Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 21, páginas 53-56
Barcelona, 1 de febrero de 1945

Plura et unum

Luis Creus Vidal

Más «prehistoria» de Cristiandad

En el número 5 de junio pasado la obediencia me forzó a dar a conocer a nuestros lectores los orígenes y la gestación de esta Revista: hija de aquella «Schola» ahora «Schola Cordis Iesu», hija del Apostolado de la Oración.

Hoy me obliga otra vez a extenderme sobre el mismo tema. Afortunadamente para mí, la tarea es mucho más fácil, por cuanto girará en torno de dos figuras, muy queridas de nosotros; compañeros modélicos, de los que dije en aquel anterior artículo, que «eran aquellos en quienes se habían cifrado mayores esperanzas». Compañeros que después de habernos servido un día de guía y de ejemplo –¡¡cuánto les debemos en nuestras actividades actuales!!–, desde el cielo hoy nos asisten contemplando el desarrollo de la semilla que sembraron.

Eran éstos, dos caballeros cristianos: José Oriol Anguera de Sojo y José María Planas Corbella.

«Schola», una «Peña» de partidarios de Jesucristo

Aquella antigua «Schola» –que nuestros lectores ya conocen por nuestro anterior artículo– podía, ciertamente, causar extrañeza a quienes por vez primera la observaran, ¿Cómo, en épocas de lucha cual era la de aquellos años de 1930 a 1936, unos, entonces, «jóvenes», dedicaban tantas y tan largas horas al estudio? Ciertamente que la «intelectualidad» de «Schola» –modesta, desde luego– no constituía una de aquellas peñas eternamente encerradas en la torre de marfil de un orgullo solitario y de cuyo tipo todos hemos conocido ejemplos, sobre todo en aquellos tiempos. ¿Cuál era, por tanto, el verdadero espíritu, el verdadero motor de aquella actuación de «Schola», tan íntima, tan modesta? ¿Cómo trasladarla a nuestros lectores?

El azar nos trae un fragmento de Santa Teresa del Niño Jesús (fragmento epistolar, confidencia a su Madre Marie de Gonzague) que acaso nos ayude a explicar un poco aquel espíritu:

«...ce qu'elle estime, ce qu'elle désire uniquement, c'est de faire plaisir à Jésus... elle le sait, elle l'a compris, le bon Dieu n'a besoin de personne, encore mois d'elle que des autres, pour faire du bien sur la terre» (Hist. d'une âme, Cap. IX).

«Le bon Dieu n'a besoin de personne.» Es esta una grande y fundamental realidad, no por esto a menudo menos olvidada. ¿No existe también a veces, dentro del apostolado seglar, una como vanidad, una solicitud excesiva que se apoya en una excesiva valoración de nuestras propias fuerzas? No es el apóstol quien favorece a Dios sirviéndole; es Él quien le hace favor, dignándose aceptarlo en su santo servicio.

La conciencia de esta realidad estaba dentro del espíritu fundamental de aquella «Schola» que tan dignamente personificaban e inspiraban aquellos dos modélicos compañeros cuyo recuerdo honramos y cuya huella seguimos. Y este espíritu explica y justifica sus actos. Expliquémonos mejor.

Hay pocos entusiasmos –sería impropio quizá llegar a decir amores– que por lo menos merezcan, justificadamente, la calificación de tan puros y desinteresados como lo son los que estallan ante las grandes manifestaciones deportivas. El partidario, el afiliado, sufre, auténticamente, en algún modo, durante las incidencias del partido. Ciertamente que si en un momento de emoción, para conseguir la victoria de su club, se le pidiese un esfuerzo, un sacrificio, aun a condición de que éste permaneciese ignorado y no correspondido, lo haría gustoso. ¿No se han llegado a presenciar muertes repentinas en espectadores enfermos? Y cosa análoga podríamos decir de no pocas lides políticas.

