Cuba contemporánea Revista mensual
La Habana, enero y febrero 1926
 
año XIV, tomo XL
números 157-158, páginas 41-53

El proyecto de un Congreso Iberoamericano de Intelectuales

I · II · III · IV · V · VI · VII

II
El pensamiento de Bolívar *

Edwin Elmore

Carta abierta al insigne maestro
de la juventud hispanoamericana
don Enrique José Varona{1}

Venerado y generoso Maestro:

Esta vez –después de un lapso en el que no ha descansado mi voluntad– me lleva hacia usted la voz de Rodó el Inolvidable. No he abandonado el proyecto, tan benévolamente acogido por usted, de reunir en un congreso libre a los pensadores de Nuestra América. Y ahora, con motivo de la celebración del centenario de Ayacucho; al disponerme a escribir una defensa de la idea –desgraciadamente, maestro, aún requieren defensa estas ideas entre nosotros– encuentro por un feliz azar (diríase providencial) la carta de mayo 7 de 1900 donde el gran uruguayo le decía:

«Tengo, además, otro propósito al remitirle a usted mi Ariel. Es, éste, libro de propaganda, de combate, de ideas. He querido proponer en sus páginas, a la juventud de la América Latina, una “profesión de fe”, que ella puede hacer suya. Me han inspirado, para hacerlo, dos sentimientos principales: mi amor vehemente por la vida de la Inteligencia y dentro de ella por la vida del Arte, que me lleva a combatir ciertas tendencias utilitarias e igualitarias; y mi pasión de raza, mi pasión de Latino, que me impulsa a sostener la necesidad de que mantengamos en nuestros pueblos lo fundamental en su carácter colectivo, contra toda aspiración absorbente e invasora.

Usted –agrega después Rodó en esa carta llena de emoción sencilla y noble– puede ser, en realidad, el Próspero de mi libro. Los discípulos nos agrupamos alrededor de usted para escucharle como los discípulos de Próspero.»

Ha llegado el momento de conferir a los anhelos de Rodó la parte de realización de que hasta hoy han estado privados. [42] Ariel ha sido, como él lo deseara, «una bandera para la juventud hispanoamericana». Pero esa juventud que supo hacer de Ariel un gallardo y nobilísimo pendón, es madurez ya; y como tal anhela dejar plasmada en obra definitiva y firme la substancia inefable que instigó sus inquietudes moceriles. La genial y maravillosa obra de arquitectura espiritual bosquejaba en Ariel no se ha iniciado; no ha sido bautizada ni reconocida exprofesamente en un Concilio autorizado y solemne de la Nueva Raza. Y he aquí que la celebración del Centenario de la gran batalla de Ayacucho nos conduce a la realización de tan significativo y trascendente acto. En este sentido hemos trabajado con ahínco algunos hombres despojados «de todo lo que el mundo llama valor»... Tal vez aún estamos lejos de la entrevista meta, mas nos sentimos con aliento suficiente para ultrapasarla. Y a exponerle nuestros esfuerzos y las convicciones en que se inspiran se contrae esta carta que quisiera ya llevarle la certeza de que pronto hemos de «agruparnos alrededor de usted para escucharle como los discípulos de Próspero».

* * *

A los iniciadores de esta idea sencillísima de reunir en un congreso fraternal a los pensadores de Nuestra América se nos pregunta con frecuencia qué finalidad tendría la reunión deseada. Hay quienes no sólo preguntan; hay quienes oponen al proyecto objeciones más o menos atendibles.

Esa actitud ya escéptica, ya pesimista; ya meramente obstruccionista de quienes no han tenido la suerte de recoger en los ojos un reflejo de la luz profética de que estaban llenos los mensajes del maestro, sorprende de pronto a las inteligencias que se han formado al calor y al resplandor inefables de esa luz. Mas, si no existieran ese escepticismo, ese pesimismo y ese espíritu obstruccionista, no sería necesaria la organización del apostolado (aunque parezcan contradictorios estos términos) que ahora propugnamos.

