Filosofía en español 
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El absolutismo y la estructura sacrificial de la sociedad

por María Zambrano

No se puede entender el absolutismo, típico pecado de la historia de Occidente –inútil decirlo: de su núcleo fundamental, Europa–, sin examinar un poco las entrañas de su historia; sin recoger la esperanza que le ha movido, antes de que Europa existiese, en sus antecedentes el Antiguo Testamento y Grecia: la esperanza de que el hombre como criatura única, impar, se logre. Pero solamente tras del Cristianismo y en Europa esta esperanza se hace voluntad, apasionada, frenética voluntad. Y es cuando se produce el endiosamiento.

La situación es sumamente ambigua. De una parte el hombre no podía reconocer, ni declarar su endiosamiento después del Cristianismo; el hombre cristiano no puede soñarse siquiera como Dios, ni dejar de censurarse si en ello se sorprende. Se trata, pues, de un suceso subrepticio, escondido, y a veces clandestino. Y de otra, incluso en este mismo endiosamiento subsiste la tesis humanista, es decir, aun en los más absurdos extremos del absolutismo. Mas, una vez puesta la tesis de la existencia del hombre, todos los hombres están en ella incluidos, aun aquellos que no la hayan pensado, aun aquellos que no la hayan aceptado.

Salta a la luz de lo que llevamos dicho la diferencia entre el absolutismo occidental y el despotismo del Oriente. El despotismo no era, ni podía ser, producto de una voluntad, ni de un pensamiento. Y, por tanto, menos todavía podía estar fundado en un método. Hijo directo del ensueño que para un solo hombre es soñarse Dios o emanación divina, y para los demás, el sueño de que todavía no se ha despertado, el sueño en que todavía no se atreven a ensoñarse. No la obedencia, sino el yacer como cuando no se ha sido nunca sacudido, llamado. Sólo los grandes reformadores religiosos como Lao-Tse y Confucio en China, Buda en India, Zoroastro en Persia y su equivalente, la religión de Osiris en Egipto, incluido todo el mundo griego con la filosofía pitagórica que es iniciación también, traen en medio de esa situación un “despertar”. En el siglo VI a.C. se vivió este momento luminoso del despertar con sus dioses correspondientes, con sus sabios mediadores que tendían un camino a los hombres. Ya dependía de ellos en buena parte transitar por él.

A la situación anterior a este despertar hubieran querido hacer retroceder al hombre ciertos absolutistas endiosados, la última clase de absolutistas, no merecedores incluso de esta denominación, pues se trata de un absolutismo regresivo que atentaba hasta contra el propio absolutismo occidental, en el cual se manifestó siempre una voluntad y un pensamiento. Esto mismo hace pensar que se trata de la última forma de absolutismo; en suma, de la decadencia del absolutismo e incluso de su degradación. Así sucede con aquellas formas históricas que están a punto de desaparecer; pero, antes, y cuando ya parecían abolidas, reaparecen por última vez como una demencia regresiva; como una involución extrema. [62]

Constitución interna del absolutismo

Hemos dicho que al querer algo el hombre de Occidente, arrojaba su propia sombra y sólo en ella envuelto se lanzaba hacia ello. Pues en toda finalidad que se haya propuesto, está incluido este “sí mismo” que anda buscando, esa idea de sí mismo como ser. Fichte afirmó que el “yo pienso” precede a cada una de mis representaciones. Análogamente, el “yo soy” precede y es la raíz de todo querer. Siempre que se dice “yo quiero” está supuesto e incluido “yo soy”, o bien “yo quiero llegar a ser”.

Este “yo soy” o “yo quiero llegar a ser” se da en dos maneras: en la universal y más pura “el hombre es” o “el hombre debe ser”, o bien “yo” –yo mismo, yo solo–. Claro que subrepticiamente este “yo” individuo subjetivo, se desliza con frecuencia bajo el universal. Descubrimos otra sombra formada por esa pasión de afirmarse a sí mismo en tanto que individuo concreto y diferente, sobre todo, diferente de los demás. Y en esa pasión, las pasiones determinantes del individuo determinado.

