Filosofía en español 
Filosofía en español


Camilo José Cela

Sobre España, los españoles y lo español

Uno de los españoles más preocupados por la puntual delimitación y esclarecimiento del concepto de España nos dejó dichas, en muy nobles páginas, unas palabras clave: «Ni en Occidente, ni en Oriente hay nada análogo a España, y sus valores (sin que nos interese decir si son superiores o inferiores a otros) son sin duda muy altos y únicos en su especie. Son irreductiblemente españoles La Celestina, Cervantes, Velázquez, Goya, Unamuno, Picasso y Falla. Hay en todos ellos un quid último que es español y nada más»{1}. De estas palabras de Américo Castro y de todas sus implícitas, aleccionadoras y saludables consecuencias, ha de partir quien quiera ver claro el tema de España y su revuelto mundo.

Ese quid último «que es español y nada más» es lo que determina el ser español, la manera de ser española, la forma peculiar que tienen los españoles de ser y de no ser, de vivir y hasta, incluso, de morir. Miguel de Unamuno, restableciendo todos los etimológicos alcances de la peleadora acción de la agonía{2}, prestó, aun sin proponérselo, un señalado servicio al mejor entendimiento de este quid último español.

España es un país históricamente escindido en dos mitades, cada una de ellas partida en otras dos que a su vez se dividen y subdividen –como se multiplican las imágenes en los juegos de espejos– hasta el límite que la vista alcanza. Ese quid último de lo español, sin embargo, habita, múltiple y uno, en todas y en cada una de las mil caras de España y sin él, sin su presencia, no sería factible la inteligencia del fenómeno español.

Podría trazarse la ideal órbita humana de ese quid español considerando, en escalas paralelas, los nombres y el actuar de los españoles tópicamente españoles y, a su lado, los de los españoles que, sin presentársenos disfrazados de españoles, también lo son –y muy cumplidamente– en su más íntimo meollo.

Antes de establecer ambas escalas quizás fuera conveniente pasar, aun de puntillas, sobre el complejo de virtudes y vicios que laten en el tuétano de las conciencias españolas, determinándolas y señalándolas.

Son siempre peligrosas las generalizaciones pero, en cierto sentido, pudiera decirse que el vicio que lastra a la masa española es la envidia. Unamuno llama a la envidia la íntima gangrena del alma española, y [10] don Quijote, en trance de aleccionar a Sancho, la moteja de raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes.

La virtud que vivifica al español –aunque también le esterilice para muy transcendentes empresas– es la desobediencia: aquello que en los espíritus inferiores se trueca en rémora. Y en los superiores –históricamente apartados del poder–, en descalificación política por parte de los envidiosos, que son los más.

El quid último de lo español suele venir marcado más por sus incapacidades que por sus capacidades. Goya intentó pintar como fra Angélico y, al ver que le resultaba imposible conseguirlo, se inventó la pintura desde sus orígenes. Lo que cualifica al español es, con harta frecuencia, su postura a la contra. El recuerdo de la Contrarreforma, que es uno de los más sólidos puntales de un determinado –y muy ortodoxo– entendimiento de España, servirá para ilustrar lo que aquí se dice. Y la memoria de los dos grandes bloques en colisión durante la etapa 1936-39 (bloques que el uno se llamaba antifascista y el otro antimarxista), también.

No deja de ser curioso el hecho de que la actitud a la contra –o a contrapelo o contracorriente– sea una de las constantes del fenómeno español, si consideramos que el español carece de sentido crítico –y por ende, de sentido político– y que abraza las más graves causas políticas e intelectuales con tanto externo, arbitrario y movedizo entusiasmo como falta de íntima, sosegada y convencida aplicación. Lo que los filósofos de la historia llaman la coyuntura histórica (obtener provechosa paz civil de la victoria armada; lograr la convivencia de sus hombres tras una determinada unanimidad política, &c.) es algo que los españoles dejan perder sin inmutarse, quizás incluso sin darse cuenta de que la pierden y aun de que existe.