Se explica la actitud de los escépticos sinceros (a las objeciones insinceras no les hacemos el honor de ser consideradas) después de tantos años de absoluto desconcierto. Cierta fuerza [43] de inercia mental induce –aun a hombres de reconocida perspicacia como don Leopoldo Lugones– que «siempre será así» mientras no aprendamos a disciplinarnos cada uno aisladamente, es decir, pueblo por pueblo. A nada conduciría, en efecto una unión de desconciertos. Pero ¿no es evidente la falsedad de ese argumento si se mira que, en realidad, el desconcierto proviene precisamente de la no existencia interior del órgano cuya eficacia pretende negarse a priori? Se ha ensayado hasta el cansancio, es verdad, con casi nulos resultados, el método de las conferencias. Las de Europa han sido sólo fracasos estruendosos. Las de América... mal nacidas, no han sido –a pesar de eso– tan inútiles. Las únicas conferencias que no se han llegado a realizar son precisamente aquellas que por su propia índole y tendencias tenían poco menos que descontado el éxito feliz: las conferencias hispanoamericanas o latinoamericanas, no oficiales.

El famoso proyecto de Bolívar, tan magistralmente comentado por Monteagudo en su Ensayo sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización, lleva un siglo de postergación. La torpe política de aislamiento en que hemos vivido desde los primeros fracasos del plan ideado por Bolívar sería inexcusable e imperdonable si no pudiera señalarse como causas atenuantes las intrigas lugareñas y las ocultas influencias europeas. De todos modos ¿cómo explicarse, sin sentir conatos de ira contra la ceguera reinante, la apatía y la indiferencia de nuestros estadistas, diplomáticos y publicistas para con todo lo que al plan de Bolívar se refiere desde 1825 hasta la iniciación de los Congresos panamericanos provocada por Blaine? ¿Cómo ha sido posible aceptar lógicamente la conveniencia y la utilidad de los congresos panamericanos al mismo tiempo que se miraba con negligencia, si no con desdén, la idea de la unión latinoamericana? ¿Qué causas extrañas concurrieron para extraviar el criterio político de nuestros dirigentes hasta el extremo de que hacia 1862 quedasen paralizadas las gestiones tendientes a la unificación y armonía? ¿Qué extraña locura mantuvo señeros y aislados a nuestras gobiernos y nuestros pueblos, entregados al régimen de los egoísmos y las rivalidades más torpes, hasta culminar en el crimen imperdonable del 79? [44] ¿Hubiera sido posible esa guerra infame y miserable si el plan de una Liga de los pueblos latinoamericanos hubiera seguido siquiera discutiéndose? ¿Porqué bastó la negativa del ministro argentino Elizalde a suscribir un tratado para paralizar las negociaciones cuya utilidad, en forma más amplia y general, él mismo reconocía al contestar la nota de propuesta del Plenipotenciario peruano Buenaventura Seoane? ¿Qué miopía predominaba entonces en las inteligencias que impedía ver la necesidad de esa «alianza moral, no política, de estos pueblos identificados en intereses y en esperanza», a que se refería el ministro colombiano señor Ancizar en nota dirigida a su colega costarricense con fecha de junio 6 de 1862?...

Pero, en fin, no vamos a hacer la historia lamentable de los fracasos. Intentamos, más bien, enderezar los rumbos.

¿Qué lo impide? ¿Qué obstáculos ha ido acumulando la increíble ineptitud política de los hombres de las décadas pasadas en el camino hacia la unión bellamente concebida por Bolívar y que hoy tan fervorosamente sienten las nuevas generaciones? Ya tenemos por delante innumerables intereses con sus cortejos de mala fe y de intrigas. Mas para nuestro proyecto, para el primer paso que intentamos dar en el gran camino, ningún obstáculo de los actuales, resulta insuperable.

Dentro de los estrechos límites a que nos reduce esta carta –que no intenta por cierto llevar al espíritu del gran maestro convicciones y conceptos en los que es inmensamente rico– examinemos la situación actual de nuestros pueblos frente a los embolismos de la vida internacional europea, embolismos en los que quieran o no reconocerlo oficialmente los norteamericanos están vitalmente comprometidos.