Este entusiasmo ligero y superficial –a menudo hijo, incluso, del capricho– que casi ni los honores de elevado sentimiento merece, es, sin embargo, por lo puro y desinteresado, a su manera, un adecuado símil de aquello que Dios busca y desea hallar en el fondo de nuestros corazones, y que, en toda su pureza, encuentra, por desgracia, pocas veces. Es aquello que hace olvidarnos, por completo, de nosotros mismos, ante la magnitud del ideal. Quizá es lo que en el Evangelio se llama «pobreza de espíritu».

Sabiendo que en nuestras pobres humanas fuerzas no podemos llegar a más, en el campo del apostolado, a menudo el buen Dios se contenta con hallarnos auténticos y entusiastas «partidarios» suyos. Y prefiere, sin duda, al pobre y modesto partidario suyo que no sabe más que amar y sufrir, que a otro que, gozando de fama y de actos de apostolado activo e incluso eficaz, mezcla la búsqueda de su Dios con su satisfacción propia, siquiera sea inconscientemente y siquiera sea tal satisfacción completamente ideal. Y es razón de ello lo que nos dice San Juan de la Cruz: que el más pequeño movimiento de amor puro, le es a Él infinitamente más útil que todas las obras reunidas. Y dice «útil». ¿Qué será la «utilidad» para Dios?

Una modestísima peña de «partidarios» del Corazón de Jesús en su tremenda lucha secular contra el poderoso Príncipe de este Mundo, es lo que intentaba ser la «Schola». Anguera, cuando se refería al tiempo del fundamental ataque del Averno contra la Iglesia: la época del Renacimiento, alcanzó a ser auténtico «partidario» de Cristo, que nos mostraba las vicisitudes sufridas por la Grey del divino Capitán. Lo mismo diremos de Planas con sus exposiciones científicas y filosóficas. Una peña de «partidarios». De modestos seglares –padres de familia a menudo– cuyas obligaciones diarias apartaban de apostolados más extensos y más activos, y que no podían, por tanto, pretender otro papel que el ínfimo, aquel a quien todo el mundo puede llegar: el de espectador. Y, como tales, «vivían» las incidencias de la lid, sufriendo o gozando según las alternativas, no pudiendo hacer otra cosa, –oteando la visión, a la luz de la Teología de la Historia, en el espacio y en el tiempo, del colosal combate que en el mundo se libra– que seguir las peripecias de la divinal Contienda, y, unidos a la Iglesia en espíritu, sentir con Ella las penas y las alegrías, deplorar los desengaños que la [54] afligen, pero, también, compartir sus supremas e inefables Esperanzas.

Muy poca cosa era ésta, humanamente hablando. Ciertamente y gracias a Dios, en una u otra forma, existen millares de «peñas» de «partidarios» de Cristo en el Mundo. La nuestra, por tanto, no fue más que una de ellas. Mérito nuestro, por tanto, ninguno. Mas si a los reyes de la tierra no prestan servicio los «ojalateros»{1}, el Rey del Cielo, sin embargo, los acoge con benignidad, y aún, en su bondad sin límites, los busca. Y se digna descender hasta ellos, y consolarlos con la promesa del futuro y definitivo triunfo de su divina estrategia: «...Mas tened confianza, que Yo he vencido al Mundo.– Joh. XVI, 33.»

No dice aquí «venceré». Le ha «vencido ya», porque para Él no cuenta el tiempo. Y eco de esta Primera Promesa es la segunda, la contenida en la Revelación privada de Paray-le-Monial: «Venceré a pesar de mis enemigos.»

Este fue el único ideal al que se atrevía acercarse «Schola». Constituir un grupo más de «partidarios» del Corazón Divino. De admiradores de Jesucristo, el Hombre, el Jefe más alto de todos los tiempos, –¡hoy que las multitudes, más que nunca, necesitan un Jefe!– porque al mismo tiempo que Hombre, es Dios. Admiradores suyos que anhelaban su triunfo, que con verdadera ansiedad presenciaban la gran Lucha, sabiendo, sin embargo, que en ella no podían desempeñar gran papel, lo cual, sin embargo, no les preocupaba, porque sabían bien que el Espíritu de Dios que hizo brotar en las inmensidades mundos y soles, sabría suscitar en todo tiempo los hombres necesarios –la parte humana– para el definitivo triunfo de la Causa de Cristo, que ha convertido esta pobre Tierra en campo donde se juega una partida divina de tal envergadura que, para ganarla, el mismo Unigénito de Dios descendió para habitar entre nosotros y tomar parte divina en ella.

