[ Armando Palacio Valdés ]
El Cardenal González
Era yo un niño de catorce o quince años cuando tuve la buena fortuna de conocer a fray Ceferino González. Me hallaba veraneando con mi familia en Luanco, pueblecillo costero de la provincia de Asturias. Allí cerca, en Candás, estaba fray Ceferino tomando baños, y mi padre, que era su amigo, solía pasear con él por las tardes. Alguna vez me llevaba consigo.
El Cardenal González no era entonces más que un sencillo fraile, pero estaba rodeado de una aureola de sabiduría que a mí me sobrecogía de respeto. En la biblioteca de mi padre figuraba su famoso libro “Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás”, en tres tomos, regalo del autor. Yo lo había hojeado y, aunque no lo comprendía, lo admiraba. Puede figurarse cualquiera qué impresión tan grata me produciría el pasear en compañía de tan gran sabio. Escuchaba sus palabras como las de un oráculo. Algunas de ellas figuran en mi última novela.
No le vi más hasta que fue Obispo, pues aunque estuvo en Laviana con mi padre antes de ser consagrado, me hallaba yo a la sazón en Madrid. Pero cuando ya Obispo de Córdoba vino a visitar su aldea natal, tan próxima a la mía, se detuvo en mi casa de Entralgo unas horas.
Contaba yo entonces veintiún años de edad, frecuentaba el Ateneo de Madrid y aun figuraba un poco en él, puesto que se me había nombrado secretario primero de la “Sección de Ciencias Morales y Políticas”. Por esta razón, sin duda, el Obispo estuvo conmigo un poco más expresivo que con los demás.
Con su brusquedad habitual expresó el deseo de ir a ver el pórtico de la iglesia de la Pola, donde había estudiado latín. Salimos todos a pie y nos encaminamos hacia ese lugar. Fray Ceferino se arregló para llevarme consigo delante. Detrás de nosotros marchaban algunos canónigos, sacerdotes y seglares, entre ellos mi padre. Pronto entendí por qué quería que yo le acompañase. Me acosó a preguntas acerca de las discusiones del Ateneo y de las personas que en él figuraban: Moreno Nieto, Revilla, Perier, el padre Sancha, González Serrano, Montoro. Mostraba un interés muy vivo. Pude fácilmente satisfacer su curiosidad, pues a todos estos oradores conocía y trataba.
Atravesamos el puente de madera sobre el río Nalón, seguimos un trecho por la carretera y ascendimos después penosamente la calzada de Otero, en cuya cima se hallaba en aquella época la iglesia parroquial de la Pola. Al cruzar por delante de ella el Obispo dirigió una mirada al pórtico, y murmuró sordamente:
–Está igual, está igual.
No volví a verle hasta muchos años después, cuando fui a Sevilla y escribí mi novela “La hermana San Sulpicio”. Era Arzobispo y Cardenal. Le encontré más doblado, más encogido, notablemente envejecido, menos brusco y algo distraído y melancólico.
Más de una vez he oído a don Emilio Castelar gloriarse de la parte que tuvo en la exaltación de fray Ceferino a la Sede episcopal de Córdoba. No le faltaba razón. El Cardenal González fue uno de los hombres más notables que produjo España en el siglo XIX. Nadie en nuestra nación ha tenido un conocimiento más perfecto y acabado de la filosofía antigua y moderna. Recuerdo que hallándome una noche en la Cervecería Inglesa con algunos amigos, se acercó a nosotros el doctor Simarro. Venía de visitar como médico al Cardenal, y nos dijo muy serio con su acerado humor satírico:
–Vengo asombrado de que un Obispo conozca perfectamente a todos los escritores contemporáneos.
Fray Ceferino González no fue un místico, mas su fe era profunda; una fe que brotaba a la vez del cerebro y del corazón, la fe más envidiable de todas. Cuando vio acercarse la muerte por el horrible cáncer que concluyó con su vida, me dijeron que su lectura constante era la “Imitación de Cristo”, de Kempis.
Anticipándose a los deseos de aquel incomparable Pontífice que se llamó León XIII, trabajó con todas las fuerzas de su entendimiento por difundir la filosofía de Santo Tomás. Nadie con más seguridad que él buceó por sus profundidades.
Pasan años, pasan siglos, pasan sistemas y el pensamiento del gran santo de Aquino que halló el secreto de dar fundamento racional, incontrovertible a la fe cristiana, aparece cada día más claro y sublime. Y, sin embargo, en alguno de los mármoles de la historia de la filosofía que por ahí corren he visto omitido el nombre mismo de Santo Tomás. ¡Hasta qué punto de extravagancia puede llegar la rabia sectaria!
Tres son las obras principales del Cardenal González: “Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás”, “Historia de la filosofía”, traducida al francés por el padre Pascal, y el tratado de “Filosofía elemental”, que sirve de texto en los seminarios.
Jourdain, Liberatore, Pecci, Ramière, Sanseverino, Vallet, Sertilangue, han escrito con más amenidad, con más brillante estilo acerca de la filosofía de Santo Tomás, pero ninguno con mayor profundidad que nuestro insigne compatriota.
Fray Ceferino González
Hoy hace, precisamente, un siglo que nació, en el pueblecito asturiano de Villoria, el gran Cardenal fray Ceferino González, uno de los mayores prestigios de la Filosofía española.
Religioso ejemplar en España y Filipinas; Prelado en la diócesis cordobesa; Cardenal-Arzobispo de Sevilla y de Toledo, fray Ceferino González fue, además de todo, el precursor en España de la encíclica “Aeterni Patris”, la Carta Magna de la restauración filosófica mundial.
En efecto; los escritos del Cardenal González sobre “Filosofía Elemental”, “Historia de la Filosofía”, “Estudios religiosos, científicos y sociales”, “Estudios sobre la Filosofía de Santo Tomás” y mil otros, repartidos en pastorales, revistas y periódicos, hicieron de él, en frase de Menéndez Pelayo, “el centro del cuadro de los restauradores del Escolasticismo, en el siglo XIX”.
No tan genial como Balmes, pero más adicto que él a la Filosofía Escolástica, fray Ceferino fue preparando eficazmente el medio intelectual de nuestra patria para la aceptación entusiasta de las normas pontificias dictadas por la “Aeterni Patris” y el “Doctoris Angelici”.
Nada extraño que al publicarse en 1879 el aúreo documento de León XIII, tuviese uno de sus primeros comentarios en la “Pastoral sobre la Encíclica Aeterni Patris”, del entonces Obispo de Córdoba.
Una vez más se veía al sabio investigador poniendo al servicio de la tradición y de la autoridad todo el peso incontrastable de su ciencia.
En estos días de confusión ideológica y de rebeldías intelectuales, resulta sobremanera patriótico y educativo alzar los ojos a esta gran figura, símbolo a un tiempo de augusta independencia pensadora y de sumisa humildad cristiana.