Filosofía en español 
Filosofía en español


Pedro Vicente Aja

La crisis de la Universidad de La Habana

La Universidad de La Habana fue fundada hace más de doscientos años, en 1728. Era Cuba a la sazón colonia de España. El alto centro docente surge por una Bula Breve papal y como órgano de la cultura occidental y cristiana. Le insufla vida –al menos por determinación de las vigencias culturales actuantes todavía para Cuba–, un humanismo que trasciende lo puramente cientificista; y se organiza conforme a la clásica división del trivium facultativo. Se regía y dirigía eclesiásticamente por los Padres Agustinos, según los criterios y métodos escolásticos a que esa Orden permanecía afiliada. La que después había de ser la comunidad cubana andaba, por entonces, sólo en trance de fermentación. Mas ya la Universidad venía a satisfacer el despunte de un fuerte espíritu isleño deseoso de claridades y conocimientos. Esto es: de una más alta vida espiritual.

Aspiraciones liberales

El siglo XVIII consiguió revolucionar profundamente los soportes filosóficos y la estructura social y política del mundo occidental. La América hispana no quedaba al margen de sus consecuencias. Mucho menos sus Universidades. El enciclopedismo y los ideales de democracia política, hundieron sus raíces en el pensamiento de lo más ilustrado de los pueblos, y ello fue derivando hacia la conciencia colectiva. Sentó sus reales –independientemente de las resistencias estructurales en lo político, en franco divorcio lo formal con el contenido material– la filosofía demoliberal.

En lo que a la Universidad en sí concierne, era clima propicio para que madurasen una serie de principios que vienen desde el Renacimiento –bien vista la cuestión, sus gérmenes están ahí en el siglo XIII, su momento originario–, y que van a configurar, en algunas partes sólo como pretensión y en otras como realidad, asumidas de esta o de la otra forma, las bases ideales sobre las que debería funcionar esta institución y en virtud de las cuales ocuparía una posición independiente, como poder espiritual, frente a los demás poderes sociales: la Iglesia, el Estado, la Prensa. Estos principios, los fundamentales, parecían ser lo que hoy llamamos autonomía universitaria, especie de recinto moral donde la tarea científica y formativa queda protegida de toda presión extraña a su menester: el acceso a la verdad; la dignificación y exaltación del quehacer docente y de su presupuesto y expresión indispensables en la libertad de cátedra; y el reconocimiento de la posición del estudiante como elemento activo y objeto supremo de la atención académica y, ante todo, y sobre todo, como sujeto de libre vocación con un fin en sí mismo. Así, pues, vemos como a la misión de la Universidad le daba vida el espíritu de libertad humana.

En Hispanoamérica lo capital sería el logro para la mayoría de sus pueblos de la independencia política y su constitución en Estados soberanos. España misma viviría [19] en el relámpago de la constitución de 1812 y reflejaría en sus territorios de Ultramar –Cuba por caso– la influencia de esas ideas liberales. Se asistirá, por consiguiente, a un largo período –el cual abarca gran trecho del propio siglo XIX– en que, en lucha las formas políticas estatales con las aspiraciones de los pueblos, las Universidades hispanoamericanas fueron transformándose, y en que la Universidad de La Habana, bajo el influjo de sus hombres de letras más avisados, alentó una reforma comprensiva de su filosofía docente, sus métodos de enseñanza y su organización institucional. No podía ocurrir de otro modo. En lo hondo, en aquella Universidad se registra ya una conciencia y voluntad de crecimientos propios. En efecto, en los comienzos mismos del siglo el Padre Félix Varela proclamó, desde su cátedra del Seminario de San Carlos, que ésta, en la que se enseñaba Constitución, era la Cátedra de la Libertad; y el profesor de Derecho Natural de la Universidad de La Habana, don Antonio Bachiller y Morales, se inspiraba manifiestamente en la filosofía que proclamó Krause y que, antes, Sanz del Río introdujo en España, dando lugar a la fundación de la Escuela Libre de Derecho. Téngase en cuenta que en las aulas de esta Universidad se formaron muchos hombres –Ignacio Agramonte, Antonio Zambrana, Rafael Morales, &c.– que saltaron del acto de graduación al campo de la guerra por la independencia nacional en los días creadores del 68. En 1871, con el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, la Universidad de La Habana sellaba un pacto de heroísmos, de renovados sacrificios, para forjar el destino de la nación. En su visión de cómo la Universidad debía servir a ese destino, José Martí estableció años después, esta idea definitoria: «Ser culto es el único modo de ser libre.» No en balde profetizó que estaba en el porvenir de nuestra América fundar, al lado de la Universidad literaria, la Universidad científica, sin destruir jamás la Universidad literaria.

