Filosofía en español 
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[ Juan Torrendell ]

Todavía Anatole France

Claro que los desencantados se revuelven, ante todo, contra la voz delatora, pero en el fondo de su intimidad el mayor arrebato lo sienten por la bajeza de un vivir repugnante, por una tan enorme discrepancia entre lo escrito y lo actuado, entre una sensibilidad refinada un Sentimiento indecoroso.

En zapatillas

Dije la otra vez, cuando en 1925 Jean-Jacques Brousson escandalizó con su desvergonzado Anatole France en pantoufles, que se descubría fácilmente una contradicción extraña entre las furiosas protestas de las gentes y la idiosincrasia del famoso escritor, exhibido en mangas de camisa y aún en ropas de menor abrigo, por su secretario.

Desde luego se acusó a Brousson de villano, por su deslealtad para con el maestro insigne, sin advertir que buena parte de la vida privada de France fue bien pública, conocida y comentada en conversaciones y tertulias por todos los del oficio y demás círculos sociales. Él mismo, enterado de que su joven discípulo recogía sus palabras y gestos en ocultos renglones, le advirtió por ajena imposición que en ello podía haber cierta perversidad. Mas en seguida agregó, siempre el mismo: “Sin embargo, si esto le divierte… Lo único que le ruego, hijo mío, es que no publique nada de eso mientras yo viva… Me enemistaría usted con demasiada gente. Cuando yazga bajo la losa, hágame decir cuanto guste. (Volviéndose a madame): Ahora, querida amiga, esto sería indiscreción… Pero luego será erudición.”

Por donde se ve –sigo pensando– que los admiradores llevan su anatolfrancismo hasta la exageración y aun hasta la ridiculez. Exagerados y ridículos, porque pretenden ocultar aquello que el propio interesado no curaba de mitigar con razones o excusas, ni siquiera como acciones impulsivas del odio, de la venganza, del menosprecio. Jamás pronunció una palabra de disculpa ante el espectador de su vida, que no pretende ser moral, reglada, lógica. Ella es así, y no se preocupa de enderezarla hacia principios que no tiene, ni siente, ni desea. Por tanto, nada le importa lo que de él se diga una vez desaparecido del mundo de las relaciones sociales. Sólo teme la molesta enemistad de las gentes, con quienes se ha de ver en horas que ambiciona pasar regocijadamente. Después… que digan lo que quieran; él se les adelantó a todos. ¿En nombre de qué creencia religiosa, o fundamento humano habrá de reprochar el relato de sus acciones, a las cuales no concedía ninguna trascendencia? Ni en la eficacia de su cuidada prosa creía. Era bastante reflexivo para no ignorar la próxima evolución literaria, debida al cambio de la sensibilidad de los futuros. La suya propia, tan fina, tan experimentada, había notado ya la disminución de entusiasmo por sus libros, un día devorados. La senectud todavía le amparaba. Pero, cadáver, inmediatamente la verdad fue pronunciada por unos labios jóvenes, trémulos de indignación, principalmente por las delirantes demostraciones de los fanáticos, que él, en vida, despreciaba en cualquier sentido y violentamente.

La Sombra sonríe

Ahora el espectáculo de la protesta se ha repetido, –aunque, en verdad, con menos furia,– porque al desenvuelto secretario se le ha ha ocurrido insistir en su travesura. Brousson ha publicado la segunda serie de sus confidencias con el título de Itinerario de París a Buenos Aires.

Ya no se ha negado tanto como hace dos años. Entonces la sorpresa fue desconcertante. Tanto cinismo no cabía en la cabeza de los fieles adoradores, que a la belleza del estilo se empeñaban en sumar la bondad de la conducta. La repetición no ha sido tan estruendosa. El tiempo –le grand consolateur– habría mitigado muchas decepciones y convencido a otros de que el estilista nunca pretendió ser moralista. En absoluto. ¿Para qué? Orgullosa pretensión la del muñeco, como llamaba al hombre. Algunos han reducido su lamento ante la situación desairada de parientes y amigos. Prefieren acusar al secretario audaz de falsario. Ha mentido, sí, ha mentido, porque sería horroroso convencerse de aquel artista incomparable de la palabra, fue un ser de tan baja estofa. Aquella sensibilidad exquisita no pudo arraigar un espíritu tan ruin.

