Eloy Luis André
Neutralidad y españolismo

La vida espiritual española en el momento presente no puede ser más interesante para el pensador: nuestro mundo intelectual está polarizado entre el siglo XVI y el siglo XVIII, del cual el siglo XIX es una raquítica continuación con ropaje más o menos romántico. Nuestros afectos pierden en profundidad y grandeza lo que ganan en intensidad aparente. La pasión es arrebatadora y frenética en sus predilecciones. Se odia y se ama ciegamente. La simpatía, la piedad y el humor, sentimientos propios de las almas cultivadas, viven respecto de la mentalidad española en destierro. Somos como los atenienses de la decadencia; aquí no hay más que plaza pública, donde charlatanes y grafómanos colocan el específico de la cultura –del cual algún curandero quiso ya mofarse, después de sacarle jugo– entre un público enfermo de la cabeza y del corazón y más o menos necio. Pero lo que más nos entristece es pensar que nuestro pueblo carece de voluntad por ineducación en unos casos y por crisis psicopática en otros, esa crisis, que en nuestras clínicas se llama abulia, es decir, impotencia para querer.
Con este bagaje espiritual asistimos como espectadores y comerciantes a la gran tragedia de la cultura europea, donde un protagonista –el pueblo alemán– y varios antagonistas –los aliados– riñen la tremenda lucha por la cultura, ¡por la cultura, señores intelectuales, por la cultura europea!
El momento presente sería una admirable lección histórica, cuyo fruto se traduciría en ascético recogimiento, si muchos profesionales de la pluma y de la palabra no rompiesen con sofisterías más o menos desinteresadas el silencio augusto de nuestros oídos, ni empañasen la visión serena de los ojos. Pero hay empeño en que el pueblo no se acostumbre a ver, oír y callar, para recogerse en sí mismo, para explorarse. Hay empeño en ejercer en monopolio el sacerdocio de la letra de molde y de la retórica, de la literatura y de la abogacía, únicos valores, que como las heces de un vino en fermentación vienen flotando en España, desde que el nuevo régimen nos quitó la capa y nos puso pantalones. En lucir los pantalones, abusando formas más o menos viriles, nos hemos pasado todo un siglo, embobados ante el espectáculo de la cultura, pero impermeables espiritualmente a ella. Las clases directoras, las clases intelectuales, se dedicaron a comerciar con las ideas europeas o con las españolas ya muertas, ignorando que las ideas son un factor de la conciencia nacional, pero no el único factor, ni el más importante. Por eso nuestro año terrible, reveló en nuestro mundo, en nuestra vida nacional, médicos de oficio y plañideras de profesión, no salvadores efectivos, no conversos, hombres, voluntades. A los diez y siete años, la podre que padecíamos en el brazo que se nos amputó, ganó por infección nuestros pulmones, nuestro cerebro y nuestro corazón. Perdimos aquello por ser unos perdidos y estamos echando a perder ahora esto, la santa casa solariega, a la que por pudor y religioso respeto debíamos consagrar la única virginidad aún no desflorada: el trabajo; porque eso sólo pueden hacerlo los que hasta ahora vivieron en el secular barbecho de la holganza. Es la única virtud de los perezosos.
Por eso, si la historia traducida en instinto de conservación nos dice que hay que estar quietos y callados viendo el drama, ni es prudente ese arrebato de ciertos intelectuales y políticos que nos quieren llevar al coro trágico como carneros, ni es prudente tampoco la resignación miedosa del inocente pajarillo ante la serpiente fascinadora. El espectáculo de la lucha trágica debe despertar en nosotros un ideal trágico, pues sólo imprimiendo grandeza a nuestro pensar, a nuestro sentir y a nuestra vida, acabaremos de una vez con ese impúdico comediaje, de gente que ha perdido la vergüenza y sólo tiene pudor para ponerse la careta.
Y mientras unos cuantos zánganos de colmena zumban para captarse las simpatías de la conciencia nacional –reina eterna aunque aún no nacida–, dediquémosnos los que amamos entrañablemente a España, a preparar su advenimiento, con el corazón lleno de esperanza, de piedad, de temor... más que de temor, de patriótica contrición.