República y positivismo

El 20 de mayo de 1902 se inauguró oficialmente la República de Cuba. Factores de índole diversa, externos e internos, se conjugaron para que aquel advenimiento no fuera pleno en su contenido. Aún se mantendrían encimados sobre la cuna de nuestra niñez republicana. Desde temprano, algunas mentes vigilantes protestaron que la independencia política no coincidía con un fuerte y bien integrado espíritu público; tampoco con una emancipación económica consecuente. Ciertamente, enseguida se hizo patente un disfrute precario y una mala mayordomía de la riqueza nacional, así como un ejercicio con frecuencia falsificado de las instituciones libres. La nueva República no estaba en su verdad ni en su autenticidad. Pero la personalidad que implicaba ser formalmente una República constituía una hermosa posibilidad para realizar la nación plena que avizoró Martí.

Una de las instituciones a la que era menester colocar en función de verdadero servicio comunal era la Universidad. Y la reforma universitaria se realiza, pero ahora a la luz del positivismo que como filosofía sustenta don Enrique José Varona, en ese minuto decisorio secretario de Instrucción Pública. Algo debemos enjuiciar de esa reforma. Satisfizo bastante, con posibilidades modestas a su alcance, requerimientos varios, inmediatos y de carácter práctico –necesidad de médicos, profesores, ingenieros– que en tal coyuntura le planteaba a la Universidad la naciente sociedad cubana; pero ese abandono esencial de que adoleció en cuanto a la formación humanista del hombre universitario –esto es, de bien integrados hombres de mando para los diferentes planos sociales–, marcaría pronto un signo negativo en todas las dimensiones del vivir cubano. Nuestro vivir se desespiritualizó y se tornó demasiado pragmatista. Téngase en cuenta que ese enfoque positivista y como de emergencia presidió unívocamente la reforma de todo el sistema de la escolaridad en Cuba. Tal vez junto a otras realidades, ello contribuya a explicar esos saldos indeseables de nuestra conducta pública. Me refiero, insisto, a cierto descuido y simplismo con que se atendió el reclamo más permanente y hondo de formar en lo moral y en lo cívico buenos ciudadanos. [20]

Más democracia, autonomía y hacia lo humanista

La llamada generación universitaria del 30 replanteó, casi a los veinticinco años de constituida la República, la necesidad de producir reformas en el más importante centro docente y, con tanta o más urgencia, la necesidad de transformar la vida toda del país. La dictadura de Machado obraría como el pretexto más ostensible y próximo. Pero, en lo hondo, un sentimiento de frustración nacional –los órganos democráticos eran burlados a diario, y las medidas impostergables al rescate de la riqueza nacional se escamoteaban para servir intereses foráneos de nuevo cuño y en beneficio de un ventajismo personal–, una gran cólera ante la irresponsabilidad moral y política con que se conducían los bienes esenciales del pueblo, enardecía y movilizaba los espíritus. Influencias de movimientos reformistas universitarios que venían ocurriendo en Suramérica, en Argentina principalmente, se hacían sentir en la Isla. Además, un marcado acento en lo social, signo sobresaliente de nuestro siglo XX, llegaba a través de doctrinas y acontecimientos que manifestaban una voluntad universal de transformar el mundo. Y en los problemas concernientes a esa transformación social se estrenó y agitó la conciencia universitaria. Pero, bueno es subrayarlo porque sin duda comporta un apego a la verdad histórica, tales ingredientes ideológicos eran asimilados como hecho generacional –salvo contadas excepciones–, más bien como un enriquecimiento del ideario democrático, como un alimentar de contenido económico al viejo ideal. Lo que ha de subrayarse es que para la generación del 30, como para todas nuestras generaciones revolucionarias, se mantiene la filiación a una filosofía política presente en los fundadores de la República: la que partía de un respeto esencial a la persona humana. Es más, aquella generación pidió la autenticidad y el funcionamiento de las instituciones libres, no sólo como un status definitivo que lograr, sino inclusive como la vía instrumental imprescindible a fin de llevar a cabo los cambios apetecidos. Los males de la democracia se curan con más democracia. Tal era su fe.

