I
La desaparición de la entrañable figura de Bertrand Russell ha conmovido a la opinión mundial como probablemente ningún otro pensador contemporáneo podría haberlo hecho. Resulta difícil acostumbrarnos a la idea de que, en lo sucesivo, su voz independiente no volverá a dejarse oír a propósito de los graves conflictos que escinden y atormentan a la humanidad de nuestro tiempo. Y no es extraño, por lo tanto, que sea esa su faceta de hombre público la que más se haya recordado en estos días.
Las notas necrológicas de la prensa han hecho revivir su apasionante y casi centenaria biografía de intelectual inconformista frente a la sociedad en que tocó en suerte hallarse inserto, pero con la que nunca rehuyó su compromiso. Se ha pasado revista, así, a sus encarcelamientos (el último de ellos cuando era ya un anciano), las persecuciones académicas de que fue víctima (Trinity College de Cambridge en 1916, City College de Nueva York en 1940, Barnes Foundation de Filadelfia en 1943), las causas por las que abogó (desde su pacifismo con ocasión de la Primera Guerra Mundial a las todavía recientes campañas en pro del desarme nuclear, pasando por sus propuestas de reforma en materia de educación de la juventud) y las ideologías y conductas políticas a las que hizo objeto de su denuncia (como el nazismo, el stalinismo o los crímenes de guerra en Vietnam). Pero, una vez enumerado todo ello, se ha prestado en cambio –al menos en nuestro país– escasa atención al pensamiento filosófico de Russell que de algún sirve de trasfondo a tales tomas de posición.
El propio Russell no habría estado totalmente en desacuerdo con semejante balance de su paso por este mundo, o por lo menos, no se habría incomodado demasiado ante la obvia improcedencia de preferir la actividad profesional a la que dedicó la mejor parte de su vida. Por lo pronto, en sus últimos años apenas se ocupaba de filosofía, y ello no tanto por considerar definitivamente rematada su obra o agotada su capacidad de creación a este respecto cuanto por creerse obligado a concentrar las energías que aún le restaban en tareas más urgentes y acuciantes. Por otro lado, tampoco se tomó nunca grandes molestias por rechazar las frecuentes imputaciones de que entre sus preocupaciones de orden teórico –las abstractas cuestiones a que hubo de dedicar sus libros de lógica o epistemología– y sus afanes de orden práctico se da una cierta inconexión cuando no una franca incoherencia.
Pero el caso es que, aparte de resultar inapropiada, creo ver en esa imagen esquizofrénica de la personalidad de Russell un peligro de trivialización que me parece saludable prevenir. Ahora que sus concretas actitudes ante tales o cuales problemas son ya historia, queda aún por preguntar lo que sus aportaciones fundamentales puedan seguir diciéndonos, que acaso no sea poco. Algunos de los comentarios suscitados, entre nosotros, por la noticia de su fallecimiento presentaban a Russell más o menos como un personaje de malas pulgas y algo huraño –aunque, en el fondo, pintoresco y simpático–, del que se dice que ha hecho cosas importantes que nadie sabe muy bien en qué consisten y que, por lo demás, era famoso por escribir impertinentes cartas a los Jefes de Estado. Y, una vez despachado el obituario con la correspondiente oración fúnebre, lo que se impondría es el consejo de la Liebre de marzo: «Cambiemos de tema», que Russell mismo gustaba de poner en boca de quienes no desean meterse en más honduras.
Pese a su brevedad, estas líneas aspiran a resistir la tentación de cambiar apresuradamente de tema, tratando de ofrecer –dentro de sus limitaciones, que tampoco permiten profundizar gran cosa– una visión unitaria de la filosofía russelliana.
II
La filosofía de Russell es poco conocida en España. A primera vista, esta afirmación acaso pueda parecer sorprendente, pues lo cierto es que abundan las traducciones de sus obras. Sucede, sin embargo, que la calidad de la mayor parte de esas traducciones –en especial, por lo que se refiere a los textos más importantes– es detestable. Por otra parte, y aunque la prosa de Russell sobresale en el panorama de la literatura filosófica contemporánea por su meridiana claridad, algunos de sus libros –concretamente aquellos que, a diferencia de los más populares, revisten un cierto carácter técnico– requieren el concurso de los especialistas para su explicitación y comentario. Pero en nuestras Facultades de Filosofía pueden contarse con los dedos de una mano las tesis doctorales dedicadas a estudiar el pensamiento de Russell, y sobran desde luego los de las dos manos para contar las dedicadas al estudio de la filosofía analítica que Russell contribuyó a fundar a comienzos de siglo.
