Filosofía en español 
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[ Zacarías de Vizcarra ]

Nación y Humanidad ¿son dos ideales antagónicos?

Los efectos y los deberes pierden en intensidad todo lo que ganan en extensión. Si alguien se esfuerza en amar con igual intensidad a toda la humanidad, el resultado final será que su esfuerzo se diluirá y desvanecerá en la inmensa vaguedad del género humano, como una gota de vino se deslíe y desaparece en la inmensidad del Océano.

Si hemos de creer al autor de un artículo que publicó La Prensa, con este mismo título, el 29 de enero próximo pasado, hay que dejar a un lado el ideal nacional, sobre todo el del orden cultural, para entronizar en su lugar el ideal de Humanidad.

“En ese camino de perfeccionamiento hacia lo universal humano –dice– debe estar el anhelo de América.”

“Laboremos, pues, –añade– no por un ideal nacional o de ‘raza’, sino por el alto y exquisito de Humanidad.”

¿Podemos aceptar como legítima la tendencia insinuada en estas líneas? ¿Es verdaderamente retrógrado el ideal nacional? ¿Puede ser sustituido con el ideal de Humanidad? ¿Hay antagonismo real entre estos dos ideales?

He aquí los temas que vamos a examinar brevemente, a la luz de la doctrina católica, para contribuir a la orientación del criterio de nuestros lectores, en la importante y debatida cuestión del nacionalismo.

Orígenes del ideal humanitario

La verdad camina siempre escoltada por dos exageraciones: una de ellas le invita a precipitarse en el exceso; la otra pretende inhibirla hasta el defecto. Por eso es tan difícil mantenerse en la verdad. Por eso también la reacción contra un error, suele arrastrarnos hasta el error contrario.

El paganismo griego y romano llegó a exagerar tanto el nacionalismo, que todo lo sacrificaba a la nación, convertida en Dios Supremo, fuente de toda razón, de toda justicia y de todo derecho. Esparta tiraniza a los individuos, despeña por el Taígeto a los niños innecesarios, destruye la vida de familia y esclaviza a los ilotas, a los periecos y a los mismos ciudadanos militarizados, para sacrificar a todos en el altar de hierro del Moloch nacional.

Platón dedica brillantes páginas a la justificación y elogio de esta barbarie, aprobando el sacrificio de niños, recomendando la comunidad de mujeres y defendiendo otros horrores que, después de la difusión de la mentalidad evangélica, espantan a los mismos incrédulos, materialistas y ateos.

Roma, haciéndose eco de las teorías y prácticas griegas, proclama como la suprema de las leyes el interés nacional: “Salus pópuli suprema lex esto.”

Los extranjeros, ante la constitución estrecha e inhumana de la mayor parte de aquellos pueblos, son considerados como seres inferiores, sin derecho a más consideraciones humanas que las que graciosamente quiera otorgarles la nación. El extranjero no es prójimo, ni casi hombre; es una cosa que la nación administra con más o menos consideraciones, como a las vacas y ovejas, para el bien común del Estado.

Esta inhumana exageración del nacionalismo engendró, por reacción, la exageración contraria del humanitarismo, en los últimos tiempos del paganismo, precisamente cuando estaba fermentando en el mundo la nueva levadura del Evangelio, que había de dar la fórmula equilibrada y serena destinada a coordinar las tendencias razonables que yacen en el fondo de ambas exageraciones.

El sabio filósofo cordobés Séneca, contemporáneo de San Pedro y San Pablo, y víctima, como ellos, de la barbarie de Nerón, enunció la exageración humanitarista, con esta sentencia: “Patria mea totus mundus est.” “El mundo entero es mi patria.”

Más tarde Arriano contestaba al que decía que era de Atenas o de Corinto: “¡No! Sois ciudadano del mundo.”

Epicteto y Marco Aurelio colocaban la idea de patria entre las preocupaciones y los sentimientos artificiales que empequeñecen el corazón.

Ambas exageraciones paganas han tenido numerosos partidarios en los tiempos modernos.

Maquiavelo y sus secuaces de todos los colores y matices representan el ultranacionalismo y la idolatría del Estado.

En cambio los cultivadores de la sensiblería humanitarista, capitaneados por J. J. Rousseau, condenaron como egoísmo el cuidado de los intereses nacionales, y abrazaron con magnífica ternura literaria al mundo entero; pero sucedía que, mientras cultivaban la amistad de los chinos y de los ciudadanos de otros pueblos de remotas latitudes, se desprendían de sus propios hijos y los encerraban en las casas de expósitos.

Era una sensibilidad de tiro largo, que producía a su alrededor el vacío y el frío.

El poeta Lamartine ponía en verso estas necedades sensibleras, para que diesen vuelta al mundo con retumbante y vacía sonoridad:

“¡Nation! ¡Mot pompeaux pour dire barbarie!...”

“¡Naciones! ¡Palabra pomposa para decir barbarie! ¿Se detiene el amor donde se detienen vuestros pasos? Rasgad esas banderas –otra voz os grita–Sólo el egoísmo y el odio tienen patria; la fraternidad: no la tiene.”

Y un poco más adelante, como si hubiera leído el artículo que comento, asegura que las únicas fronteras que existen son las del talento, y concluye:

“Je suis concitoyen de tout homme qui pensé.”

“Soy conciudadano de todo hombre que piensa.”

Es como para quedarse pensativo. La anchurosa universalidad de la sensiblería humanitaria de Lamartine queda de repente reducida a sólo los pensadores que forman una fracción infinitesimal de la Humanidad. Quien mucho abarca poco aprieta. Es el mismo fenómeno de los niños expósitos.