Y lo que complica aún más el asunto: ese individuo concreto que dice “yo quiero”, puede no tener ansia de vivir en esa forma, puede sentirse asfixiado bajo la presión del querer que ha aceptado como obligación. Es el caso de Hamlet como personaje poético: que sólo en contra de sí mismo quiere la acción que ha de ejecutar, en un desgarramiento íntimo que por fuerza produce enajenación y con ella crueldad. Y es quizás el caso de Felipe II, a quien se ha llamado “El Hamlet del Mediodía”. Lentamente se fue transformando en el sujeto que correspondía a su anhelo, al querer que aceptó como formulado por la Providencia. Y en estos casos lo absoluto del querer es más inexorable, más total, porque ni siquiera ha brotado espontáneamente, ni tiene su raíz en el alma, y al ser aceptado viniendo de fuera, asfixia el íntimo querer de esa persona que se encuentra así negada, al borde de su propia destrucción. Y en esa lucha ha de vencer sus propias espontáneas tendencias y, lo que es más desgarrador de todo, su sensibilidad. Y resulta curioso que las más terribles acciones, las más crueles hayan sido llevadas a cabo, no por los que tenían más disposición para ellas, sino por los que han tenido que vencerse para ejecutarlas, pues al aceptar lo que creían su deber han iniciado el absolutismo consigo mismo. Su propia persona ha sido la primera víctima.

Esto nos conduce ya a ese fondo abismal del “sacrificio”. Y es que querer es sinónimo de construir, de edificar. Nada más semejante a la acción histórica que la arquitectura. Por algo todo los Imperios, desde el romano hasta el español, fueron pródigos en construcciones. La arquitectura es el arte que más metáforas proporciona a la historia. Los niños juegan espontáneamente con piedrecillas o con fichas de dominó o con cartones; elevan edificios tan altos como les sea posible. Y si se les observase atentamente se les sorprendería colocando ante la piedra más alta alguna flor que han cortado y que puede ser un pensamiento, o un símbolo, o algún objeto que quieren o que tiene para ellos alguna especial significación. En suma: haciendo un sacrificio ante la incipiente construcción.

No ha habido querer sin sacrificio. Hablamos de querer, incluido lo que se llama amor, pero especialmente nos referimos ahora al querer construir o sostener un edificio histórico, social. Algo que se pueda simbolizar en la pirámide o en la cúpula, símbolos fundamentales del humano edificar. La pirámide, la forma que apunta al cielo, cuya base recoge y define la tierra, la acota en forma cuadrangular, expresión directa de una acción humana, de un humano dominio, pues que es más dominable, más divisible también, a simple vista, que el círculo. El círculo es símbolo celeste y, en lo que hace a la actividad humana, de la contemplación, del conocimiento; mas la cúpula corresponde también al poder, a un poder universal, protector, copia del poder del cielo. Ante una y otra –pirámide, cúpula– se ha depositado reiteradamente la ofrenda.

En la mayor parte de las religiones anteriores al Cristianismo, cada construcción importante exigía una víctima. Aún hoy persiste el rito de la primera piedra, bajo la cual se entierran, encerrados en una caja, algunos pequeños objetos significativos, simbolizadores de una intención. ¡Pues tanto tiempo ha costado al hombre descifrar sus propios sentires! Todo lo que se construye tiene una finalidad, una intención por ende.

Por eso, allí donde una piedra se pone en pie surge ya la historia, porque surge la intención, [63] cosa que el animal no tiene ni siquiera cuando hace su nido. Mas, como durante tantos siglos no se sabía distinguir, se enterraba un alma, a veces humana; luego se sacrificaba un animal, es decir, una vida; hoy, en una forma más adecuada, sólo los ejemplares de algún periódico y algunas monedas, símbolo de la intención, y a veces del uso que tendrá el edificio.

Si se hubiese de elegir un edificio que simbolizase el absolutismo de Occidente, ningún otro quizá como el Palacio-Panteón de San Lorenzo del Escorial, fundado y dirigido cuidadosamente por Felipe II en las proximidades de Madrid y al pie de una de las estribaciones de la Sierra de Guadarrama. Es una mole maciza, imponente a la vista. Se alza sobre una plataforma en la llanura que se extiende hasta Madrid, que queda así bajo ella. Señala el centro geográfico de España, y España era, cuando se erigió el monasterio, el centro de la historia mundial, en “cuyos dominios no se ponía el sol”. En suma, era el centro del mundo. Nos trae a la mente las imágenes de esas construcciones del antiguo imperio chino, “el centro u ombligo del mundo”. Y, por su calidad de Panteón de los Reyes de España, evoca un poco esas extrañas construcciones de origen etrusco llamadas “omphalos” –existe una en el Palatino en Roma–, lugar por donde se establecía la comunicación con los muertos.