Todavía poco antes de esas fechas, Russell se consideraba a sí mismo –bajo la influencia de pensadores como McTaggart y Bradley– un hegeliano propicio a descartar como meramente aparentes los objetos sobre los que recaen las creencias del sentido común y de la ciencia, prefiriendo concentrarse en su lugar en la contemplación de la auténtica realidad del Absoluto. Su colega G. E. Moore, cofundador del análisis filosófico, le devolvió la confianza en el sentido común, aunque Russell advertiría más tarde contra los riesgos de una confianza excesiva en este último. En cualquier caso, siempre depositó mayor confianza en dos elementos básicos del pensamiento científico –la lógica y la experiencia– que con el tiempo acabarían convirtiéndose en los dos ingredientes capitales de su propia filosofía.
Russell se había ya interesado por la lógica desde los primeros momentos de su formación, y los dislates del hegelianismo acerca de la lógica formal habían contribuido en gran medida a alejarle de sus primitivas posiciones filosóficas. Pero el verdadero impulso para sus investigaciones lógicas lo constituyó su reflexión en torno a los fundamentos de la matemática. Dichas investigaciones empalmaban con las de los pioneros de la moderna lógica matemática, especialmente las de Frege, en cuyo sistema descubrieron una grave contradicción conocida con el nombre de «paradoja de Russell». Russell dedicó varios años de intenso trabajo a lidiar con esta y otras paradojas lógicas, presentando sus resultados definitivos en el primer volumen de los Principia Mathematica (1910), escritos en colaboración con A. N. Whitehead. El propósito de esta obra monumental, cuyo segundo y tercer volumen aparecerían poco después, era consumar el programa fregeano de reducción de la aritmética –y, con ella, presumiblemente, la matemática toda– a la lógica. Por una serie de razones, en las que aquí no nos podemos detener, hoy día se considera fracasado ese propósito. Pero, en el curso de la empresa, se había logrado confeccionar un sistema de lógica (integrado fundamentalmente por el cálculo proposicional y el cálculo funcional restringido y de orden superior) más potente y depurado que todos los conocidos hasta entonces, dentro del cual la lógica formal tradicional resultaba ser sólo un pequeño apartado.
Entre los errores formales de la lógica hegeliana a que antes aludíamos, destacaba la confusión entre la conexión predicativa (como cuando decimos que una cosa posee una determinada propiedad) y otro tipo de conexiones, como las llamadas «relaciones externas», bien sean simétricas (el caso, por ejemplo, de la relación de identidad, como cuando decimos que una cosa es idéntica a otra), bien sean asimétricas (el caso, por ejemplo, de la relación de precedencia, como cuando decimos que una cosa precede a otra). El precipitado metafísico de semejante confusión era la síntesis de todo cuanto existe en este mundo en un Todo muy parecido a un totum revolutum. Gracias a una correcta teoría de las relaciones, Russell se hallaba, en cambio, en situación de ofrecer un esquema de «lo que hay» de carácter pluralista, más bien que monista, como el presentado por vez primera en sus conferencias «The Philosophy of Logical Atomism» de 1918 (recogidas en Logic and Knowledge, 1956). Russell concebía su «atomismo», por vía de semejanza con el de la física, como una búsqueda de los constituyentes últimos de la realidad y/o nuestro conocimiento de la misma, partiendo para ello del análisis de un lenguaje que –con la adición de un vocabulario elemental (esto es, de un repertorio de nombres propios, predicados y términos relativos)– podría considerarse como un «lenguaje lógicamente perfecto» por reproducir la sintaxis del lenguaje de los Principia. El universo resultante sería un universo de individuos, cualidades y relaciones –integrantes de una vasta multiplicidad de hechos–, susceptibles de «conocimiento directo» por medio de la experiencia. Naturalmente, nuestro conocimiento no se agota en lo empíricamente conocido (cosa que ni los empiristas lógicos llegaron abiertamente a sostener; y Russell no aceptó nunca encuadrarse entre los «empiristas lógicos» o «neopositivistas», pese a haber influido decisivamente en ellos). Esto comienza por ser cierto en el caso del conocimiento científico: el físico o el psicólogo que, por ejemplo, deseen explicar la constitución interna de los objetos materiales o los fenómenos mentales en términos de partículas subatómicas o procesos conscientes estarán echando mano de entidades inobservables para su explicación. Russell jamás pensó en excluir tal posibilidad, pero recomendó que –allí donde sea dado hacerlo así– se reemplacen las inferencias de entidades desconocidas por «construcciones lógicas» a partir de entidades empíricamente conocidas. The Analysis of Mind (1921) y The Analysis of Matter (1927) ofrecen un muestrario de sutiles intentos emprendidos, con desigual fortuna, en orden a aplicar aquel principio metodológico, que Russell identificaba con la célebre navaja de Occam.