En lo que a la Universidad atañe, la cuestión inmediata se concentraba, ante todo, en lograr su autonomía. Mediante la consagración del gobierno propio, y con el clima de libertad académica correspondiente, se abrigaba la convicción de propiciar una Universidad más a tono con la época, más en consonancia con las necesidades del país, más al alcance de las clases populares, más a la altura de su misión cultural y científica.

Una misma voluntad, tras igual enfoque y similares objetivos, se prolongó durante la lucha universitaria contra la primera dictadura de Batista, quien, recién caído el régimen de Machado, se estrenó como traidor sempiterno de la patria y de su revolución democrática.

Por fin la lucha renovada logró en 1937 la autonomía para la Universidad de La Habana. En 1940, la Asamblea Constituyente en que desembocó el proceso revolucionario, consagró definitivamente la referida autonomía en el artículo 52 de la Ley Fundamental. Desde su conquista, hace por tanto más de veinte años, la Universidad se dio su propio sistema de gobierno. El régimen universitario se caracterizó, hay que decirlo, por una celosa observancia del espíritu de libertad –libertad de elección vocacional, libertad de cátedra, libertad de credos religiosos, filosóficos y políticos, libertad de expresión y de organización para profesores y estudiantes–, y por procedimientos democráticos en la constitución y funcionamiento de todos sus organismos. Desde el Rector hasta el último de sus mandatarios fueron designados mediante elección y periódicamente. Los estudiantes, de igual manera, constituyeron la Federación Estudiantil Universitaria (F.E.U.).

La Universidad se abrió más al pueblo, a las clases humildes. No existía discriminación alguna, ni por razones económicas ni de sexo. La matrícula para cursar una carrera era poco costosa y se concedía hasta un 40 por ciento de matrículas gratuitas. Su población estudiantil iba en creciente aumento; últimamente alcanzaba la cifra de treinta mil alumnos.

En el haber de esta Universidad se exhibe diversas ocasiones en que ejerció una [21] función de vigilancia, y de fiscalización en la existencia cubana. Es cierto que se vio convulsionada muchas veces por pugnas intestinas, reflejo de los problemas políticos que acuciaban a la actualidad y, lamentablemente, resaca también de las antiguas luchas revolucionarias. Pero aquella fue siempre una Universidad generosamente movida por un espíritu de servicio público. Ahora bien: muchos aspirábamos a que ese espíritu se tradujera en un abrirse a la plena actualidad sí, pero limpio de todo influjo político extraño a su menester cultural, profesional y científico.

Precisamente en punto a su jerarquía científica crecía la conciencia de que era menester superar a la Universidad. Había muchas resistencias negativas que vencer. Ya aludí a cierto politicismo profesoral y estudiantil y a sus causas; agréguese un atraso y rutinarismo en los métodos y contenidos de las enseñanzas, y, a veces, un tipo de profesor enquistado que no mostraba voluntad de renovación, ni adecuada dedicación a su cátedra. No obstante, desde la consecución de la autonomía, justo es reconocerlo, se crearon nuevas Facultades, el Departamento de Extensión Cultural, la Escuela de Verano, y el Teatro Universitario; y algunos profesores modernizaron sus programas y hacían esfuerzos por recuperarse del impacto positivista. Pero, en su integrum, esa Universidad adolecía de igual orientación profesionalista, del mismo modo de entender y asumir su misión a base del cual se llevó a cabo la reforma al inaugurarse la República. Y se quería algo más; algo planteado con una visión de conjunto. Ese algo más lo demandaba de modo inaplazable la altura a que había llegado nuestro vivir como nación. Se quería, desde luego, una Universidad que proveyera los profesionales y técnicos adecuados para las necesidades y el desarrollo del país, que, al día en los avances del saber científico, elevara crecientemente, en punto a ello, la calidad de sus graduados, pero no menos se anhelaba que en los mismos se echara a ver la formación de un hombre humanizado, esto es: de un auténtico hombre culto. Queríamos realmente que la Universidad deviniera un órgano fortalecedor de las mejores esencias del cubano.

