Cuba contemporánea Revista mensual
La Habana, enero y febrero 1926
 
año XIV, tomo XL
números 157-158, páginas 36-40

El proyecto de un Congreso Iberoamericano de Intelectuales

I · II · III · IV · V · VI · VII

En los actuales momentos, cuando todavía se comenta y se deplora en toda la América la trágica desaparición, en plena juventud, del brillante escritor peruano Edwin Elmore, abatido a balazos recientemente por el gran poeta Santos Chocano, cuya celebridad como bardo se va eclipsando bajo las sombras que proyectan sobre su personalidad varios hechos criminales y delictuosos, Cuba Contemporánea estima oportuno y de gran interés recoger en sus páginas todos los datos, antecedentes, documentos y cartas –en su mayor parte inéditos– relacionados con la celebración del Congreso Iberoamericano de Intelectuales que, por iniciativa del malogrado Elmore, iba a efectuarse en La Habana con la cooperación de casi todas las más ilustres personalidades hispanoamericanas, y que la muerte de su entusiasta organizador ha hecho que se posponga por tiempo indeterminado, acaso indefinidamente, frustrándose así, a consecuencia de un crimen vulgar, la realización de un loable propósito de acercamiento intelectual entre los más insignes pensadores y escritores de habla castellana.

I
Trabajos preparatorios del Congreso

Una carta de Edwin Elmore

A bordo del «Oriana».

Alta mar, agosto 12 de 1924.

Señor Emilio Roig de Leuchsenring. Habana.

Mi querido amigo:
 
Le ofrecí a ud. escribir algo durante mi gira por Europa, y ya ve ud. cómo solo ahora, presintiendo el hálito de nuestras tierras sobre las inmensas soledades del Atlántico, a mi regreso lo hago. Y es que después del prolongado letargo que, por razones que no es del caso señalar, ha sufrido mi espíritu, vacilo un poco antes de volver a intentar [37] tejer una tela, por humilde y débil que sea, con el hilo de mis ideas.

Entre las ideas que venía cultivando, mal que bien, antes de que se abriera en mi vida intelectual el paréntesis a que me refiero, tal vez la que yo más quería era la idea de cohesionar y homogeneizar, en lo posible, el pensamiento de nuestros intelectuales de nota. A mi paso por la Habana le hablé a ud. de esta preocupación mía, acerca de la cuál le había escrito al gran maestro Varona. El proyecto de reunir en un ágape de entusiasmo y de fe a nuestros hombres más distinguidos por la riqueza y la generosidad de su intelecto, fue bien acogido por un grupo muy selecto de Habaneros, como antes había sido recibido por hombres como Vasconcelos y Sanin Cano. Diversas cartas y notas periodísticas se han producido hasta ahora en torno a esa iniciativa, pero aún no puede decirse que ha cuajado.

Volviendo a las andadas –esta vez con más fundadas esperanzas de alcanzar un resultado positivo– quiero ahora referirle algo de las impresiones que he tenido, en relación con esa idea al proponerla personalmente a la consideración de algunos de los hombres de pensamiento que habíamos juzgado dignos de participar de ese «banquete».

Son, en efecto, dignos de ese banquete Unamuno, Francisco García Calderón, Leopoldo Lugones y Eduardo Ortega y Gasset, a quienes un feliz azar me ha permitido ver; y como ellos tantos otros que, a pesar del vigor de su inteligencia y de la dignidad de su actitud, no logran imprimirles, por su aislamiento, la más ligera huella de sus designios o aspiraciones o ideales a los acontecimientos y las cosas que hoy se precipitan en nuestro continente y fuera de él, alejándonos cada vez más de la ruta anhelada.

El caso es que solo en París, y ya al terminar mi viaje, tuve oportunidad de hablar de nuestro asunto, medio desvanecido en mi mente entre las evocaciones y los recuerdos suscitados por los paisajes, galerías y museos. Por carta –pues se hallaba en Les Salles, donde después fui a verle–Francisco García Calderón me dio la gran noticia de que Unamuno acaba de llegar a París acompañado por Dumay, el director de Le Quotidien, que había [38] emprendido un viaje especial para arrancar de las débiles garras de los cernícalos del Directorio presa tan noble. Averigüé pronto el paradero del maestro, muy cercano a mi hotel, y en seguida fui a verle. Al llegar yo, le esperaba en su cuarto Eduardo Ortega y Gasset, cayendo luego otros visitantes. Aunque casi no había modo de poder hablar largo y tranquilamente con don Miguel, pues llovían las visitas, mediante una cita especial le consulté mi tema. El maestro, como podrá ud. suponer, no requirió explicación ninguna, y comprendió al instante los alcances de la idea y su inmediata utilidad, y hasta puedo afirmar que, de permitírselo la premura de los brevísimos días que pasaba en París (teniendo que concurrir a los agasajos que se le hicieron), le hubiera dedicado parte de su infatigable entusiasmo. Hube de conformarme con su declaración –y es bastante por cierto– de hallarse dispuesto a concurrir a la reunión, si por ventura llegase a realizarse, ¡oh esperanza de poder convocarla un día en esa encantadora Habana!... Y, a propósito: Unamuno me dijo que tal vez sería esa la sede más conveniente.