«Peña» y centro de estudio

No obstante esto, aquella absoluta conciencia de su modestia no fue, gracias a Dios, y en gran parte al esfuerzo y al empeño de los dos grandes compañeros cuya memoria honramos, jamás motivo ni tentación hacia un cómodo «dolce far niente» intelectual.

Santa Teresa del Niño Jesús nos da otra vez la pauta: «Quel mystère! Jésus, n'est-il pas tout-puissant? Les créatures ne sont-elles pas à celui que les a créées? Pourquoi s'abaisse-t-il à dire: 'Demandez au Maitre de la molsson d'envoyer des ouvriers?' Ah! c'est qu'il a pour nous un amour si incompréhensible, si délicat, qu'il ne veut rien faire sans nous y associer...» (Carta XII, 15 ag. 1892).

En cierto modo, y en distinto sentido –puesto que la Santa se refiere allí directamente a la vida y al apostolado de plegaria–, osaríamos a aplicar estas frases a «Schola», personificada siempre en sus dos modélicos miembros. La conciencia de su modestia no fue ocasión para olvidar este amor delicado de nuestro Dios que en cierto modo quiere asociarnos a su divina empresa, cualquiera sea nuestro estado. Hacerse dignos de ello, era el objetivo principal de «Schola». La primera finalidad, la más importante de todas: formarse. Formarse en el estudio científico de nuestra Santa Religión, conocer sus doctrinas en todos los campos, singularmente en el político y en el social. Aprender a amar a la Iglesia, gracias a conocerla mejor. Que para amar a nuestra Madre, lo mejor –ello basta– es conocerla: por esto la Historia –escenario de la actuación de la divina Sociedad que Cristo fundara– formaba parte favorita de las materias científicas de aquella «peña».

Formar seglares conscientes: formar hijos enamorados de su Madre la Iglesia. Primera finalidad. Segunda: que esta formación pudiera, en su día, irradiar en el círculo modestísimo y limitado de su vida civil. Formando así apóstoles, no por lo modestos, menos sólidos y profundos, los cuales, siquiera en la propia familia o en la corta esfera de sus actividades profesionales, por la profundidad de sus convicciones, fuesen dignos, de alguna manera, de ser «asociados» por Dios, en su divina delicadeza, en la tarea de hacer bien a la Sociedad y contribuir, siquiera ínfimamente, si no a extender, por lo menos a «acreditar» (séanos excusado el atrevimiento de emplear esta frase) su futuro Reino. ¡Tanto puede el ejemplo, el prestigio! Si los verdaderos cristianos supiesen rodearse del prestigio de su virtud, cuánto más eficaz sería este prestigio que todas las propagandas! ¿Es que, en gran parte, el secreto de la propagación milagrosa de la Iglesia en los primeros tiempos, no residió en el prestigio que rodeaba a los cristianos?

Frutos de «Schola»

José-Oriol Anguera de Sojo

José-Oriol Anguera de Sojo Dos de sus miembros, en su corta, pero gloriosa y admirable vida, consiguieron plenamente este ideal, sirviendo de modelo a sus compañeros.

Y si algo justifica y asegura a éstos sus compañeros la legitimidad del camino escogido, es el amor de ambos hacia aquella «Schola», objeto de su predilección. Y su vida demuestra que ésta no era, como hemos asegurado, una torre de marfil solitaria, sino que en ella se trabajaba, con el ideal de formación, al servicio de Dios y de la Sociedad.

Corta e impetuosa la vida heroica de José Oriol Anguera de Sojo y Dodero, lo demuestra plenamente. Herido un número inverosímil de veces, a causa de su arrojo legendario, nos imaginamos verle, en plena Guerra de Liberación, en el Frente de Levante. El estudioso Letrado, consagrado a la Historia y a la Metafísica, llevaba en su saco el Misal Romano, una gramática árabe (en el noble afán de acercarse mejor a sus tropas, y de aprovechar tal circunstancia para conocer esta lengua de la que hubiera [55] sacado tanto provecho), y, por fin, algo inverosímil en un teniente y en aquel frente montuoso turolense-valenciano: una «Suma» de Santo Tomás, hallada en las ruinas de un Convento liberado... En sus ocios militares reproducía, ante un auditorio improvisado las conferencias –adecuadas, naturalmente, al lugar– que le conocíamos. Un eco propio de su querida «Schola»...