En 1950, con ocasión de la clausura de la décima sesión de la Escuela de Verano, di expresión a esta exigencia. Aquellas palabras se recogieron en Vida Universitaria (octubre de 1950), publicación oficial de la Universidad. Helas en lo que concierne:

«Eso, vida del espíritu y en abundancia, es lo que necesita urgentemente la Universidad nuestra, si de veras ha de conciliarse con su más alto destino. La actual generación universitaria cubana está hondamente requerida de ello. Bien sabéis que por múltiples razones, imposibles de analizar ahora, nuestra juventud nació a la vida de la conciencia bajo el signo de la exterioridad.» (...) «Filosofías y enfoques exageradamente materialistas, y un positivismo simplista y anacrónico cohonestaban tales actitudes.» (...) «Nos desentendimos del que fuera el primer y más genuino ideal de la cultura de Occidente: transformar el interior del hombre, mejorar su intimidad a través del cultivo del espíritu.»

Fidel Castro: totalitarismo y suplantación

Cuando el 10 de marzo de 1952, Batista escarnece de nuevo los fueros de la civilidad apoderándose del gobierno mediante un golpe militar, la Universidad de La Habana, fiel a su hermosa tradición, se yergue como un baluarte irreductible. De la misma insurgirían, al pronto, las primeras batallas contra el déspota.

Otra vez el pueblo cubano entraba en revolución, y otra más su voluntad se polarizaba hacia la restitución y el ejercicio pleno de una vida democrática. Removiéndose ahora, por supuesto, las viejas apetencias por conseguirle autenticidad a la nación. Para mejor servir esas exigencias, después de varios años de tentativas frustradas, los núcleos cívicos y sectores revolucionarios se dieron cita, a fin de unificar sus esfuerzos, en la ciudad de Caracas. Allí entendieron, y así se convino y firmó el 20 de julio de 1958, que una vez desplomada la tiranía se restablecería inmediatamente la vigencia plena de la Constitución de 1940. Desde luego, ese documento de la unificación lo suscribieron los representantes de Fidel Castro. La Constitución del 40 se la había dado el pueblo cubano [22] en un ejercicio completo de su soberanía; era la Constitución violada por Batista, pero, sobre todo, atesoraba un conjunto de bondades intrínsecas. Su articulado consagraba la democracia representativa, la división de poderes, las libertades sindicales, profesionales y de enseñanza; recogía las conquistas sociales del pueblo y amparaba los derechos humanos; asimismo propugnaba una serie de medidas complementarias tendientes a la moralización de los hábitos gubernativos, el fortalecimiento de la economía nacional, la redistribución de la riqueza social y la propia reforma agraria, prevista aquí sobre principios democráticos y fundamentos técnicos acordes con nuestras verdaderas realidades.

Al triunfar la revolución, su primera proclama contuvo un reconocimiento explícito de la Constitución del 40; y la afirmación central de Fidel Castro, los días 8 y 9 de enero, consistió en señalar un término de dieciocho meses para celebrar elecciones libres en todo el país.

En lo que a la Universidad concierne, en ese mismo mes de enero Fidel Castro ofreció desde el paraninfo –previo un reconocimiento de la postura firme, decorosa y valiente del Centro frente a la tiranía–, respetar la autonomía, reforzar los principios de libertad que servían de soportes a su desenvolvimiento interno, favorecer la ansiada reforma universitaria, aumentar la dotación económica de la misma según establecía la Constitución señalada, y construir la Ciudad Universitaria.

Se tenía una fe absoluta en que, de veras, las manifestaciones de los principales líderes eran sinceras. En prenda de ello, los órganos legales de la Universidad solicitaron del Consejo de ministros –aquel primer Consejo de ministros en cuyo seno participaron miembros del Claustro universitario de reconocido pasado democrático: José Miró Cardona, Roberto Agramonte, Elena Mederos– la Ley mediante la cual se constituyó una Comisión Mixta de profesores y alumnos a fin de llevar a cabo la reforma docente. Además, la Universidad reafirmó su confianza en la virtud del gobierno democrático, otorgándole representación a los estudiantes, por conducto de sus directivas legales, en los Claustros de cada Facultad y en el superior Consejo Universitario.