El atomismo lógico de Russell ha sufrido los embates de la filosofía analítica posterior. La afirmación de una correspondencia entre el «lenguaje lógicamente perfecto» y el mundo fue reputada de metafísica y carente de sentido por su discípulo Wittgenstein, y el propio Wittgenstein pulverizaría más tarde la idea misma de un «lenguaje lógicamente perfecto». En consecuencia, sus epígonos –que de algún modo han dominado la escena filosófica en Inglaterra desde hace más de veinte años– se han olvidado por completo del atomismo lógico. Russell ha reaccionado ante esta situación con energía no exenta de acritud y penetrantes argumentaciones que no siempre han logrado su objetivo. Pero, en honor de la verdad, hay que decir que ha sido un crítico de sí mismo no menos exigente que sus detractores, y obras como An Inquiry into Meaning and Truth (1940) y Human Knowledge, Its Scope and Limits (1948) constituyen un exponente de las vicisitudes de su filosofía. Por otra parte, el espíritu de esta última pervive en buena medida en el actual análisis filosófico británico, por no aludir el americano, bastante más cercano a la propia letra de la misma. Para decirlo en dos palabras, ese espíritu se deja resumir en una actitud fundamentalmente naturalista que lleva a la filosofía de Russell a esforzarse por depurar nuestro universo, ontológica y epistemológicamente hablando, de cualquier género de entidades míticas o presuntamente supranaturales (como «la» mente, «la» materia y no digamos el Absoluto, por citar sólo tres ejemplos anteriormente mencionados). Aun si, para poder traducirse en hechos, esa actitud se ve obligada a recurrir a la severa frialdad del rigor, no faltan en su inspiración –como veremos en seguida– cálidos y hasta ardientes motivos humanistas.
III
Como era de esperar, donde más claramente apuntan esos motivos humanistas es en la filosofía moral de Russell. Los valores –«lo» bueno y «lo» malo, en cuanto dotados de una supuesta objetividad trascendente a nuestra deliberación y decisión personal de asignar tales o cuales fines a nuestros actos– desempeñarán ahora el papel de entidades míticas a las que es menester desenmascarar. No es extraño, por consiguiente, que la ética de Russell desemboque, tras algunas efímeras veleidades iniciales, en el subjetivismo. En lo esencial, su posición –cuya última versión puede encontrarse, por ejemplo, en la «Reply to My Critics» de The Philosophy of B. R. (1944)– consiste en afirmar que el bien y el mal, si así pudiera hablarse, se reducen por entero a lo que cada quien tiene por tal.
Naturalmente, dicho subjetivismo, aparte de escandalizar a las almas piadosas, plantea serios problemas. La objeción más inmediata ha consistido en preguntar a Russell por qué, si las valoraciones morales son en última instancia subjetivas, ha puesto tanto énfasis en proclamar sus propias valoraciones. Russell ha respondido en ocasiones que sus llamadas teorías éticas no son sino una sarta de opiniones morales, reclamando para sí tanto derecho a opinar –en cuanto simple ser humano más bien que qua filósofo– como cualquier otro mortal (Russell ha rechazado más de una vez, por ejemplo, que tuviese una filosofía política o social; y la consideración que, en consecuencia, le merecen libros suyos como los Principles of Social Reconstruction, Power: A New Social Analysis o Authority and the Individual podría ser extendida a otros libros como su Human Society in Ethics and Politics). Pero ese concepto de su propia obra es, por lo pronto, discutible. Russell se nos presenta con frecuencia como un reformador moral no sólo deseoso de proponer lo que cree justo o condenar lo que cree injusto, sino consciente asimismo de la obligación de justificar sus convicciones. Es decir, no trata únicamente de exponer sus opiniones, sino también de hacerlas valer, esto es, de defenderlas por medio de razonamientos. Y ése es precisamente el quid de la cuestión. Si toda valoración es subjetiva, ¿cómo es posible el razonamiento moral?