En ella, como hemos apuntado antes, Anguera había tomado a menudo la palabra. El joven jurista, autor ya de un estudio sobre las Instituciones jurídicas pre-Romanistas en el antiguo Condado de Ausona, sentía pasión por la Historia, no simplemente la erudita –como fue un ejemplo este su primer fruto– sino por otra clase de Historia, mucho más profunda y mucho más luminosa también.

Era la Historia triste y atormentada del Mundo, la de Europa especialmente, la que nos describía –fijándose, por ello mismo, con especial preferencia, en la época renacentista, inicio de la Apostasía– pagando pesado tributo a sus profundos errores y ofreciendo, con sus guerras, con sus plagas, el espectáculo miserable del rebaño que se empeña en huir de su Pastor.

Y sus antiguas conferencias tienen hoy el valor inmenso de haber sido confirmadas con la enorme y sincera consecuencia de su vida heroica. Sus convicciones expresadas primero en palabras, fueron rubricadas después, dando así plena responsabilidad a su pensamiento, al pie de Peña Juliana, frente a la contra-ofensiva enemiga.

Pero, no obstante su heroísmo, hay algo en Anguera superior a todo esto. Su conducta lo denuncia: Ibrahim, su asistente moro, aún se admira de qué «cuando Teniente estar solo» pasase las cuentas del Rosario. Y más lo denuncian aún su correspondencia y sus notas. No es juvenil impetuosidad bélica. Es consecuencia. Consecuencia en quien a través de sus estudios había llegado al conocimiento íntimo, que equivale al amor, de la persona de Jesucristo.

Para Anguera el estudio era oración. La filosofía le servía de peana para llegar a verdades superiores y admirables, y la Historia para ponderar las vías de la Providencia y llenarse de esperanzas sabiendo que la domina el más gigantesco de los hombres: Jesucristo, que también es Dios.

Él le vería inclinarse, por encima de los siglos –«misereor super turbam»– en ademán de misericordiosa majestad. Y es que ante su divina Figura se detiene el cansancio de la Historia. Ella la preside y la recoge, para conducirla. De sus siglos, ha escogido los últimos para mostrar, como remedio supremo, lo más íntimo de su adorable Persona, el Corazón. El mayor Corazón de todos los tiempos, que lo mismo consolaba a la pobre viuda huérfana de hijo, como expulsaba gallardamente a los mercaderes del Templo. Un Dios. Un Dios que tiene Corazón y nos lo muestra. ¡Qué enorme solución ésta, para nuestras épocas, sedientes del hombre, del conductor, del jefe, que nuestra impotencia precisa, que nuestra indigencia reclama! ¡Qué enorme solución hallar al Hombre! ¡Qué enorme solución, puesto que también es hallar a Dios!

Anguera no alcanzó a ver a su «Schola» convertida significativamente en «Schola Cordis Iesu» con audacia. Pero se nos antoja que bajo la noche agosteña, estrellada –miriadas de Mundos que se mueven bajo la voluntad y el designio del Creador– en que entregó a su Capitán divino su alma pura, debía ya divisar su triunfo, prometido a los que, como él, son sus auténticos partidarios. Debía ya, inefablemente, ver como aquel Corazón que le acogía, había de llegar a ser un día, incluso físicamente, el Centro del Universo divinizado, definitivo Templo del que todos, por la divina misericordia, debemos ser piedras y aureola. Porque el Cielo y la Tierra pasarán, mas no sus palabras. Jesucristo, Padre del futuro siglo, dueño de todos los siglos que los astros inscriben en su carrera, debía adelantarse a recibir benignamente al que le había buscado, y una vez hallado, le amaba con la sinceridad que su sacrificio rubrica.

