Filosofía en español 
Filosofía en español


Juan B. Justo

Separación de la iglesia católica y el Estado

Somos políticamente dueños de un vasto territorio, todavía en gran parte yermo y desierto.

En la pampa inmensa, en los bosques seculares y vírgenes, en los ríos que arrastran las aguas de medio continente y en el mar que las recibe, en las montañas que, siempre nevadas bajo el trópico, encierran tesoros, en el cielo magnífico de este hemisferio, no encontramos ya los fantasmas benefactores ni los espíritus maléficos de que los poblaran la imaginación y el terror del salvaje.

En el grandioso ambiente, fresco aun el recuerdo de su conquista y presentes la mezcla de razas en América y la lucha de las más fuertes naciones por extender su imperio, domínanos, soberana y grata, la emoción de crear, y se apodera de nosotros el sentimiento de nuestra responsabilidad por el destino de esta parte del patrimonio humano.

Una nación grande, libre y solidaria de las otras ha de poblar estas regiones. Hemos de formarla con nuestra prole y con los hombres de otras partes del mundo que sepamos atraer, y elevar, junto con nosotros mismos, a la altura de un pueblo vigoroso, que sintetice la inteligencia y la virtud, el derecho y la fuerza.

Para ese largo y difícil camino del porvenir, que hemos de recorrer con presteza, urge descargarnos del fardo de los viejos dogmas y mitos. En la inmensa tarea de desmonte y roturación, de cultivo y de cultura, que acometemos con retardo, necesitamos de la agudeza de nuestra razón tanto como del filo de nuestra hacha.

Hemos de hacer nuestra historia con la impetuosidad del joven que no respeta ídolos ni se deja atar por la tradición, con la franca sencillez del poblador de tierras nuevas que no tiene gusto ni tiempo para ceremonias, con la libertad de juicio del sabio, capaz de plantearse problemas propios y de resolverlos, porque se desprende de todo inútil lastre de doctrinas.

Y esta es realmente la orientación de la inteligencia argentina. Las creencias decadentes del viejo mundo, cuya definitiva extinción los cleros profesionales trata de retardar, no prosperan aquí, ni consiguen desviarnos de nuestra fe en la verdad adquirida por la experiencia, necesaria para la acción, educadora del carácter, guía única de robusta moral.

Con ingenuidad de hombres del siglo XX, vemos el mundo como un juego infinitamente grande y complejo de fuerzas, y, entre ellas, nuestros apetitos, nuestros sentimientos y nuestras pasiones. En el caos del ambiente físico-biológico, nos desarrollamos gracias al orden que introduce nuestra inteligencia en él, merced al sistema de leyes científicas, resultado de la observación y el experimento, leyes de creación humana que se imponen a todos, pues fuera de ellas, nuestra existencia fracasa. Y porque son humanas, esas mismas leyes científicas no las consideramos válidas sino dentro de su relatividad. Las creemos ciertas en tanto que nos sirven para la acción práctica, mientras nos guían hacia el mayor conocimiento y dominio del mundo y no obstan a la elaboración de teorías más comprensivas y actuales. Son nuestros instrumentos de economía mental y las adaptamos cada día a nuestra nueva experiencia. Ellas son el conocimiento que nos habilita colectivamente para vivir. En nuestras manos y en nuestra mente está el ensancharlo, para aplicar mejor los elementos y hacer más productiva nuestra labor diaria, para prever, y así evitar, los males que puedan amenazarnos, para alcanzar una vida más amplia, más completa y más noble.

Y también para sanear y embellecer la vida colectiva.

Arde en nosotros, inextinguible, el amor de nuestra especie, la simpatía humana, sentimiento primordial, anterior a toda creencia y toda religión, independiente de todo rito y de toda iglesia; mandato más imperativo que todo dogma, voz más elocuente que la de todo, auténtico o ficticio, profeta.