Ya desde fines del siglo XIX podía presentarse esquemáticamente el desplazamiento de los centros progresivos del esfuerzo cultural y civilizador, diciendo que si en el siglo XVIII el lábaro de la civilización occidental había pasado de Europa a Norte América, todo indicaba que en el siglo XX éste pasaría a conferir grandeza y dignidad y significación universal a los pueblos del Sur. No otra interpretación puede darse a las elocuentes y magistrales manifestaciones de Sáenz Peña y otros delegados [45] hispanoamericanos en las primeras deliberaciones producidas por la desviación yanquilandesa del ideal bolivariano. Si desde hace treinta y cinco años la diferenciación y el distanciamiento cultural e institucional entre el grupo del Norte y el del Sur era evidente, aun prescindiendo de las cuestiones de raza, idioma, cultos y tradiciones; ¡cuanto más real y profunda es la diversificación producida por el desarrollo político, económico e industrial de los últimos años, cuyas escorias ha puesto a flote el crisol de la guerra! Los últimos acontecimientos de la historia universal han incorporado para siempre –si no lo remedia la potente reacción progresivista que encabeza La Follette –la tierra de Lincoln, Lowell y Emerson al ciclo o régimen de las potencias arbitrarias, ese conglomerado amorfo y caótico de intereses y pasiones en discordia cuya ciega ferocidad patentizó, a través de las vestiduras y falsas dignidades de un concepto de civilización que fracasaba, el bestial conflicto de 1914, baldón que llevarán eternamente sobre su frente los hombres representativos del oficialismo de los primeros años de este siglo. Tarde han empezado ellos a despertar con Nitti y otros de la trágica pesadilla de los megalomaníacos en que sumió al mundo la morbosa ambición de Guillermo II, vértice apasionado de un error materialista que no fue, ni con mucho, exclusivamente germánico, sino del que antes bien, participaron los «defensores de la civilización y del derecho». Tarde han empezado a reaccionar ellos, y muchas señales de los tiempos parecen anunciar una nueva y siniestra persistencia en el error. Mientras tanto ¿acertamos nosotros a definir la disidencia que se impone?

* * *

Bolívar instaba con vehemencia, en la primera circular de invitación al Congreso de Panamá (diciembre 7 de 1824, es decir tres días después de Ayacucho) a la aceptación del plan.

«Diferir por más tiempo la asamblea general de los Plenipotenciarios de las Repúblicas que de hecho están ya confederadas, hasta que [46] se verifique la accesión de las demás, sería privarnos de las ventajas que produciría aquella asamblea desde su instalación,»

decía el genial Libertador. Y añadía:

«Estas ventajas se aumentan prodigiosamente si se contempla el cuadro que ofrece el mundo político y muy particularmente el continente europeo.»

Si eso decía hace cien años el egregio caraqueño ¿imaginamos lo que diría contemplando la situación actual? El abate de Pradt declaraba entonces que los siglos no presenciarían «un espectáculo más digno de la civilización que el del Congreso Americano.» ¿Por qué han carecido de esa dignidad y de esa grandeza los congresos panamericanos?... No entraremos a hacer un prolijo examen de los orígenes y el desarrollo de esas asambleas cuyo valor y cuya significación como medio de acercamiento entre los pueblos de nuestro hemisferio han sido debidamente apreciadas por críticos autorizados y confrontadas por los hechos mismos. A este respecto, permítanos el querido maestro recordar solamente las palabras de Mr. David A. Wells citadas por el Herald de Nueva York (febrero 9, 1887) a propósito de una proposición semejante a la de Blaine para reunir una conferencia internacional americana en Washington, debida al diputado Mc. Creacy. Según Mr. Wells –escribe el Herald:

«the whole history of our dealings with our sister republics is the history of a big bully dealing with weak and defenceless neighbors in a spirit of narrow and shameless selfishness.»