Por contraposición, el español entiende el fenómeno religioso con un desmelenado y heroico rigor llevado hasta sus últimos alcances, tanto en su defensa como en su ataque. El clericalismo y el anticlericalismo españoles{3} no son sino el haz y el envés de la moneda en la que el más hondo sentido religioso queda un tanto al margen de la cuestión. De otra parte, el hereje español, que es siempre un franco tirador, es –cuando surge– más violentamente hereje que nadie; diríase que su tenacidad en la herejía es el homenaje que brinda –a su antisocial manera– al mismo dios que invoca quien le pide cuentas.

Esta actitud a la contra y sin espíritu crítico es próxima pariente de la falta de dotación del español para el menester filosófico, aun distinguiendo en toda su amplia gama los complicados –y también diáfanos– valores y significados del ser y del estar, en español más precisos que en ninguna otra lengua europea.

Ese quid último español se encuentra en el Cid y en Hernán Cortés, en Ignacio de Loyola y en Cervantes, en Miguel Servet y en Quevedo, en Goya, en Unamuno, en Picasso: son los españoles de la desobediencia genial, los españoles acostumbrados a poner, cada mañana, toda la carne en el asador.

Pero a su lado, también brota ese quid último español en Velázquez y en fray Luis de León, en Luis Vives y en el P. Vitoria, en el P. Feijóo y en Jovellanos, en Godoy (nadie se alarme), en el 98 (quizás salvo Unamuno), en Ortega, en Marañón: son los españoles de la genial –y a veces pintada de ardorosa– mesura, los españoles que a cada amanecida cobran fuerzas en su propio examen de conciencia.

La rara ánima de lo español –su quid último– puede presentársenos vestida con el más vario y aun encontrado ropaje sin que por eso sufra o se resienta su remota esencia.

España y lo español, considerados como entes válidos e inteligibles, son conceptos que no se perfilan –y entonces aún muy toscamente– hasta la batalla del Guadalete, en el siglo VIII, que abre las puertas de la península a los musulmanes. La España anterior, no ya la España de los fenicios fundando Cádiz; de los celtas llegando a la meseta; de los cartagineses destruyendo Tartessos; de los griegos sembrando [11] nuestras costas de colonias, y de los romanos incorporándonos a su imperio, sino también la España de la Alta Edad Media; la España visigoda de los concilios de Toledo y la declaración del catolicismo como religión oficial, aún no es España, todavía no tiene, en sus hombres y en su actuar, ese quid último que la señala y que no puede encontrarse, por más que se rastree, en el gaditano Columela, en el cordobés Séneca o en Trajano, el sevillano de Itálica, que no son españoles; como tampoco es italiano Tito Livio no obstante haber nacido en Patavium, la Padua actual. Ese quid último ni siquiera puede hallarse en los visigodos, que eran «los otros», los venidos de fuera, circunstancia que jamás olvidaron.

El ámbito geográfico de España fué el tablado donde tuvieron lugar múltiples sucesos históricos que todavía no sucedieron en España, aunque sí en el suelo sobre el que España –entonces en ahistórica latencia– habría de surgir. Ataúlfo, rey visigodo, se metió en España, en lo que después sería España, porque ni pudo mantenerse en las Galias, ni tampoco logró llegar al África. Ataúlfo jugó la carta de la derrumbada Roma como Sigerico, su sucesor, probó fortuna con el naipe contrario. Los españoles –que ni tenían conciencia de serlo ni, bien mirado, lo eran todavía– asistieron a la irrupción de los visigodos en su territorio sin actuar como tales españoles y sin tornar partido en las luchas intestinas que sacudían el cuerpo del invasor.

España es un concepto que, en sus orígenes, no debe identificarse con su escenario. Las representaciones de la tragedia de Numancia, del drama de Viriato, de la comedia de Caracalla haciendo a los pobladores de la península ciudadanos de Roma, o de la sangrienta farsa de don Oppas, el obispo traidor, no tuvieron lugar en lo que hoy sentimos como España, aunque a su decorado y al lugar de la acción, andando el tiempo, llegásemos a llamarle España.