Sin embargo, pronto algunos síntomas y numerosos hechos comenzaron a traslucir los propósitos ocultos que animaban a los conductores reales del proceso revolucionario. Se vio aparecer un sectarismo radical, izquierdizante, y el destape de un clima de intolerancia y ataque a toda posición de signo liberal. Se reclamaban métodos expeditivos y extraños para transformar la Universidad. Lo grave era que reconocidos voceros castristas cohonestaban manifiestamente esas actitudes. Afloró asimismo una propaganda destinada a desacreditar los valores democráticos. Sofismas nihilistas, patrimonio conocido de todos los totalitarismos, se esgrimían como razones. Ya estábamos en los días en que Fidel Castro puso de moda el slogan: «Elecciones, ¿para qué?».

Uno de los hechos más reveladores fue la forma como se tramitó el dominio de la Federación Estudiantil Universitaria, con ocasión del turno de elecciones. Líderes uniformados, encabezados por el comandante del Ejército rebelde Rolando Cubela, visiblemente conectado y apoyado por esas zonas del sectarismo ultraizquierdista, lograron apoderarse de la máxima dirección estudiantil. Cubela fue impuesto como candidato único a la presidencia de la F.E.U. por la presión personal que ejercieron Fidel y Raúl Castro. Los comunistas colocaron sus peones en la nueva directiva. Aquella elección –más bien aquella «aclamación» formalizada por una exigua minoría del estudiantado– se llevó a cabo bajo el signo de las pistolas y de la coacción moral y psicológica.

Tiempo después se extendió la militarización de la Universidad mediante la creación de las milicias estudiantiles. En lo efectivo, por sobre las justificaciones aparentes que representaban a la patria amenazada por el exterior, aquella tropa reclutada principalmente entre los grupos antidemocráticos funcionaría para sojuzgar toda opinión y movimiento libre, tanto entre los alumnos como en el propio profesorado.

Con descaro inaudito los voceros del régimen –ya bien entrado el año 1960 y con la Universidad prácticamente bajo sus botas– [23] comenzaron a propalar que la autonomía universitaria estaba siendo utilizada con fines contrarrevolucionarios y que, por consiguiente, había que darle un nuevo concepto y aplicación. El gobierno tenía entonces una composición y política cada vez más definida –habían sido sacados del gobierno el resto de los representantes de las tendencias democráticas–, y estando ya aplastadas las libertades sindicales, de prensa y de partidos políticos –con excepción del Partido Comunista–, se ponía de manifiesto que había llegado su turno a la Universidad. Y, en efecto, la situación allí se hizo por momentos intolerable. Toda posición u opinión disidente, o que los «censores» pudiesen implicarla dentro o fuera de la cátedra, era objeto de una vigilancia amenazadora. Los ejemplares de las publicaciones estudiantiles, que discrepaban de la línea oficial empezaron a ser destruidos por bandas organizadas. Aún más: se forzó el funcionamiento de un principio político –hijo feliz de los predios rojos y que el régimen apoyó y aprovechó para purgar sus propias filas–, según el cual toda manifestación de anticomunismo implicaba una actitud contrarrevolucionaria.

Pero los verdaderos propósitos fueron puestos de manifiesto, todavía más si se quiere, cuando alrededor del mes de mayo de 1960, el «Che» Guevara –doctor en Medicina convertido en comandante, ideólogo y presidente del Banco Nacional de Cuba– pronunció una conferencia en la Plaza Central de la Universidad. ¿Cuál era el sentido y las directrices de la reforma universitaria que el régimen apetecía? Tal vez la intelligenzia cubana no consiga escuchar otra vez una configuración de la cultura ni una misión de la Universidad más chata y tenebrosa. Sus soportes filosóficos, explícitos o implícitos, denunciaban una concepción del Hombre, de la Sociedad y del Estado extraña a nuestros valores culturales. La presidía, en fin, un desconocimiento de nuestras tradiciones universitarias y un impúdico rechazo de todo lo alcanzado.