Iluminado por la ciencia de la vida individual y colectiva, ese amor nos dicta imperiosas reglas de conducta, que aseguran la ordenada y progresiva convivencia social. Trabajo y solidaridad, son los dos grandes preceptos de la nueva moral. Quien no trabaja, pudiendo física y mentalmente hacerlo, es un miserable parásito, cuyos órganos y funciones más altas se atrofian. Y el trabajo solidario, de valor social, no es el malgasto de materiales y fuerzas de chapucero, ni el deporte, infructuoso cuando no destructivo, en los negocios o la política, ni el arte ensimismado, ni la ciencia hermética. Es la obra necesaria, útil o hermosa que los otros aprecian o admiran. ¡Felices los que se entregan a esa obra placenteramente! Ellos no pregonarán su propia virtud y serán amados como altruistas. No esperarán de su trabajo ninguna ventaja personal que no sea un bien colectivo. No temerán el fracaso, pues siempre se han de proponer algo asequible. Si el triunfo pareciera faltarles, no lo atribuirán a la maldad ajena, sino a que sus propias miras no eran bastante altas, y la elevarán, y suya será entonces la victoria. Y nunca han de desesperar, pues si chocan a veces con obstáculos que no han calculado, saben que también puede esperarlos la felicidad imprevista.

Quien siente, indestructible y sagrada, la chispa de amor que cada ser humano lleva en sí, es quien más se respeta a sí mismo y afirma con mayor energía su derecho al pleno desarrollo individual. Nada más insensato que negar este derecho a otros, en nombre de una igualdad innata que no existe. Pero las desigualdades más grandes y perniciosas entre los hombres provienen del privilegio, tradicional o advenedizo, y es humillante y cobarde sufrir pasivamente el desnivel impuesto, no por la ley biológica, sino por leyes políticas, que podemos y debemos reformar o abolir.

Lejos estamos, pues, de la moral cristiana que nos ordenaba presentar la mejilla derecha a quien nos abofeteara en la izquierda. Sufriremos el mal inevitable, sin cejar en el empeño de librarnos de él. Pero la resignación al mal evitable ha dejado de ser una virtud. Ella ha sido el precio que los egoístas cándidos pagaban por las promesas de ultratumba y para salvarse de los castigos infernales con que las iglesias han obsesionado a sus fieles, a veces hasta enloquecerlos. La inteligencia humana normal desdeña ahora esas monstruosas fábulas.

La nueva moral no reconoce más recompensas ni sanciones que la satisfacción o el roce íntimo de nuestros propios sentimientos y la reacción, favorable o ingrata, que nuestra conducta motiva en los sentimientos de los demás.

Su doctrina es de paz en el trabajo solidario, y de lucha abierta contra todo lo que signifique opresión y despojo del hombre.

Por eso, en la obra constructiva por el bien de la nación y de la humanidad, ocupa mucho lugar la lucha de clases. El significado y el carácter de los partidos se elevan cuando el fondo de su lucha es la perspectiva de la justicia social y de la libertad. A realizarla convergen los esfuerzos de los mismos conservadores, no, por supuesto, cuando se aferran a privilegios odiosos y caducos, sino cuando sostienen los derechos de las categorías superiores del trabajo social y resisten a los errores y vanas tentativas de la demagogia.

La moral social es hoy, en ese sentido, función de partidos. Ella nos exige respetar todas las formas del trabajo social, desde las más vulgares y modestas, hasta las más difíciles y altas. Ella reclama, en nombre de todos, para la salud y el bien de todos, la abolición de la miseria, sucia y fea. Ella nos obliga a ofrecer a cada uno la educación necesaria para emprender su camino ascendente en la vida, y llevar, al servicio de la comunidad, hasta donde se lo permitan sus fuerzas.

Y esa misma moral social nos veda embotar las inteligencias con dogmas arcaicos, palabras sin sentido y fórmulas absurdas, y nos hace despreciar la hipocresía de la sumisión externa a ritos practicados sin fe.