En cambio el humanitarismo de los socialistas se limita a los proletarios; y la felicidad que brindan a esa humanidad mutilada se reduce a llenarle de pan el estómago, dejándole el alma vacía, el corazón helado y el entendimiento petrificado en el materialismo histórico.

Veamos si tienen alguna fuerza los argumentos de los humanitaristas, después de considerar previamente los fundamentos del ideal patriótico.

En este brevísimo estudio, no hacemos distinción entre nación y patria, porque, para nuestro fin, son la misma cosa.

Fundamentos racionales del ideal patriótico

Los afectos y los deberes pierden en intensidad todo lo que ganan en extensión. El corazón humano se parece a los braseros que solían usarse en las casas antiguas; cuanto mayor era la sala en que se colocaban, tanto era menor el calor útil que producían.

Si alguien se esfuerza en amar con igual intensidad a toda la humanidad, el resultado final será que su esfuerzo se diluirá y desvanecerá en la inmensa vaguedad del género humano, como una gota de vino se deslíe y desaparece en la inmensidad del Océano.

El corazón humano necesita un objeto más concreto y próximo para sus amores, y tiene que ir subiendo gradualmente del amor de lo que ve al amor de lo que no ve, y del amor de lo que está cerca al amor de lo que está lejos.

Por eso dice el Apóstol San Juan. “Sí alguien dice Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentira. Porque el que no ama a su hermano a quien ve ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?” (Carta I, c. IV, 20.)

De la misma manera podemos afirmar: “Si alguien dice que ama a la Humanidad, y comienza por no amar a su patria, es mentiroso. Porque el que no ama a aquella parte de la Humanidad que tiene más cerca de sí y a la que es deudor de mayores beneficios ¿cómo puede amar lo que está más lejos y a lo que no está ligado por tan estrechos vínculos de gratitud, semejanza, comunidad de sangre y vida social, participación de glorias y recuerdos, e íntima solidaridad impuesta necesariamente por la convivencia continua?

Todas las razones que tenemos para amar a la Humanidad, las tenemos también para amar a la patria, pero la patria tiene además a su favor numerosos motivos de amor, que no puede alegar toda la Humanidad.

Por eso estamos obligados a amar más intensamente a la patria que a la Humanidad.

En otro artículo, indicaremos brevemente los títulos especiales con que reclama la patria nuestro amor preferente, limitándonos ahora a apuntar el orden de los amores señalado por Santo Tomás.

La ordenación del amor

“Dondequiera que existe algún principio, es necesario que exista algún orden” –Dice Santo Tomás (Suma Teológica, 2-2, q. 26, a. 1).

El amor tiene por principio el bien, que lo atrae hacia sí. La diversidad de los amores es determinada por la diversidad de los bienes; y el orden de los amores, por el orden que guardan entre sí los bienes a que tienden.

El primero y más alto de los amores es el que se debe a Dios, por ser bien supremo.

El segundo de los amores es, para cada hombre, el de sí mismo; porque cada uno es, para sí mismo, participante del bien sumo, mientras que todos los demás hombres y seres no son respecto a él, más que comparticipantes de dicho bien. Y es evidente que la participación es superior a la comparticipación, o sea, a la mera sociedad en la participación. “Por consiguiente –dice Santo Tomás– el hombre debe amarse a sí mismo más que al prójimo, por motivo de caridad.” (2-2, q. 26, a. 4).

El tercero de los amores es el del prójimo, en cuanto comparticipantes de los mismos bienes que nosotros. Pero no a todos los prójimos debemos el mismo amor. “Y la razón es –añade Santo Tomás– porque, teniendo el amor (del prójimo) un doble principio, a su saber, a Dios y al que ama, es necesario que el efecto del amor sea tanto más grande, cuanto es mayor la proximidad a alguno de los principios mencionados.” (2-2, q. 26, a. 6.)

De aquí deduce el Santo Doctor que la regla con que se ha de medir el mayor o menor amor que tengamos al prójimo consiste en apreciar la mayor o menor proximidad que tengamos con él. Y cuando existen diversas clases de proximidad, se ha de discernir, dentro de cada una de ellas, cual es la mayor, para darle, dentro de ella, la preferencia. “Así, por ejemplo, –dice el Santo– la amistad de los consanguíneos se funda en la proximidad del origen de su naturaleza; la amistad de los conciudadanos, en la comunión civil; la amistad de los conmilitares, en la cooperación bélica. Por consiguiente, si se trata de los bienes de naturaleza, debemos preferir a los consanguíneos; en lo que toca a la convivencia civil, debemos preferir a los conciudadanos; en las cosas bélicas, a los conmilitantes.” 2-2, q. 26, a. 8).

De aquí deduce el Santo Doctor que, en los asuntos militares, se ha de obedecer al jefe militar más que al padre. Y la misma regla podría aplicarse al orden de las leyes civiles y a todos los demás órdenes de bienes diversos.

Ni se ha de creer que estas preferencias son potestativas, pero no obligatorias. Santo Tomás prueba luminosamente su obligatoriedad. (Véase la Suma Teológica, 2-2, q. 44, a. 84)

Ahora bien: si probamos que tenemos con nuestra patria mayor comunión natural, social, religiosa, cultural, política y económica que con el resto de la Humanidad, habremos demostrado que debemos preferir el bien natural, social, religioso, cultural, político y económico de nuestra patria, en presencia de los bienes de igual orden de cualquiera de las otras naciones que integran la Humanidad.

De ahí que el ideal nacional no pueda ser abandonado, para enarbolar enfrente de él la bandera vaporosa e imprecisa de la Humanidad, mal entendida.

Y digo mal entendida, porque en el próximo artículo demostraré que no hay verdadera oposición entre ambos ideales bien entendidos, sino perfecta armonía y coincidencia.

Zacarías de VIZCARRA