La significación de este edificio es paradigma del absolutismo. Expresión de un voto en el que está incluida una idea de la historia, de la realidad vida-muerte, de la cual la historia es un momento tan sólo, mas un aspecto decisivo. Voluntad ofrecida a una fe por la cual vida y muerte están unidas, la historia es el nudo donde se realiza. De haberse cumplido esta voluntad, la historia se hubiese quedado detenida en un eterno presente. Y la vida de la tierra sería más análoga a la de una estrella que a cosa alguna; habríamos entrado a formar parte, como tal género humano, de un orden estelar, de unas matemáticas inmutables.{1}

Si este voto expresado por la piedra sacrificial del Guadarrama se hubiese cumplido, la vida humana se hubiera cristalizado, sería como el cristal: transparente, inmutable, geométrica, como imaginamos las estrellas.

Es el culto absoluto de la unidad, de una unidad tal que abarque y reduzca la vida entera; la personal, la social, la histórica. Tal sueño, inútil es decirlo, sólo ha podido nacer dentro de la plenitud de una religión como la católica. Pero entiéndase bien: trátase de un sueño nacido dentro del ambiente histórico de la religión católica, mas no de la religión católica misma. Y no de ella sola, pues un ingrediente esencial de este ensueño absolutista pertenece a la modernidad. Felipe II fue el primer monarca moderno, al par que el representante de la teocracia. Porque, dentro de Europa, sólo con la ayuda del racionalismo moderno se podía pretender constituir una teocracia, es decir, el absolutismo en grado extremo, el absolutismo absoluto, por decirlo así.

Pues por su parte el racionalismo es absolutismo al extender sin más los principios de la Razón a la realidad toda. Una razón imperante, no contemplativa, no dirigida a descubrir la estructura de la realidad. El racionalismo es una presuposición, si pensar es exigir, y en el exigir va la imposición de ser. Es asimismo expresión de la voluntad de ser; con independencia de lo que haya sido en la Filosofía pura –cuestión delicada que aquí no es abordable–, ha funcionado como instrumento y medio de la voluntad de ser, de la voluntad de poderío del hombre occidental.

Mas lo que mueve al racionalismo es la doble apetencia de unidad y de inteligibilidad: de que la realidad sea, a la par, una y transparente por entero a la razón. A lo menos, es lo que del racionalismo se desprende, lo que de él se hizo vigente en esta hora, ya que el pensamiento filosófico de un Leibniz, por ejemplo, paradigma del racionalismo, no conduce lógicamente de ningún modo al absolutismo del poder. Mas sabido es cómo del pensamiento filosófico se desprende, para cobrar vigencia, aquello que sirve de instrumento a los fines de la voluntad.

Análogamente ha sucedido con la religión. El Cristianismo, ya el de la Iglesia Católica, ya el de las protestantes, ha sido interpretado en forma tal que sirva de fundamento al poder absoluto; ha sido un aprovechamiento, no un modo de servir al Cristianismo, realizado inconscientemente. Ya que es muy posible, y constantemente se hace, el introducir los propios fines dentro de una religión de una ideología en la cual se cree. El creer es vehículo [64] del querer. Lo propio de este período europeo ha sido el voluntarismo radical, el “yo quiero” explícito o subyacente en toda teoría, y cualquier religión o cualquier filosofía le ha servido de instrumento o de máscara.

Atemporalidad y eternidad en el absolutismo

Pero hay un punto en el cual el racionalismo de una parte y la religión de otra han proporcionado un apoyo a esta voluntad de ser y de poder, de origen no racional y naturalmente no cristiano. Y es la concepción del tiempo.