Entre tanto, la sombra sutil sonríe. ¿Cómo no ha de sonreír al ver que los cachorros de la alfarería –como él escribió– que desconocen su destino, persisten en angustiarse, absurdos y fastidiosos, por su condenada manera de comportarse que le daba tanto gusto? ¿Y por qué no se lo había de dar? “Cuando se ha rechazado los dogmas de la teología moral, como lo hemos hecho casi todos en esta edad de ciencia y de libertad intelectual –decía–, no hay manera de saber por qué estamos en el mundo ni qué hemos venido a hacer en él”.

¡Qué ganas de amargarse la vida! –dice la Sombra que sonríe.– La vida es lo mejor que poseemos, es nuestro único jardín y conviene cultivarlo con celo. Bastante tenemos con la absoluta ignorancia de nuestra razón de ser, raíz de nuestra tristeza y de nuestro hastío. No queremos aumentarlos tontamente. “El creyente se regocija de sus úlceras, admite como agradables las injurias y las violencias de sus enemigos; ni siquiera las injusticias y las violencias le arrebatan las esperanzas. Pero, en un mundo donde toda iluminación de la fe se ha extinguido, el mal y el dolor pierden hasta su significación y sólo se nos presentan como burlas odiosas, como farsas siniestras”.

“En suma –acaba insinuando la Sombra del escepticismo–; procurad, amigos míos, ser felices. ¿Qué es necesario para ser dichoso? Un estómago y sentidos apagados… Los moralistas agregan a esta paz la de la conciencia… Pero ¿qué es la conciencia?”

Lógica

Sin embargo, los anatolfrancistas, que acaso no saben contestarle, indiferentes ante el Evangelio, el Talmud o el Corán, continúan mostrando los puños cerrados al discípulo predilecto, que no ha titubeado en escribir un libro de sinceridad y bello estilo, el gran amor del maestro. Para él, pues, florece la mejor sonrisa de la Sombra.

Convengamos en que algo trascendente significa la cólera de los viejos admiradores del autor del Jardín de Epicuro. Significa, sin duda, que la sociedad tiende a un sentimiento de pudor moral, reclama la erección ejemplar de vidas honestas, ambiciosa la unidad de conducta pública y privada. Ni en quien jamás hizo ostentación de apostolado alguno, tolera que se le presente en acciones que se ha convenido en calificar, por lo menos, de feas. No es que se crea que un acto hipócrita, una mentira, un deseo insano, puedan deslustrar la brillante página literaria, la magnífica frase ingeniosa, el deslumbrador pensamiento original: única substancia palpitante en la ardorosa fragua intelectual de M. Bergeret. No; es que quien más quien menos se siente dolido de haber puesto su admiración en hombre de espiritualidad tan inferior, capaz de cometer las torpezas, las ingratitudes, las deslealtades, de que su vida, al parecer, está repleta.

Claro que los desencantados se revuelven, ante todo, contra la voz delatora, pero en el fondo de su intimidad el mayor arrebato lo sienten por la bajeza de un vivir repugnante, por una tan enorme discrepancia entre lo escrito y lo actuado, entre una sensibilidad refinada y un sentimiento indecoroso. Esta, en definitiva, responde al anhelo moralizante de que la vida externa se apareje, en lo posible, con la vida interior, única, en verdad, que da fuerza y eficacia a los actos de resonancia pública.

Los más ilusionados se empecinan en romper el espejo, en cuyo fondo, empero, no dejan de percibir la Sombra que continúa sonriente y repitiendo: “Avísenme cuando hayan inventado una moral sin el menor rastro de influencia metafísica. Mientras no demuestren que la muerte no es el final de todo, vivan como les dé la gana, si la ley del más fuerte se lo permite. Esta es la parte antipática de la religión del bueno de Augusto Comte: mucha reglamentación en beneficio del Gran-Fetiche, como llamaba a la tierra; pero, después, nada. Prefiero lo otro: comamos y bebamos, que mañana moriremos. Y por mí que ruede la bola”.

Los fieles adoradores quedan perplejos. Ahora no saben qué partido tomar. Puede ser que en realidad no haya motivo para tanto sulfuramiento. El maestro es, en suma, terriblemente lógico.

J. TORRENDELL