A esta altura del desarrollo ético de la humanidad, compréndese que las religiones cristianas hayan perdido toda fuerza expansiva. Los grandes pueblos asiáticos adoptan la técnica, la organización económica y las formas políticas de Norte América y Europa, pero nada toman de las iglesias cristianas, en las que nada encuentran que les sirva para mejorar la vida social y consolidar la nacionalidad. No creen en el evangelio que se predica desde la cubierta de buques de guerra. En medio siglo de esfuerzo heroico e inteligente, el Japón se ha colocado entre los pueblos más cultos de la tierra, sin haber recurrido a los buenos oficios del Salvador que presidió espiritualmente el exterminio de pueblos enteros en América.

Y en los principales países considerados cristianos, la clase gobernante, aun cuando tenga la Iglesia como vicaria de la policía y cuente con ella para mantener sumiso al pueblo, comprende ya que ese aparato de sugestión pierde eficacia cuando se asocia demasiado ostensiblemente al gobierno. Concordando con el progreso intelectual y moral del pueblo, esa razón de política práctica de clase privilegiada ha cortado en esos países el vínculo entre el Estado y las iglesias. Ni Estados Unidos, ni Australia, ni Nueva Zelandia, ni Suiza, ni Francia, ni Alemania, ni otra alguna de las repúblicas últimamente constituidas en Europa, tienen religión de Estado ni presupuesto de culto. La misma Irlanda, al constituirse como estado libre, a pesar de su sectarismo nacionalista, no se ha dado una religión oficial. No la tienen tampoco los dos pueblos latinoamericanos más numerosos, Méjico y el Brasil, ni la República del Uruguay.

La Constitución de 1853 nos tiene, pues, rezagados en el triste rebaño de los pueblos de marca católica, ricos solamente en íconos y otros malos símbolos. La leyenda y la impostura aparecen todavía oficialmente como nuestra magna verdad nacional, que hemos de repetir, contritos, en las grandes solemnidades. Un clero retrógrado, pagado con dineros públicos, ejerce en el país su influencia enervante y corruptora.

El jefe de la internacional negra, organización en la cual ni nuestro pueblo ni nuestro gobierno tienen voz ni voto, manda incondicionalmente a una legión de funcionarios nacionales, formada en su mayor parte por extranjeros sin carta de ciudadanía.

El pueblo trabajador consciente quiere que cese cuanto antes este estado de cosas, y la clase gobernante no puede prolongarlo sin mengua de su probidad intelectual y politica. ¿Son tan usurpados sus derechos a la posición superior que ocupa que necesita de títulos falsos? ¿Siente su autoridad tan vacilante que haya de apuntalarla oficialmente con mentiras?

Preferimos explicarnos la supervivencia de la Iglesia oficial entre nosotros como una actitud de inercia e indiferencia ante un mal que, por error, se considera despreciable y pequeño.

Hoy, después de 72 años de mentira convencional eclesiástica bien podemos distraernos un momento de la política que se pretende económica porque sólo mira al despilfarro de riquezas.

Hay que cimentar la moral privada y pública en sentimientos comunes a todos y en verdades valederas para todos.

Hay que infundir a todos la confianza en sí mismos, como hacedores de su propio destino individual y colectivo.

Hay que garantizar a todos la plena libertad de conciencia y de pensamiento, postulado esencial de la democracia.

Hay que desacreditar la revelación y el mesianismo, para alejar la influencia de los mesías fautores de la política criolla.

Hay que purgar la literatura oficial de palabras y fórmulas sin sentido preciso, que no hacen a nadie más virtuoso, pero sirven para disimular el error o el vicio.

Hay que poner todas las creencias místicas en un pie de igualdad ante la ley y no entrometer el Estado en cuestiones de iglesia, sino en protección de la salud y seguridad de las personas.

Hasta por motivos fiscales, hay, por fin, que desterrar la mistificación y el disimulo, como preparación indispensable del impuesto sobre la renta, que con tan excelentes resultados tienen establecido los gobiernos sin Iglesia.