El Herald comentaba:

«Mr. Wells is right, and it results that the people of our «sister republic» think of us not with love or confidence, but with aprehension of our designs and a prayer that we may leave them alone.»

Las Novedades, órgano de publicidad hispanoamericano que se editaba en New York por esos años, reproducía otro fragmento bastante significativo de lo que según el Herald, podían contestar a la invitación norteamericana «todos los hombres de Estado de [47] Sur y Centro América»: «Caballeros del Congreso de los Estados Unidos –dirían los supuestos hombres de Estado–: ustedes se han negado por varios años a poner en vigor el tratado de comercio con México (la historia se repite: recuérdese el incidente gallardamente promovido por el delegado centroamericano señor Alvarado Quiroz en la Conferencia de Santiago); han echado ustedes a un lado otros tratados de comercio propuestos con algunos Estados centroamericanos; ha desechado asimismo ese Congreso otro tratado para construir un canal que hubiera servido más que cien conferencias para unir nuestros pueblos y nuestro comercio a los de esa nación; han vuelto ustedes la espalda a toda tendencia o proyecto encaminados a estrechar las relaciones comerciales con uno cualquiera de nosotros; sólo nos acordamos del interés que demostraron ustedes por nosotros, a quienes llaman las repúblicas hermanas, por su constante negativa a tratarnos de una manera fraternal; y sobre todo tenemos presentes los esfuerzos de Mr. Blaine para ponernos a la greña, y su majestuoso papel de arbitro no solicitado entre Chile y el Perú, entre Guatemala y México, llevando como suelen hacerlo los mediadores a quienes nadie llama, un garrote en la mano para imponer su mediación a nuestras naciones más débiles que la suya.» Bajo semejantes auspicios y en tal estado de ánimo de nuestros pueblos se inició la corriente del panamericanismo. El éxito de la intervención norteamericana solicitada o no en el momento de firmarse la paz entre el Perú y Chile lo estamos palpando... Pero, en fin, tampoco es nuestro objeto, por ahora, hacer un balance entre los daños y los beneficios (que no sería noble desconocer) producidos a nuestros pueblos por la diplomacia norteamericana. Ahora sólo nos interesa justificar el carácter exclusivamente iberoamericano o latinoamericano si se quiere, de las reuniones proyectadas, y para eso no es necesario hacer la crítica del panamericano, que por sí sola se evidencia.

La necesidad primordial nuestra, ahora, es la definición de nuestra fisonomía general como grupo de pueblos conscientes de su homogeneidad y de su común destino. Tal vez la objeción más aguda que pueda hacerse al panamericanismo es que nos desvía y nos desorienta desde ese punto de vista, resultando, por lo menos, [48] prematuro en sus determinaciones y consejos. De todos modos, lógicamente, como ya lo hemos indicado, no puede objetarse actividad alguna de latino-americanismo, si se aceptan como buenas las minuciosas y pedestres gestiones que se hacen a título del ideal panamericano planteado, en tan diversas circunstancias y con visión tanto más elevada y generosa, por nuestro Libertador. Lo único que ha podido deslumbrar a nuestros diplomáticos y hombres de Estado, hasta el extremo de consentir que se pusiera a nuestros pueblos en condiciones de manifestar subalternidad respecto a los Estados Unidos, ha sido el fenómeno portentoso del desarrollo material de esa gran nación, el éxito estupendo de sus instituciones y de sus hombres y la tenaz política seguida por muchos de los gobernantes y publicistas más influyentes de ese país a fin de subyugamos, haciéndonos olvidar, ante el espectáculo de su preponderancia única en la historia, el valor distinto y fundamental de nuestro aporte, también único e inalienable a la cultura de la especie humana.

Se trata, pues, no de discutir, sino de declarar o mejor dicho proclamar y mantener, el derecho y la voluntad que nos asisten para cultivar nuestra independencia y nuestra personalidad colectivas. Se trata de caracterizar, definir y erigir en perentoria soberanía la conciencia clara e ilustrada –ya felizmente existente aunque difusa– de la misión histórica y cultural de nuestra América que nada tiene de común con el «destino manifiesto» de los prepotentes Estados Unidos que arrebataron Texas y California a México y Panamá a Colombia, para no referimos sino a la depredación de territorios...

