Felipe Alaiz
Hoy y mañana
Cualquier tiempo pasado fue peor
Hay dos sentidos de eternidad, si prescindimos de la condenación eterna. El primero se atribuye a un estado de beatitud mortis causa y mediante la conducta previamente sometida a tasa. Los tratados de Moral limitan hasta un mínimum la virtud dadivosa, fijando el tanto por ciento que debe deducirse de un negocio para procurar ese otro negocio de la salud eterna. Ya dijo un santo que si la iglesia exaltaba la caridad, era para que se diera voluntariamente, sin coacciones.
Pero conviene que no seamos demasiado virtuosos. Los deslices se perdonan, y quien fallece después de abonar una pequeña comisión por los millones que deja, sube al cielo con hábito de fraile mendicante, o lo que es igual, de amarillo vago. Es una eternidad relativamente barata.
Otro sentido de eternidad: La conducta del hijo se corresponde con la del padre, y a través de generaciones anteriores y sucesivas, con proyecciones de otras vidas semejantes y coordinadas para intensificar y dilatar actividad social.
La otra es eternidad para después. Esta, de ahora, de antes, de mañana, de los siglos aún remotos, porque se desenvuelve por colaboración incesante de los que se sacrifican todos los días y todas las horas. La otra, premio. Esta, sumando. La otra, de gentes cuyo reino –dicen– no es de este mundo, aunque poseen el mundo. Esta, se refiere concretamente al mundo, a una inmediación, a un esfuerzo constructivo y comprobable. La otra, se promete a cada uno. Esta se da generosamente para todos los hombres. La otra, divaga. Esta, se inhibe con un gesto de trabajo de toda dialéctica sobre lo insondable, porque se trata de cosas que no son insondables y tienen actualidad distinta y menos aplazable que los temas de Ateneo.
Los nuevos tiempos gravitan sobre estos dos sentidos de eternidad. Los deterministas afirman su concepción natural de la vida, a la que dan contenido activo, pasional y frenético, creyendo, además, que lo justo es perfectamente calculable. Frente a ellos, los nebulosos se parapetan en una concepción hospiciana del mundo, incomprensivos de reciprocidad y muy duchos en administrar el Poder ejecutivo, la eternidad para después, y cosas tan sacrosantas como el Banco de España. A veces va un prelado a bendecir un Banco cuando se inaugura, y pronuncia un discurso para decir que la Iglesia no es incompatible con la Banca, lo que ya sospechábamos.
La gendarmería conservadora, ahíta de pragmatismo cotidiano, no cesa de recomendar idealidad. Se comprende el grado de cretinismo que el capitalista o el sarraceno, metidos a sociólogos, suponen en el obrero, cuando le hablan desde un escaparate plebeyo, pomposos y vanos, de que «vanitas vanitatem et omnia vanitas». Como muy finamente advirtió Henry George a León XIII al comentar la encíclica «Rerum novarum», es un poco extraño desdeñar las cosas perecederas al mismo tiempo que se retienen y acrecientan por rapacidad.
Los pobres ya tendrán confort después de muertos de frío o de hambre, o de infecciones de las sombras, que no dejan palpitaciones a la luz y al aire, o de algún accidente en la mina, en el andamio, en el mar, en el contagio. Además, tienen seguros para la vejez, para la invalidez, y al paso que vamos pronto se establecerá otro seguro para la fidelidad conyugal, de suerte que se podrá ser rico y coronado. Los pobres tienen, además, a la virgen de los Desamparados. ¿Qué más quieren?
Una revista apostólica traía este cuento: «En la pradera hay un chicuelo tendido. La libertad del campo, ¡qué amable hace la libertad del mozo bajo el buen sol, a la intemperie! Pero he aquí que un automóvil pasa por la carretera cercana. En el automóvil va otro chicuelo con su padre. ¿Qué dirán ustedes que ocurre? Pues que el chaval del automóvil envidia furiosamente al de la pradera, y éste al que va aposentado en ese aparato de tormento que se llama automóvil. Los dos rapaces desean lo que no tienen, y como tenderse sobre el césped cuesta, céntimo más o menos, lo que un automóvil, los rapaces son un valle de lágrimas. Hay que resignarse y no apetecer placeres tan inasequibles como el que disfruta el sibarita de la pradera. El anacoreta del automóvil es, resueltamente, un desdichado. Con estas cosas de chicos se construye la sociología de los borregatos.»
¡No se advierte en la conclusión del cuento una moraleja fatalista, primaria, cerril? Sería curioso saber lo que haría el autor si le sustrajeran el reloj y se le consolara diciendo que desde los primeros tiempos ha habido ladrones. No se conformaría. Por el contrario, delataría y perseguiría al ladrón. El fatalismo cuaresmero de epítome, prontuario, manual o «vade-mecum», es puramente labial. A la hora de comer, el fatalista–idealista tiene siete bocas. ¡Y es tan cómico predicar idealismo por siente insaciables bocas grasientas!
Los sociólogos de prontuario no creen en la eternidad activa, en el heroísmo de continuidad que ha renovado el mundo por integración del esfuerzo inteligente. Sus puntos de vista son tópicos de trabucaire, beneficencia y eternidad para después del tránsito. Cuando no, endechas a la última década del siglo tal o a los albores del tal otro. Aun quedan espíritus forales que recetan apéndices al Código, como si con azúcar no estuviera peor. Se ve que son hombres de apéndice, anticuarios de curia que desconocen las instituciones populares no escritas, únicas que se conservan, mejoran, perfeccionan y cumplen, sin producir pesetas a los picapleitos. Para tales hombres estampillados, cuya derrota ha decretado la biología, dijo Goethe que el mejor derecho es el que nace con el hombre.
Siempre puede decirse que los sacrificios consumados son menos estériles hoy que ayer. Cualquier tiempo pasado fue peor. Si momentáneamente hay inundación de tinieblas –Rusia zarista, España zarista– no tarda el esfuerzo determinista en el alzar de nuevo y con más vigor su esperanza articulada de cultura y de justicia.
Porque nadie podrá contener la eternidad del perpetuo devenir. Ni siquiera D. Juan Pujol, aunque pida la destrucción de los Sindicatos o diga con un sentimiento profundamente cristiano («El Debate», 11 noviembre) que los sindicalistas no son invulnerables.
A pesar del esquirol, cuya actitud está prevista y descontada, cada aurora trae nuevos alumbramientos. A las glorias percalineras, sucede la gloria de los motores, de los laboratorios y de los surcos. Entramos en el reino de la precisión, cuando tejer bien es más honroso que inscribir tejedores librescos en un poema. Recuérdese que el Dante, para ser ciudadano florentino, entró en un gremio de boticarios, y no rebajó por ellos su persona ni su obra, un poco más digna de atención que los estampidos seminaristas y valóricos del señor Pujol. Los que pidan sangre no tendrán más remedio que contentarse, dentro de poco tiempo, con un modesto suicidio.