Toda la ética contemporánea de inspiración analítica ha girado, en rigor, en torno a este problema y Russell no rehúye enfrentarse con él. Su solución es más o menos la siguiente. Ya que no a los valores, cabría pensar en acudir a los hechos en orden a zanjar las discusiones entre juicios morales contrapuestos. Pero si alguien considera como un bien la democracia, la igualdad racial y la libertad sexual, mientras que algún otro las considera como un mal, prefiriendo en su lugar el totalitarismo, el predominio de la raza blanca y la represión, ¿qué hechos podrían ser relevantes en la disputa? Por fortuna –piensa Russell– la gente no acostumbra, en la práctica, a dirimir ese tipo de cuestiones (por desgracia, habría quizá que añadir, procede a solventarlas a tiros), sino cuestiones fácticas relacionadas con aquéllas y acerca de las cuales cabe un amplio margen para la discusión racional. Así, si alguien sostiene las ventajas de la represión sexual, la superioridad de los blancos o la legitimidad del poder absoluto basándose en defectuosas estadísticas sobre el índice de suicidios, insostenibles argumentos antropológicos e hipótesis incontrastables acerca del origen divino del poder, no sería difícil demostrar que se halla en un error. Como puede pensarse, la concepción russelliana del razonamiento moral no es del todo satisfactoria, pero –pese a su insuficiencia– constituye un honesto intento de hacer un sitio a la razón en la problemática concerniente a los asuntos humanos.
Y con ello llegamos al meollo del humanismo de Russell, que no es otro que su racionalismo. Pocos aspectos de su pensamiento han sido, en realidad, tan mal interpretados como éste. Para citar tan sólo dos ejemplos, los críticos de su diatriba contra la religión han visto en Russell poco más que un librepensador de la vieja escuela, en tanto que los interlocutores de su querella contra el marxismo le han caracterizado poco menos que como un ilustrado dieciochesco. Cierto es que en algunas páginas de Religion and Science (1935), por no hablar de Why I am not a Christian (1928), la fe religiosa es presentada casi como una renuncia a la condición humana. Pero Russell ha cuidado también de distinguir entre las creencias personales, la teodicea y las instituciones eclesiásticas. Las primeras le han merecido siempre el máximo respeto, a la segunda la considera una farsa intelectual y de las terceras opina que han producido históricamente más daños que beneficios. Pero, por lo demás, es muy posible que si la teología filosófica y las Iglesias perseverasen en su actual evolución, y Russell hubiera vivido lo bastante para comprobarlo así, su juicio acerca de ellas se habría visto modificado. No menos matizada es su posición respecto del marxismo. En líneas generales, estima harto más positivamente al marxismo como moral que como ciencia. Pero ésta es una estimación que un marxista no dogmático compartiría hoy día de buen grado, con la probable excepción de algún ciencista impenitente y rezagado o algún estructuralista más o menos sanguíneo. Por lo demás, hay que reconocer que los puntos de vista sociopolíticos que Russell presenta como alternativos son con frecuencia muy endebles, pero ya hemos dicho que no los considera como tesis estrictamente filosóficas y mucho menos de sociología o ciencia política: son simplemente eso, puntos de vista de una persona inteligente y, por ende, interesantes cuando menos. Un crítico marxista le reprochó una vez, ante las conclusiones de obras como Roads to Freedom (1918) y Freedom and Organization (1934), su paralizante vacilación entre el socialismo, el anarquismo y el sindicalismo –cuyos ideales de libertad consideraba irrealizables– y el comunismo –cuya concentración de poder temía y deploraba–. Si pensamos que esa vacilación es de algún modo la impulsora de más de uno de los replanteamientos de la «nueva izquierda», quizá no nos parezca tan paralizante ni el buen Russell tan old-fashioned.
En nuestros días, la filosofía analítica promovida por él en los inicios de su larga aventura intelectual ha podido ser tachada, sin demasiados miramientos ni precisiones, de «filosofía unidimensional». Cualquiera que sea la justicia o injusticia con que quepa aplicar dicho rótulo a otros derroteros del análisis filosófico, pocos filósofos se habrán hecho menos acreedores al calificativo de «unidimensional» que Bertrand Russell. Quienquiera que recuerde sus llamadas de atención sobre el futuro del pensamiento libre en nuestra sociedad industrial, sus advertencias ante el advenimiento de la amenaza tecnocrática, su incitación a la socialización del ocio y los modernos recursos para la plena realización del hombre –todo ello perfectamente compatible, por lo demás, con un vehemente entusiasmo por la ciencia y la técnica y un no menos vehemente aborrecimiento de la metafísica de Hegel–, no tendrá otro remedio que considerarle como el representante más ilustre de lo que tal vez cabría llamar la otra dimensión de la «filosofía unidimensional». Así es, por lo menos, como a mí me gusta recordarlo en el momento de decirle adiós.