España no es –no lo fué nunca– tan sólo un delimitado espacio geográfico, a pesar de que desde los Reyes Católicos haya venido coincidiendo, más o menos, con la península ibérica. España es una manera de ser, un entendimiento de la existencia basado, paradójicamente, en el no entendimiento de los españoles entre sí. De la consideración de este mutuo no entendimiento, obtuvo Jovellanos la sagaz conclusión de que la unidad española radicaba en su empresa, ya que no en sus tierras, en sus hombres o en sus formas de vida.

España es el producto de la convivencia, la lucha, la recíproca destrucción y la fusión de tres razas –término éste un tanto confuso en la historia española– y tres religiones: los cristianos, los moros y los judíos. Los cristianos españoles, que a la postre resultaron ser quienes llegaron a marcar sus conciencias –y mejor aún, sus subconciencias– con el quid último de lo español, fueron, a su vez, el producto de los sucesivos cruces y contracruces de las sangres y las ideas políticas y religiosas de astures, cántabros, vascones, ceretes, indigetes, ausetanos, lacetanos, lusitanos, vetones, carpetanos, celtas (galaicos, vacceos, berones, turmodigos, arevacos, pelendones, celtíberos, lusones, célticos), iberos (iacetanos, ilergetes, edetanos, contestanos), tartesios (turdetanos, oretanos, bastetanos), cuneos, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, visigodos –godos sabios–, suevos, vándalos, alanos y otros bárbaros, moros y judíos, cociéndose todos tumultuariamente, en el bullidor caldero que hirvió durante siglos.

Los cristianos y los moros coincidieron sobre el suelo de España a lo largo de ocho siglos. Los cristianos y los moros se pelearon sobre el campo de batalla español durante mucho tiempo, aunque no tanto, quizás, como quiso pensarse. Menéndez Pidal{4} supone que la lucha de España contra los musulmanes duró cinco siglos, de los cuales sólo dos fueron de reconquista. Don Ramón piensa{5} que no debe desvalorizarse la reconquista, ya que estuvo inspirada en ideales nacionales perfectamente claros. Don Ramón, en estas sus páginas (1924), disiente de los criterios de Menéndez Pelayo y de Ortega. Don Marcelino, en 1891, llama a la reconquista «abstracción moderna, buena para síntesis históricas y discursos de aparato» y entiende [12] que «no puede concebirse en los hombres de la primera Edad Media más que un instinto que sacaba toda su fuerza, no de la vaga aspiración a un fin remoto, sino del continuo batallar por la posesión de las realidades concretas»{6}. Don José –en 1921– niega, no ya el fin noble, trascendente o político de los guerreros cristianos –como hace Menéndez Pelayo–, sino incluso la idea de la reconquista, de la que ya don Marcelino dudaba: no entiendo –nos dice–{7} cómo puede llamarse reconquista a una cosa que dura ocho siglos». En realidad, según nos explica Menéndez Pidal, la reconquista –o lo que fuese– no duró más allá de doscientos años, que tampoco fueron de permanente guerrear.

Américo Castro recuerda{8} que no se dice en español que los Reyes Católicos reconquistaron Granada, sino que la tomaron o conquistaron.

Fuera reconquista, como quiere llamarle Menéndez Pidal o no, como apunta Menéndez Pelayo y afirman Ortega y Castro, lo cierto es que la lucha de moros y cristianos sobre el siempre abierto campo de batalla de España, también coincidió con largos períodos de sosegado y fructífero convivir: la existencia de los mozárabes –cuya presencia llega hasta el siglo XII– rezando a Cristo en territorio moro y la de los mudéjares invocando a Mahoma a la sombra de las banderas cristianas, es un hecho histórico tan conocido como incontrovertible.