Después –y esta vez por Ventura– supe que Lugones se encontraba en el hotel Regina. Con el recio publicista bonaerense pude hablar una hora larga. Venía de Ginebra, donde trabaja en la oficina de cooperación intelectual creada por la Liga. Y, es curioso: este conspicuo miembro de un instituto formado –al parecer– para fomentar la mejor inteligencia entre todos los pueblos de la tierra, se mostró, si no por completo, casi del todo escéptico en cuanto a la idea de una posible organización hacia la práctica del «pensamiento hispanoamericano», ente cuya existencia o por lo menos cuya eficacia él pone en duda... Sin embargo, al final de nuestra charla quedaron absueltas los objeciones que él opuso al proyecto, si bien desde ahora puede adelantarse que su actitud sería negativa en el congreso. De todos modos –y él lo reconoció– sus opiniones serían muy interesantes por el hecho mismo de contrastar con el entusiasmo, a veces demasiado lírico y retórico, de los panhispanistas, que –desgraciadamente– no suelen curarse tanto de la realidad como de las palabras.

Reconociendo, como no podía menos de hacerlo un argentino, la gran trascendencia americana del proyecto, Lugones percibió [39] muy bien todo lo que significaría para la vida espiritual del Continente y las orientaciones de su civilización, la realización de ese proyecto. No se necesita, en verdad, gran perspicacia para comprender cómo puede seducir a un hombre como Lugones la idea de sentirse convertido un día en el centro de atención de todos los seres pensantes de nuestra América. Indudablemente, si no por otras razones de ideal americanidad –pues Lugones parece cultivar cierta ideología europeísta– por la sola idea de verse elevado a una tribuna continental, el interés del publicista quedó comprometido; ¿quién, en verdad, puede adivinar las consecuencias ideológicas de conferencias semejantes?... En cuanto a esto, Francisco García Calderón, mi egregio compatriota, me demostró hallarse poseído de su serena fe y su generoso entusiasmo de siempre.

Fui a buscarle en su refugio de verano, una amplia playa atlántica al sud-oeste de Francia. Le encontré juvenil y locuaz.

El autor de La creación de un Continente no podía sino acoger con entusiasmo nuestra idea. No en vano es él quien –después de Rodó– con mayor sagacidad y más intenso amor ha estudiado y comprendido las posibilidades de nuestra vida. Es inútil decirle que me ofreció su apoyo, encontrando solo, como Unamuno y Ortega, las dificultades de la organización. Tócanos, pues, a nosotros insistir en la búsqueda de ese «organizador» o «vivificador» que, según don Miguel, le hace falta a cada idea.

Por mi parte creo que tal organización no puede ser labor de un solo hombre, y por esto me parece conveniente poner la iniciativa en manos de una de esas instituciones (no oficiales) de cultura que en nuestros países existen y no pueden tener mejor misión que la de intentar la vertebralización –por decirlo así– de nuestra rudimentaria espiritualidad, tan débilmente caracterizada aún, como ud. sabe.

Y hay que ir de prisa, si no queremos que nuestra tradicional lentitud de indo-americanos dé al traste, una vez más, con una bella iniciativa. Ya la Liga de las Naciones, con sus proyectos, algo abstractos de cooperación intelectual, está empezando a desvirtuar la idea de una más íntima coherencia moral e intelectual entre nuestros pueblos. En Francia se ha lanzado hace pocos [40] días, siguiendo esa tendencia, la idea de crear un «instituto de cooperación intelectual», no sin declarar francamente la «necesaria preponderancia del iniciador» en la formación y régimen de la institución. Tenemos pues, la «idea francesa», que viene a ser algo así como una segunda edición de la «idea pan-americana» o, para hablar más propiamente, de la «idea pan-yankee».

Tenemos, además, la creciente influencia y la paulatina organización, pro domo sua de todas las colonias extranjeras. Si antes, hace unos quince años, nos era fácil incorporar a nuestro desarrollo original y autóctono todas las fuerzas vivas que nos venían de fuera; esto va a empezar a sernos más difícil, si es que ya no ha empezado a serlo. Ante la persistente intromisión, más o menos disimulada, de los europeos y norteamericanos en nuestros asuntos, está cundiendo entre nosotros un nuevo desconcierto. El bárbaro proscenio que nos ofreció como espectáculo la crisis bélica de los imperialismos de Europa, no ha contribuido a forjarnos un verdadero ideal de cultura original e independiente. No hemos acertado aún a definir limpiamente nuestras nuevas orientaciones como grupo de pueblos que se reconocen ligados por inalienables lazos fraternales; y si tardamos aún algunos años en intentarlo, tal vez después todo esfuerzo en ese sentido resultará tardío.

Abandonando los chauvinismos de todo vano patriotismo regional, marchemos hacia la formación del magno patriotismo del Continente y ante el caos de los pugnaces nacionalismos europeos, que sobrepuja y subyuga el imperialismo yankee, mediante la trágica tiranía del dollar, realicemos nosotros el programa magnífico que bosquejara Próspero una tarde bajo la Cruz del Sur.

Es siempre su amigo

Edwin Elmore

P. S. Tal vez el organizador ideal sería nuestro admirable amigo García Monje.

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Congreso Iberoamericano de Intelectuales · Edwin Elmore
1920-1929
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