Emergía de aquella exposición ese atrevimiento familiar en el hombre de formación unilateral, del improvisado en lo integral, más bien dogmatizado. No, no era un representante de América ni de Cuba el que allí hablaba; mucho menos de una universalidad en que se convierte lo humano específico cuando está en su autenticidad. Me detengo en ello porque este tipo de individuo asola hoy a mi patria. Un raro espécimen de hombre invasor, epígono de una civilización pervertida, producto sobre todo de aquellas partes del mundo donde ya no se atesora el amor a la libertad, y que se nos ha plantado ahí en nuestra actualidad como una amenaza –la más grave posible– a las esencias de la cubanía, a lo humano-concreto-universal.

Pues bien: para este tipo de hombre ante todo, resulta posible borrar el pasado con un dictum. Helo en el dicho de Guevara: «La historia de la Universidad de La Habana comienza ahora.» Mas, ¡ay qué historia! Por eso sus ideas no reflejaban las proyecciones de una reforma, sino las de una suplantación.

Y en efecto: ello consiste en que lo que se nos propone en esta conferencia –lo que los hechos nos dicen que se está forzando– es una Universidad concebida para servir la filosofía, los fines y los métodos propios de un gobierno que construye hoy en Cuba un tipo de Estado totalitario, con esa técnica del control social que es propia de su acción gubernativa. De esto debe acabar de cerciorarse el mundo, y sobre todo América. Cuba entera está sometida ahora mismo a esa clase de transformación. La acción de ese Estado-patrón invade, desnaturaliza, subvierte, destruye todos sus planos vitales, sus estructuras económicas y políticas, sus formas espirituales de vida; y aún más: intenta el debilitamiento y la ruptura de los resortes íntimos de la conciencia de cada cubano. Las palabras de Guevara caían claras y precisas: La revolución no ha entrado todavía en la Universidad; hay que incorporar la Universidad a la revolución cuanto antes; hay que aplicar los métodos de la revolución a la Universidad.

En la concepción de Guevara sólo cabe una Universidad centralizada, única garantía de que el Estado –ahora en poder de la «revolución»– y la Universidad se relacionen como componentes de una estructura homogénea. Por otra parte, en el planeamiento del programa total que el nuevo orden [24] se había trazado, Guevara concede a la Universidad esta pobre función: convertirse en una especie de fábrica de técnicos. Otro menester sería un lujo, aún más: pernicioso. Nada, pues, de contenido humanista.

Esa noche infausta el Alma Mater se representó como una imagen torva de lo que habrían de ser sus futuros hijos: el mejor estudiante será el mejor miliciano y el mejor técnico. Una frase sobre toda otra estremeció la conciencia universitaria. Guevara dijo a la juventud allí reunida: «Lo que importa es la masa, no el individuo.» Si nos fijamos bien, entrañable, lógica y visiblemente fue consecuente con ello a lo largo de su perorata; porque no se pidió allí una colaboración espontánea al estudiante, tal como hubiera hecho el representante de una revolución que se inspirara en el reconocimiento de la autonomía del individuo humano, que viera en cada alumno algo muy concreto y un fin en sí mismo, esto es: la persona. No, el estudiante adquiere en la arquitectura moral de la Universidad castrista sólo un mero valor instrumental. El Estado le dirá lo que debe estudiar, lo que debe pensar, lo que debe opinar, lo que debe hacer, y, si se quiere todavía más: determinará su ser.

Ya aplastada toda posibilidad de protesta estudiantil, quedábale al gobierno, sin embargo, un escollo para lograr el control absoluto de la Universidad. Lo constituía la estructura legal vigente en la Corporación, y su soporte, el profesorado. Por tanto había que rendir al profesorado y destruir los órganos rectores.

Una campaña de críticas e insultos en contra del Consejo Universitario se originó en el propio Palacio de la Presidencia. La prensa bajo control –toda la prensa del país– vertía ataques y amenazas a granel. Dentro del recinto, en el acto mismo de clase, el profesor se sentía más bien como ante un tribunal inquisitorial; la F.E.U. comenzó a pedir la renuncia del gobierno de cada Facultad y la del Consejo Universitario en pleno; un profesor universitario, Aureliano Sánchez Arango, fue tiroteado en el aeropuerto junto a un grupo de amigos –hubo heridos y lesionados– y se hizo notorio que las partidas armadas que perpetraron la agresión obedecían órdenes de Raúl Castro y de Rolando Cubela; se impone la expulsión, por «motivos académicos», de profesores de la Escuela de Ingeniería. Significativamente, uno de los substitutos forzados resultaba ser cuñado del «Che» Guevara.