Obsérvese que sólo muy al final los cristianos y los moros lucharon en campos señalados por sus religiones y que, durante siglos, fueron frecuentes las alianzas de moros y cristianos para luchar contra moros y contra cristianos. Los móviles del permanente pelear español medieval –ya moro, ya cristiano– fueron, para algunos autores, tan elementales como ajenos a los propósitos políticos. El Cid del poema –nos dice Menéndez Pelayo–{6}, lidia por ganar su pan…, por convertir a sus peones en caballeros…, por dejar a sus hijas la rica heredad de Valencia. Para otros, en cambio –el venerable don Ramón, a la cabeza– aquellos móviles fueron, como ya dejamos anotado, tan nobles como complejamente políticos. La reconquista –afirma don Ramón{9}– es la más valiosa colaboración que ningún pueblo ha aportado a la gran disputa del mundo entablada entre el cristianismo y el Islam.

También pudiera considerarse la posibilidad de que la lucha de los cristianos contra los moros fuera motivada por elementales e inmediatos propósitos de cuyo victorioso resultado se obtuvo prolija consecuencia política. Sea lo que fuera, lo cierto es que aquel mantenido pelear fue uno de los candentes hierros que más indeleble huella marcaron sobre el carácter español.

El secreto de los grandes problemas españoles está en la Edad Media, nos dice Ortega{10}. A la sombra de sus bélicos aconteceres, los judíos (pueblo que, desde su diáspora y en toda la era cristiana, careció hasta fechas muy recientes de actividad militar concreta) luchaban, al tiempo que convivían con moros y con cristianos, con las armas en cuyo manejo más diestros se sentían: la ciencia, la técnica administrativa, y su peculiar sentido religioso –y filosófico y ético y moral– de la existencia.

De aquella cocción a fuego lento –y a veces, no tan lento– surgió lo que llamamos España: con su incapacidad para la ciencia (tema, éste, tan debatido como deformado por no pocos de sus detractores), con su comprensión –o incomprensión– del fenómeno religioso y con su afán de personal dominio, que tanto tiene de mora propagación de la fe. Los cristianos –los señores cuyo más noble y gustoso menester era la guerra– habían delegado en moros y judíos el menester científico y administrativo (albacea, álgebra, guarismo, son palabras árabes), renunciando por anticipado a lo que entendían como actividades [13] secundarias o auxiliares. Hasta hace bien pocos años era considerado inelegante, en las más señaladas familias de la aristocracia española, el que sus miembros fueran personas cultas; esta característica era muy fácil de observar en la pequeña –y hermética– aristocracia de provincias. Los moros y los judíos aportaron a la formación de España la ciencia de sus minorías, aunque la masa del pueblo moro o judío, entonces y en nuestra latitud, tampoco tuviera asomo de preparación científica. Bien mirado, las masas jamás tienen esta preparación que se alude: quizás fuera pedirles demasiado. Un pueblo debe considerarse culto cuando sus hombres cultos pueden salir de sus clases económicamente débiles: tal Francia, en nuestro tiempo.

España, a raíz de la culminación de aquellos históricos sucesos, se empobreció no con la expulsión de los moros y de los judíos sino con la expulsión de sus culturas. Los moros y los judíos no se fueron –o se fueron en una mínima proporción–. Lo que sí nos abandonó fue su cultura, aquella doble y, pese a todas las apariencias, bien ensamblada cultura que al quedarse –y tener que quedarse de precario– se deformó al tiempo de desvirtuar la cultura cristiana.

No son los moros ni los judíos –tampoco los cristianos– los que empobrecieron sino los que vivificaron a España. Quienes la arruinaron fueron los moros y los judíos que se convirtieron y se quedaron. Aunque es axiomático que la historia que no fue no es historia, no por eso deja de asaltar, a múltiples españoles, la dorada utopía de que otra cosa hubiera sido España –y otro gallo cantaría bajo su alto cielo– si los moros y los judíos se hubieran podido mantener en sus creencias o se hubieran cristianizado por la caridad, que es herramienta cristiana, y no a sangre y fuego, que son armas moras y, en España, artes empleadas por los judíos conversos (nadie olvide que el dominico Torquemada era marrano) que se sentían en la obligación de hacerse perdonar su sangre vertiendo la sangre hermana.