En el momento de asumir esa actitud –ya con el retardo, por algunas razones, tal vez conveniente de un siglo– ¿cuál es el espectáculo del mundo?... No intentaremos bosquejar siquiera el cuadro. Observemos, no más, como en el preciso instante en que escribimos, después de los horrores sangrientos de la guerra y de los horrores no menos cruentos y acaso más miserables de la post-guerra, las fuerzas espirituales, las fuerzas creadoras y constructivas, los elementos de organización y de ennoblecimiento de la vida, se hallan en notoria minoría e indefensas ante el desencadenamiento de los factores de destrucción y de desorden. [49] Las mismas organizaciones ideadas, en momentos de desesperación, a fin de afrontar la tremenda crisis que atravesamos, llevan en su seno los gérmenes del mal que intentan combatir. Así como la orientación panamericana olvida con demasiada frecuencia las normas, las conveniencias y los principios verdaderos de una efectiva y sincera solidaridad continental; la hermosa creación de Wilson, la Liga de las Naciones, ha carecido desde sus orígenes, de los caracteres y requisitos indispensables que le hubieran conferido el sello inequívoco de esa solidaridad humana en la que aún algunos pertinaces utopistas insistimos en creer.

Por eso nosotros, los jóvenes americanos que aspiramos sólo a ser los discípulos de los discípulos de Próspero, anhelamos con vehemencia la creación de un núcleo de deliberación, propaganda y acción armónica que preste a nuestras convicciones el apoyo moral de que hoy se hallan huérfanos. Ese núcleo no puede constituirse bajo la égida de la Unión Panamericana ni bajo los auspicios de la Liga de las Naciones, porque ninguna de estas dos instituciones reúne las condiciones ni las excelencias que el criterio, desapasionado y sereno pero claro y firme, de las nuevas generaciones, considera indispensables. Sin dejar de reconocer los beneficios parciales, y limitados por circunstancia que no es del caso señalar, que tanto la Liga como la Unión han producido, nosotros contemplamos la urgente necesidad de estudiar cuestiones y resolver problemas exclusivamente nuestros y para los cuales ni la Unión ni la Liga resultan ser instrumentos adecuados. ¿Por qué no ha de poder crearse, al margen y por encima de todo prurito de patriotería hispánica, una institución permanente de estudios políticos, sociales, internacionales, &c., destinada a contemplar sistemáticamente y desde puntos de vista doctrinarios y elevados los problemas de nuestro complejo proceso de civilización? ¿No sería este instituto, forum o asamblea, un complemento, al par de la Liga y de la Unión? ¿Qué razones influyeron para que se nos condene a ese eterno desconcierto y esa eterna desvinculación moral y cultural en que hemos vivido después de los milagros de nuestra guerra de independencia? Aun desde el punto de vista de ese oficialismo neutro e ignaro de nuestras mesocracias ¿qué obstáculos insuperables se oponen a la [50] creación de ese forum de la raza? La razón geográfica del panamericanismo ¿ha de primar sobre las razones espirituales del paniberismo? ¿puede olvidarse, al considerar estas cuestiones, el infinito número de factores y circunstancias de diversa índole que unen a los pueblos de origen hispano-portugués entre sí al par que les alejan del grupo de naciones mercantiles y bélico industriales que amalgamó la guerra de 1914? ¿pretende ignorarse ahora que de haber existido, no ya una liga política, ni una federación efectiva de nuestras naciones, sino siquiera una cordial inteligencia entre nuestros gobernantes las absurdas actitudes producidas entre nosotros ante el conflicto de las oligarquías plutocráticas no se hubieran producido?