El racionalismo ha realizado la abstracción del tiempo. La unidad perseguida y aun más que perseguida, supuesta, estaba más allá del tiempo, sustraída a él. Y aún más, una vez descubiertas, las verdades racionales aparecían como perennes. Habían sido así desde siempre y serían siempre así. La razón se inscribe en el siempre, la razón a solas.

Eran en verdad un intento de conocer la realidad desde la mente divina, un acceso a la divina lógica. Y a las matemáticas, según las cuales Dios “calculando hizo el mundo”.{2}

Aunque no fuese conocido al pie de la letra este género de racionalismo de cualquiera de los hombres que dirigían los Estados absolutistas europeos; aunque, en verdad, la constitución de estos Estados precediera a la enunciación precisa de esos pensamientos, había una comunidad de origen, una atmósfera común, donde el Estado de una parte y el pensamiento filosófico de otra habían crecido como manifestación distinta de acometer la misma empresa. Modos de interpretar la misma visión del tiempo y la misma apetencia de detener el tiempo. De llegar por decirlo así a la supratemporalidad, donde la unidad puede lograrse en su pura perfección. Y sin duda alguna un apetito de perfección guiaba, no sólo al filósofo racionalista sino al absolutista como Felipe II, esclavo él el primero de su concepción del poder; primer sacrificado a esa unidad por él mantenida.

Bajo todas las empresas que en una época se acometen, hay que buscar además de la esperanza determinada que las mueve, un sentir, a veces un sentir angustioso. El hombre europeo de ese momento comenzó a sentir el tiempo en forma angustiosa, como cárcel, como obstáculo también. Siempre ha debido de padecer el hombre de este sentir del tiempo como cárcel, porque el tiempo es el medio donde el hombre vive inmediatamente; y, por lo tanto, donde siente la máxima resistencia.

Se comprende que una vez despierta la conciencia, una vez que la voluntad existe, el tiempo sea sentido en forma más aguda, más angustiosa. Para el ansia de establecer un poder que ordenara universalmente las cosas terrenas, el tiempo es el mayor enemigo, la perenne obsesión. No deja de ser un dato curioso acerca de la sensibilidad de este momento el que el Emperador Carlos V, en su retiro de Yuste, tuviera la obsesión de mantener el funcionamiento de los innumerables relojes que llenaban las habitaciones, en absoluta precisión y sincronismo.

La razón situaba su verdades más allá del tiempo, y la religión en la Eternidad. Y de las dos cosas habría de nutrirse el sueño del absolutismo: construir no fuera del tiempo, sino sobre el tiempo.

En cambio, los despotismos de las culturas anteriores a la occidental –de raíz no humanista– tendían a anular el tiempo, mas en esa forma que corresponde a lo que sucede en los sueños. Es un no saber andar en el tiempo, un no saber qué hacer con él, un padecerlo simplemente, si es que esta situación puede ser simple. Pues el tiempo está ahí, en nosotros, para que podamos usar de la libertad. Sólo sabiendo movernos en el tiempo podemos ser efectivamente libres, es decir, saber ejercer nuestra inexorable libertad.{3}

Y es que el hombre está sometido en principio a la libertad y al tiempo. A la libertad según la razón vital, porque “somos necesariamente libres”. Y al tiempo porque es el medio de la vida. Mas no basta ser necesariamente algo para serlo como se debe. Se es libre aunque no se quiera, y aunque no se sepa. Pero no es la misma libertad la del que sabe que la tiene, ni la del que sabe tenerla. Por lo tanto, si tiempo y libertad son inexorables en la vida humana, sólo sabiéndolos conjugar será verdaderamente humana la vida. Y más si advertimos que el tiempo es condición de la libertad y estímulo que bastaría se nos retirase para que la libertad quedase anulada. [65]

Mas esto no se ha advertido como se debiera. Y justamente ahí reside el problema: el humanizar la historia y la vida personal. El lograr que la razón se convierta en instrumento adecuado para el conocimiento de la realidad, ante todo de esta realidad inmediata que para el hombre es él mismo: el que la realidad viviente comience a sernos asequible; nuestra propia realidad.

Al enunciar así la cuestión se abren ciertas perspectivas sobre el absolutismo. Se ve que es ante todo un no querer tener en cuenta el tiempo propiamente humano, o un querer eludirlo sobreponiéndose a él en una forma aún ingenua, en sentir el tiempo como un desafío al que se responde queriendo anularlo. Pero el conocimiento del tiempo, el tiempo humano, no puede ser un conocimiento teórico sino un saber tratar con él. En vez de estarle sometido, saber transitar por él, convertirlo en camino de libertad.