A un lado esos farsantes de la cultura, esas hembras del 98, esos que no quieren ser sabios porque no pueden serlo, lo cual no impide que envidien a los que lo son. A un lado los que fraguan ruidosos prestigios en compadrazgo o conjuras de silencio con obstinación, los que tienen en los labios el nombre de España y en el corazón la afrenta, los que hablan de sinceridad con vulpeja maestría, los extraviadores de conciencias, los parásitos y comensales de un régimen de ficción, los eternos réprobos, que amenazan con la rebeldía, cuando tienen hambre y con la traición cuando tienen sed. A todas esas falsas clases directoras, que llaman cobarde al pueblo cuando es prudente, cuando es neutral y que le llaman temerario cuando es valeroso, hay que volverles las espaldas. Viven de la confianza y del candor más o menos infantil de España.
Para ellos, la neutralidad es un espectro al cual temen volver los ojos para ver con verdad por miedo a ser petrificados, como la mujer de Loth. La neutralidad es la obsesión de esos... europeos. Ayer, cuando el pueblo quería ir o dejarse ir a Marruecos, le predicaban la paz; y hoy que no quiere meterse en aventuras, le predican la guerra. Y la guerra se hace tan odiosa, produce su predicación tanto tedio, que hemos caído en la exageración de la neutralidad, ignorando aquel aforismo: si vis pacem para bellum. Aquí hemos llegado a repugnar hasta la propia defensa, ignorando, que la paz como la libertad, hay que merecerla todos los días. Por ese camino, se llega a la paz eterna, que es la paz de los cadáveres.
¿Cómo es posible conciliar la verdadera neutralidad de España con el más genuino españolismo? No gastando las fuerzas en balde, no convirtiendo la guerra en espectáculo, sino en ejemplo vivificador. Extrayendo de ella el espíritu de vida que encierra, siendo hembras o varones, es decir, teniendo sexo en la función generadora de la cultura humana, porque ser neutrales no es lo mismo que ser neutros. En la obra creadora y fecunda de los eternos valores de la actividad española, hay que sumergirse con denuedo, hay que saber navegar. Quien no tiene confianza en sus fuerzas para luchar con las olas, será juguete y náufrago. La naturaleza nos colocó, como dice Macías Picavea, en un punto del planeta donde todo pueblo que lo habite ni puede estar sordo ni quedarse dormido. Formar una conciencia nacional y nacionalizar la tierra y el espíritu español, luchando contra todas aquellas resistencias, obstáculos o enemigos que tenemos en la propia conciencia histórica, cuyo cauce es preciso descubrir; hacer que una ética basada en imperativos positivos y humanos sea la clave de nuestra vida pública, y el motor religioso y patriótico de nuestras clases directoras el más fervoroso españolismo; pensar que en la historia no hay pueblos muertos con muerte eterna, sino seculares resurrecciones que el trabajo del espíritu creador y vivificante suscita; santificar en el trabajo intenso las horas; sentir con fruición alegre el esfuerzo; hacer que el reposo no sea disipación, ni el ocio privilegio de los ricos, ni don envidiado; bucear en las almas de los pueblos lo que son, pero no para ser lo mismo; creer que para ser eternos no se puede desmayar ni un sólo día; que la cadena de los instantes hay que llenarla con esfuerzos y la tierra solariega con valores, es un ideal de españolismo que nos hará fuertes, ricos y buenos al mismo tiempo... ¿Que más queremos?
Para ser acreedores al respeto hay que ser primero, y ser dando señales de vida. Aquel pueblo que aspira a ser cada vez más, a vivir cada vez mejor, será siempre, si no el más respetado, el más temido. Si para forjar españolismo interpretamos la neutralidad como eunucos, seremos tan culpables como esos cuervos de la europeización que graznan aquí el himno de la guerra, porque de la carnaza del cadáver han vivido siempre.