Mientras la humanidad sigue gimiendo bajo el régimen de estériles rivalidades de naciones dominadas por camarillas ineptas de políticos que supeditan el interés humano al de su clan; mientras el latente estado de guerra civil que reina en todos los pueblos de la tierra y el inminente peligro de una conflagración universal amenaza sumergir en una nueva ola de sangre las creaciones más bellas del espíritu humano ¿puede nuestra actitud de colectividades jóvenes e independientes ser la de la pasividad de quien espera que el incendio llegue a su casa para echar sus muebles a la calle? ¿No es en la América nuestra donde la Inteligencia está llamada a edificar la nueva Domus Aurea de atormentado espíritu del hombre?

A este respecto está muy bien la creación del Comité de Cooperación Intelectual creado por la Liga, y de él, indudablemente, tenemos mucho que esperar. Pero, entre las muchas anomalías de su constitución y modo de funcionamiento que en su corto período de existencia ha dado a conocer, permítasenos observar, a quienes vivimos igualmente alejados de las oligarquías contumaces de Europa y de las mediocres del oficialismo hispano americano, la muy notable de contraer su acción, sus estudios y sus propagandas a reducidísimos sectores de las grandes cuestiones y los grandes problemas de la humanidad contemporánea. Entre otras «cosas», es extraño, en verdad, que una comisión constituida por personalidades como las de Bergson y Einstein, madame Curie y Milliken, la señorita Bonnevie y Mr. Murray, [51] Torres Quevedo y Sir J. C. Bose, De Castro y Leopoldo Lugones, constriña su atención en lo relativo a los grandes problemas hasta el punto (y nos referimos a un caso solamente porque el programa del C. I. C. I. y sus diversas iniciativas no han tenido la difusión suficiente para llegar hasta nosotros) de constituirse en oficina de investigaciones periodísticas delegadas a la buena voluntad y a la buena fe de empleados subalternos y –esto es lo más grave– abandonadas al criterio parcial, cuando no estúpido de los «representantes oficiales» de la cultura contemporánea. Hay que conocer la diatriba, ponderada y serena, pero no por eso menos severa y luminosa, que ha escrito últimamente Bertrand Russell contra el espíritu de las propagandas oficiales (Free Thougth and Official Propaganda, B. W. Huebsch, New York, 1922) para darse cuenta de lo que esta lamentable desviación significa. Es indudable que los eminentes miembros del Comité de Cooperación no han de cometer la ingenuidad (aunque tratándose de sabios especialistas en investigaciones propicias al candor todo cabe esperarse) de confiar en datos aportados por informaciones de esa especie; pero la modesta interpretación que han dado de su cometido los sabios designados por la Liga para realizar tan alto fin como es el de la cooperación intelectual, es evidente si se atiende a otros procedimientos adoptados. La liga misma estaba en crisis, como ha estado desde que nació, ya por culpa de unos, ya por culpa de otros, cuando se creó el Comité; y la condición de inferioridad efectiva en que la colocaron sus organizadores (que por otros conceptos no podían desconocer su trascendencia), está demostrada por la indigencia de medios que ha padecido. Esto es tan cierto que, según el conocido cronista Corpus Barga, toda la fuerza dialéctica de Bergson no pudo obtener en el presupuesto de la Sociedad de las Naciones más que 15.000 francos para el C. I. C. I. ¡Para las disputas todo, para la inteligencia universal... 15.000 francos! Esta aflictiva situación, elocuente de suyo, trajo por consecuencia algo más grave (a lo que me he referido en carta a nuestro común amigo y compañero en esta gestión): el gran filósofo no podía resignarse a esa miseria; hizo un llamamiento directo y general «a la generosidad de los Estados», con el único resultado (que se sepa) de [52] que el señor Albert, Ministro de Instrucción Pública en Francia ofreciera en nombre de la República Francesa, la creación de un Instituto de Cooperación Intelectual con sede en París.. Aún más –si no nos engañan nuestros datos– al hacer el ofrecimiento el funcionario francés hacia hincapié en la descontada y necesaria preponderancia del elemento francés en la organización del referido Instituto... Con todo esto ¿a qué quedaría reducida la gran obra de cooperación intelectual iniciada a la hora undécima por la Liga?... Razón tenía Einstein al negarse a esa especie de cooperaciones; cedió y he ahí el fruto.