El viejo mito del Laberinto de Creta, foco de la cultura mediterránea, puede ser uno de los símbolos de la gran cuestión que al hombre se le presenta desde el comienzo de su historia, y que se agudiza hasta el extremo en una cultura que se declara deliberada y apasionadamente humanista: el tiempo. El tiempo que devora incesantemente; el tiempo, el mismo laberinto por donde aun el héroe a solas se extravía.

El error de todos los absolutismos ha sido querer detener el tiempo y aun querer retenerlo. Pues en la raíz de la voluntad hay un “siempre” declarado, escondido, que “esto sea así para siempre”, y aún inconfesablemente “de por siempre” o “desde siempre”. Ya que no se puede confesar lo que se sabe de imposible realización.

Consiste, pues, el absolutismo en una acción de cerrar el tiempo; de darlo por concluso, como si su transcurrir hubiera sido solamente en tanto que llegaba la decisión suprema, el acto de voluntad contenido en todo absolutismo. El absolutismo es una imagen de la creación, pero invertida. Al crear hace la nada; anula el pasado y oculta lo porvenir. Un verdadero nudo que se quiere hacer en el tiempo. Por ello, un infierno.

La escala de los motivos va desde el más noble –el ansia de perfección, el imposible anhelo de lograr la total perfección en la vida humana– hasta el irracional y primario impulso del poder bajo el cual late otro todavía más primario y ancestral: el terror pánico a todo lo que se mueve. En medio, otros motivos se escalonan. Y cada uno de ellos se sirve de una ideología extraída de un pensamiento más riguroso o más poético, como en el reciente caso de Hitler al apoyarse en la filosofía de Nietzsche, cuya esencia le era inasequible. Y de la religión vigente se extraen también los elementos que pueden fundar y dar vitalidad, dislocándolos, a veces invirtiéndolos. Está por hacer la historia, la oscura historia, de las “inversiones” religiosas y teóricas de que se halla plagada nuestra historia occidental.

No depende, pues, la existencia del absolutismo de ninguna forma de pensamiento filosófico, ni de ninguna religión. Se trata de una situación antes que de una teoría o de una fe específica religiosa. Una situación que es el centro de la tragedia occidental, el punto en que la pasión de existir humanamente se hace voluntad. Y como el modo supremo y total de existir es el de Dios, quiere imitarlo. Es la ignorancia esencial a todo personaje trágico, que no “sabe lo que se hace”. Y vive así dentro de su propio sueño, encerrado en él; privado de libertad. Sólo le devolverá la libertad el reconocimiento de su error. Únicamente identificándose, reconociéndose, podrá atravesar el umbral ante el que está detenido.

El hombre occidental no se ha identificado con entera claridad, no se ha reconocido en ese personaje de su sueño voluntarista. Y así el absolutismo reaparece bajo otras formas, con otras apariencias, prueba de que no son las doctrinas, ni la religión, los que lo suscitan. Últimamente hemos padecido en el absolutismo degradado, invertido, en el absolutismo del Estado-Dios, que por su misma falta de sustancia reclama sacrificio. Especie de deidad construida por el hombre, que, impotente para darle vida, le ha de arrojar en pasto su propia vida; no ya muriendo por él –cosa no nueva–, sino renunciando a ser por él, como si creyese que de este modo le podría transferir el ser que de raíz le falta.

Y ante el umbral infranqueado una y otra vez se retrocede. Mientras no sea atravesado, existirá el peligro de que una nueva forma de absolutismo aparezca antes de que se hayan disuelto las supervivencias, borrado las huellas de todos los absolutismos padecidos.

María Zambrano

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{1} Mas, de otro lado, también la historia en su transcurrir puede ser concebida y pensada como matemática del movimiento, no de la quietud.

{2} Así dice Leibniz, refiriéndose al cálculo infinitesimal.

{3} Tesis que se encuentra en “Los sueños y el tiempo”, esquema de un libro del autor, publicado en la revista Diógenes, nº 19.