¿Qué se le inculpaba a la Universidad? Se la acusaba de actuar de espaldas a la «revolución», de frenar el tipo de reforma que «requería el país». Vale la pena detenerse en esto. El Consejo Universitario mostró una actitud estimulante y cooperativa –ahí están sus declaraciones apoyando la reforma agraria en momentos de general optimismo, ahí todavía en sus últimos días el acuerdo del organismo rector solicitando del gobierno una comisión de ministros destinada a estudiar sugerencias para la reforma en cuestión–; siempre tendiente, pues, a favorecer aquellos planes del gobierno revolucionario que pudieran propender realmente al desarrollo del país. Ahora bien, la reforma que la verdadera Universidad de La Habana quería, la que la totalidad de sus claustros y la inmensa mayoría de sus alumnos esperaba era, en efecto, una reforma, o sea un plan superador dentro de una continuidad de valores y esfuerzos, mientras que el gobierno de Fidel Castro lo que quería era y es una suplantación, la destrucción de la Universidad de La Habana para situar otra nueva en su lugar, concorde con la naturaleza, estructura y fines reales del sistema que se construye hoy en Cuba.

Y, efectivamente, alrededor del 15 de julio de 1960, la minoría estudiantil actuante junto con un minúsculo grupo de profesores, se congregaron en el anfiteatro de la Escuela de Filosofía y Letras y acordaron destituir la dirección legal de la Universidad. Para reemplazarla constituyeron una titulada Junta Superior de Gobierno de la Universidad de La Habana. Este organismo asumió todos los poderes, y como primera providencia conminó a los claustros para que acataran su jefatura. Con fecha 4 de agosto de 1960, el gobierno convalidó todas las actuaciones de dicha Junta, y a ese propósito hizo que el Consejo de ministros dictara la Ley 859 de la propia fecha, por la cual, además, se reconocía a la Junta como la dirección legal de la Institución. Esta ley es escandalosamente [25] inconstitucional, contraviene inclusive las propias normas que se dio el gobierno revolucionario. Después de todo no era la primera vez que eso acaecía. Con ella, haciendo patente una vez más que en Cuba se padece hoy una acción gubernativa que no se subordina a ninguna instancia superior a sí misma, se le daba el tiro de gracia a la autonomía universitaria.

Sin esa autonomía el profesorado libre sucumbe. Cuatro de los claustros de las Facultades, los más numerosos, rehusaron acatar la autoridad de la Junta usurpadora y renunciaron en pleno –Medicina, Ingeniería, Arquitectura y Derecho–, sobre doscientos profesores de los cuatrocientos aproximadamente con que contaba la Universidad. Entre el resto de los profesores, individualmente, y en primera línea los más calificados, hubo renuncias, exilios y jubilaciones forzosas. Los que quedan observan un temeroso silencio; los más aguardan la oportunidad para huir. Supera en escándalo los métodos empleados por la Junta para reemplazar las cátedras despojadas. Se ha echado mano de cualquier apergaminado con un título: sólo se les ha exigido incondicionalidad y que se aprendan la cartilla del adoctrinamiento.

A la hora en que pongo punto final a estas páginas todo parece indicar que la Universidad se queda también sin legítimos alumnos. Se nos dice que entre los jóvenes –presumiblemente se han concertado– hay renuencia a matricularse. Por lo pronto, la Junta se ha visto obligada a suspender la apertura del curso 1960-1961.

He aquí lo que ha acontecido en la Universidad de La Habana cuando la revolución cubana vino a ser lo contrario de su origen.

Pedro Vicente Aja

Pedro Vicente Aja tiene sus doctorados en Filosofía y Letras y en Leyes de la Universidad de La Habana, y ha ejercido en los cursos de verano de la misma. Dedicado al estudio y análisis de los problemas filosóficos, ha publicado libros, ensayos y artículos, algunos de estos en Cuadernos. Es secretario de la Sociedad Cubana de Filosofía y ha participado activamente en diversos Congresos internacionales e interamericanos. Asimismo ha sido conferencista en la Universidad de San Marcos, Lima. Actualmente –en el exilio– desempeña una cátedra en la Universidad de Puerto Rico.