Nosotros, en el morbo de nuestro individualismo anárquico, seguimos tascando malamente los frenos y soportando las falsas riendas y las fustas de los cocheros imperiales del Norte... ¡qué soberbia caballada para los aurigas de Sam!... ¡Ellos inventan la Liga y la abandonan para entregarse al cálculo de los intereses de sus créditos de guerra; para solidaridades, a ellos les basta con la de los caballos uncidos a su carro!... ¡Dóciles aunque briosos!... ¿Hasta cuando?

* * *

Maestro querido y venerado: sepa usted por medio de uno de los voceros más modestos de las generaciones nuevas, que no se nos cae el eslabón de entre las manos: tenemos demasiado cerca su ejemplo... ¿Saltará alguna vez la chispa redentora?

Va con esta larga epístola, cuya torpeza verbal y cuyas deficiencias de todo orden usted disimulará con su habitual benevolencia, un ejemplar de mi ensayo titulado El Nuevo Ayacucho que trata de tópicos no distantes de los que aquí he tocado. Próximamente informaremos a usted, mediante nuestros queridos compañeros de La Habana, de lo que aquí hemos hecho en pro de nuestra iniciativa –que ya puede decirse que marcha– con ocasión de las fiestas del Centenario. Desde luego, podemos adelantarle la buena nueva de contar con la adhesión a la idea de muchos espíritus preclaros. Mientras tanto, reciba usted los más cordiales votos que por su salud y bienestar hace su fervoroso admirador y amigo.

Edwin Elmore.

Miraflores (Perú), Dic. 16 de 1924.

A esta carta contestó Enrique José Varona en los siguientes términos que merecen ser meditados y recordados:

Señor don Edwin Elmore. Lima.

Mi muy estimado amigo:

La alta visión de las necesidades de la América Latina, que me inspira su noble carta de 16 del pasado diciembre, merece mi adhesión más completa. Es obra digna de Uds., juventud que respira aires de renovación y se dispone a vivir mejor vida de la que nos ha tocado a nosotros. Pues nosotros tuvimos que rozar nuestras tierras, para que manos libres arrojen la simiente. Uds. deben ser dignos, y lo serán de la época que alborea. Uds. deben ver y apresurar el final derrumbe de esta fábrica de iniquidad donde han vegetado los parias, para que se pavoneen los audaces.

No me toca a mí, hombre todavía del pasado, augurar las futuras construcciones; no me toca, porque no acierto a concebirla en su necesaria totalidad. Toca a los que vienen, a los que apremian, a los que anhelan ser hombres libres en medio de hombres libres. Mientras haya un esclavo en virtud de la organización económica, o de la máquina política, o de la estructura judicial, o de la composición familiar, o de la tupida red de las costumbres, no se habrá realizado la verdadera asociación. Voy a dar una fórmula, y llámenla utópica cuantos quieran: Mientras haya un soldado no existirá la libertad.

Si es imposible que el ciudadano se desarme, la vida cívica es una ficción monstruosa. He allí el principio de vuestra enorme tarea, fundadores del mañana.

Soy, con la mayor simpatía, su amigo y servidor.

Enrique José Varona.

Habana, 9 de enero, de 1925.

 
——

{*} Revista Nosotros, de Buenos Aires. Número de febrero de 1925.

{1} Con esta carta abierta a Enrique José Varona, que tiene el carácter de un manifiesto, propicia el escritor peruano Edwin Elmore, la realización, a un siglo de distancia, del proyecto gigantesco de Bolívar, de federar los estados hispano-americanos. Titúlase la carta de Edwin Elmore, El Comité Internacional de Cooperación Intelectual y El Congreso Libre de Intelectuales Latino-Americanos.

Imprima esta pagina Informa de esta pagina por correo

www.filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2010 www.filosofia.org
Congreso Iberoamericano de Intelectuales · Edwin Elmore
1920-1929
Hemeroteca