José María Planas Corbella

José María Planas Corbella Otra vida, también corta y modélica. Figura con trazos tal vez no tan vigorosos como la anterior, pero, quizá, más íntima, si cabe, dentro del carácter de la vieja «Schola».

Doctor en Ciencias, discípulo del gran Sereri en Roma, se separó, físicamente hablando, de nosotros, en 1935: por Oposición había llegado a ser Catedrático, en la Universidad de Zaragoza, el más joven de toda España.

Su asombrosa capacidad en ciencias exactas le dio un prestigio extraordinario. En 1936 le vemos en Göteborg, representando a nuestra Patria. Mas el prestigio de su inteligencia corría parejas con el que rodeaba a su persona: se presagiaba en él al futuro sabio cristiano. Como tal era ya considerado doquier.

Sus ausencias eran compensadas por su correspondencia. Desde todas partes nos escribía: siempre, alejado de nosotros, nos recordaba.

Porque Planas personificaba, en cierto modo, el elemento científico máximo de nuestro grupo. En una ocasión, nuestro Director, excusaba, bondadosamente, nuestra inacción: «Os falta Planas», nos decía.

Era una vida que prometía poderosamente. Era una inteligencia que hubiera glorificado a Dios; que, con su prestigio, hubiera traído otras hacia Él.

Él permitió su sacrificio. Y le pidió un sacrificio tal, del que solamente pueden ser capaces las almas de su temple.

Hemos abusado ya en este pobre escrito del recurso al auxilio de los de Santa Teresa del Niño Jesús. Ella nos perdone si de nuevo acudimos, en demanda de inspiración, para poder exponer felizmente ideas dignas de tales objetos, a su fuente. ¿No es ella quien nos dice que «Dios, a menudo, se contenta con nuestro deseo de trabajar para su gloria»? ¿No es ésta la razón que explica el por qué de un sacrificio tan duro, el sacrificio de una vida que parecía tan cara a la Religión y a la Patria que cuenta con tan pocos hombres así?

En su carta VII, a dos Misioneros, la Santa habla. [56] ¿Será excesivo atrevimiento recordar este fragmento en este lugar, y ante la memoria de nuestro amigo?

«...Le Père Mazel, qui fut ordonné prêtre le même jour que vous, ne savait pas parler non plus; cependant, il a dejà cueilli la palme... Oh! que les pensées divines sont au dessus des nôtres!... En apprenant que ce jeune missionnaire était mort, avant même d'avoir foulé le sol de sa mission, je me suis sentie portée à l'invoquer; il me semblait le voir au Ciel dans le glorieux choeur des martyrs. Sans doute aux yeux des hommes, il ne mérite pas le titre de martyr; mais, au regard du bon Dieu, ce sacrifice sans glorie n'est pas moins fécond que ceux des confesseurs de la foi.»

Sacrificio sin gloria. Mas también ha habido quien se ha sentido llamado a invocarle. Nos lo decía, de otro, uno de sus compañeros de Zaragoza: «...Va a menudo a Almudevar, a la tumba de Planas, a rezar.» Los pensamientos divinos están, realmente, muy por encima de los humanos.

De «Schola» a «Schola Cordis Iesu», Cristiandad

José Oriol Anguera de Sojo y José María Planas personifican los tiempos «prehistóricos» de nuestra querida «Schola» la cual, tan pobre ya de sí en miembros y en medios, vio perder, por designio providencial, a sus dos mejores. Quizá con ello Dios ha querido patentizarnos que no necesita de nadie para hacer el bien sobre la tierra, y, a la vez, demostrarnos que únicamente son eficaces los medios sobrenaturales: indudablemente, la protección de nuestros amigos y compañeros desde el Cielo se ha patentizado, también, bien clara y eficaz: mucho mayor que la que nos hubieran prestado, aún contando con sus dotes tan relevantes, en la tierra.

Lección es ésta que nos toca recoger. Espíritu éste que debe informar a Cristiandad en su modesta misión de apostolado. En su misión de modesto soldado –uno de tantos– que tiene, empero, el altísimo honor de participar en el Combate supremo: el combate para el Reino de Dios.

