prolongación del área española. Y esto, no por un propósito anexionista reprobable, sino por el deseo de borrar fronteras, de no establecer distingos, de agrupar bajo un mismo común denominador de consideración idéntica toda la producción intelectual en la misma lengua; por el deseo de anular diferencias valoradoras, juzgando con el mismo espíritu personas y obras de aquende y allende el Atlántico.

Esta nivelación de relaciones de países y culturas heterogéneas tiene más importancia y transcendencia, es más revolucionaria de lo que a primera vista parece. Pues presupone la rectificación de un estado de cosas y la instauración de un nuevo espíritu amistoso entre dos mundos fraternos. ¿Para qué engañarnos? Como somos jóvenes y a los jóvenes espíritus hispanoamericanos nos dirigimos, mejor que acudir a las habituales y diplomáticas perífrasis, es hablarnos con valentía y sin rebozos. Creemos que nuestros amigos de allende el Atlántico nos agradecerán un planteamiento sincero de esta vitalísima cuestión, que hoy sólo tenemos espacio para bosquejar. Pues bien, digámoslo claramente: hasta hace poco tiempo la producción intelectual hispanoamericana, no sólo era poco conocida entre nosotros –ya que ninguna publicación, antes de La Gaceta Literaria, recogía sus novedades al día–, sino que hasta sufría cierto descrédito. ¿A qué atribuir esto? Pues no a otra cosa, en gran parte, que a los efectos contraproducentes usados en el sector específicamente literario por los torpes excesos del hispanoamericanismo infausto, que ha venido prevaleciendo hasta hace poco. Banquetes y cachupinadas, tremolar de banderas, fuegos de artificio retórico y disparos de magnesio habían alejado a España –la España intelectual más joven y exigente– de América, en sus valores contemporáneos, en vez de aproximárnoslos.

Además, ¿de qué ha servido tamaño estruendo verbalista, cuál ha sido, en el orden práctico, su utilidad inmediata, si nuestra exportación de libros y revistas a América es muy escasa, en proporción con las cifras que debiera alcanzar, si el libro español, en la mayor parte de Suramérica, no puede competir en precios con el libro francés e italiano; y si, por otra parte, la reciprocidad no existe? Esto es, que sigue dándose el caso de no ser posible encontrar en las librerías españolas, más que, por azar, libros y revistas de América.

He ahí algunos de los puntos concretos cuya resolución es urgente. Si nuestra idea prevalece, si al terminar con el dañino latinismo, hacemos a Madrid meridiano de Hispanoamérica y atraemos hacia España intereses legítimos que nos corresponden, hoy desviados, habremos dado un paso definitivo para hacer real y positivo el leal acercamiento de Hispanoamérica, de sus hombres y de sus libros.

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