Disponiendo como dispone Él de todas las armas, siendo omnipotente, parece haberse esmerado, por así decir, en hacer dejación de todas ellas, que se ha apresurado a recoger el Príncipe de este Mundo. Se repite –nos atreveríamos a decir– el admirable reto divino que nos relata, en su primer Capítulo, el Libro de Job. Cínicamente, Satán confía que si Dios hace dejación en su mano de todas las armas materiales, vencerá sobre la criatura humana. Mas Dios tiene bastante con la humildad y la paciencia, que el Príncipe de este Mundo no concibe puedan resistir el triple y brutal ataque de la concupiscencia de la carne, de los ojos, y de la soberbia de la vida de que nos habla San Juan. Dios quiere demostrar al Maldito que aquellas virtudes que él, el Mundo y la Carne no cotizan, son suficientes, en lucha desigual, para batirle vergonzosamente.

Guerra épica la que nuestro Divino Capitán conduce, y, humana, materialmente hablando, desigual. Las huestes imponentes del Averno, terriblemente armadas, no pueden concebir como nuestro pobre barro, materialmente desarmado, sea capaz de resistirle. En su soberbia, la convicción de su propio cinismo, no cree en la eficacia del sobrenatural auxilio de Dios a esta pobre arcilla.

En su cuadro social, esta lucha constituye el motivo de la Historia. Esta es escenario «de la grande obra a cuyo éxito Dios subordina todos los acontecimientos humanos: el triunfo de la Iglesia», como dice el Padre Ramière. Mas esta lucha atraviesa momentos verdaderamente críticos: y esta realidad constituye un estado de conciencia vivido por «Schola» y que no puede menos que informar a Cristiandad.

No es esto un pesimismo: que las huestes del Infierno intensifican los ataques contra la Esposa de Cristo, en forma más violenta que nunca, no lo decimos nosotros. Lo dicen, unánimemente, todos los últimos Pontífices, que, gloriosamente, en medio de grandes peligros, van sucediéndose en nuestros tiempos. Y tampoco es pesimismo el que temamos inminentes y espantosísimos peligros, si, por otro lado, sabemos de antemano que, pese a todas las catástrofes probables, la victoria definitiva, siquiera lejana, será nuestra.

Hemos hablado del Padre Ramière: su espíritu, el espíritu de sus obras: «La Soberanía social de Jesucristo», «Las Esperanzas de la Iglesia», es el que informó a «Schola» en sus primeros tiempos. Su espíritu sigue informando a «Schola Cordis Iesu», hija del Apostolado de la Oración, donde ha aprendido el inefable objeto de la epopeya divina, que solamente podía concebir el infinito Corazón de un Dios: la incomprensible y anonadora divinización del cristiano.

Su espíritu debe informar, por tanto, igualmente, a Cristiandad. Una revista. En el Ejército de Dios, una revista es un soldado más. Su misión natural, la de vigía. Es el soldado vigía, que otea los horizontes, que por lo mismo está en disposición de informar, de animar mejor a sus compañeros, anunciándoles el curso de la batalla, señalándoles los auxilios que, en la lejanía, se advierten ya, y que forzosamente han de llegar.

Ante el empuje enemigo, nuestra vocación es ésta, coadyuvando así a vigorizar las fuerzas de resistencia con la función a que nuestro oficio de vigía nos califica: reafirmar nuestra esperanza.

Y, pese a la lobreguez del momento, y al proceloso océano preñado de tempestades que se abre ante la Barca de Pedro, la visión de la Historia a la luz de las Promesas de Dios nos da seguro derecho a esta esperanza.

Comunicarla a todos es la vocación que «Schola Cordis Iesu», inspirada seguramente por sus dos mejores miembros, siente. Ella es la razón de ser de Cristiandad.

Luis Creus Vidal.

Notas

{1} Conocida es la anécdota ochocentista de don Carlos, dirigiéndose a sus cortesanos, durante la Guerra civil española: «Ustedes no saben decir otra cosa que 'ojalá'... 'ojalá'... parecen ustedes ojalateros...»


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