Los moros y los judíos que no se fueron de España, moldearon la mentalidad del incipiente español: aquéllos dándole su violencia y su sentido suntuario de la vida; estos otros contagiándole su ñoño comportarse de cristianos nuevos que, para colmo, se habían educado en la rigurosa observancia de la ley mosaica; se habían formado en los mandatos que se negaron a recibir el chorro liberalizador y modernizador de Cristo. La identificación de la Iglesia y el Estado es un concepto oriental moro y judío, jamás cristiano.

En cierto modo cabría dudar de si fueron los judíos, los moros o los cristianos quienes convirtieron a quién, y no sería descabellado suponer que todos convirtieron un poco a todos.

Obsérvese que la ñoñería, la pudibundez española, es un fenómeno tan reciente como disímil de la originaria mentalidad española. Según nos cuenta Sánchez-Albornoz –de quien tomo la cita{11}– el obispo Elipando de Toledo y nada menos que en una disputa teológica, llamó a Beato de Liébana borracho y farsante, en pago a la flor que el monje le dirigiera al tildarlo de testículo del Anticristo.

Aquella histórica y explosiva mezcla humana de la España medieval no deslindó los campos cristiano, moro y judío en capas sociales o territorios de geográfico dominio. Ni un solo español está libre de ver correr por sus venas sangre mora o judía, [14] ni tampoco ésta o la otra comarca conserva, puras e inalteradas, las características de ésta o de la otra raza. Es más. Suponiendo –cosa, incluso teóricamente, dura de admitir– que pudiera encontrarse un español sin una gota de sangre judía o mora, ese español muy poco tendría que ver con los cristianos derrotados a orillas del Guadalete, ya que tanto –o más– que la sangre, puede condicionar los caracteres el medio ambiente en que crezcan y se desarrollen, y el medio ambiente español no menos vive y se nutre de la tradición cristiana –moldeada por las erosiones, judía y mora– que de las tradiciones judías y moras, desgastadas y limadas por la marca cristiana.

El español moderno –el español de los Reyes Católicos acá– sangra con las tres sangres (que tampoco son tres sino treinta o cuarenta) y vive sirviéndose, al mismo tiempo, de las tres formas de vida que en la Edad Media tan precisas podían distinguirse y que hoy, habitándolo tras haberse deformado las tres, hacen de su corazón y su conciencia un permanente campo de batalla.

Esta característica de la guerra civil latiendo en cada pecho es una de las determinantes más concretas del español y uno de los prismas a cuya luz puede verse, con mayor claridad, aquello que llamamos lo español. La discordia civil, esa cruenta e impolítica maldición que pesa sobre España, anida como un fiero aguilucho en los más recónditos entresijos de cada español que, cuando no está contento consigo mismo, se pelea consigo mismo en el espejo de los demás. Y el español, que salvo elegantes altruísmos, arde en el fuego de la envidia –como el anglosajón, en líneas generales, se quema en la hoguera de la hipocresía y el francés se consume (márquense las excepciones que se quieran) en la llama de la avaricia–, está frecuentemente triste. Recuérdese la coplilla de don Sem Tob, el rabí de Carrión, en sus Proverbios morales:

¿Qué venganza quisiste
ayer del envidioso
mejor que estar él triste
cuando tú estás gozoso?

De esta civil discordia del español, de esta incivil y permanente pelea que para presentarse no necesita ni de la presencia de dos españoles –ya que, para desgracia de todos, con el desdoblado corazón de uno tiene suficiente–, nace, quizás, la centrifugadora fuerza de España, la tierra que, de cuando en cuando, lanza a sus hijos por esos mundos de Dios: poco ha de importarnos y menos aún ha de consolar nuestro dolor, el que estos españoles sean el Cid desnaturado por el rey Alfonso, o los jesuitas expulsados por Carlos III, o los republicanos que se fueron de España el año 39. Se trata no más que de apuntar un síntoma.

La envidia, la desobediencia y la discordia marcan al español, y sus secuelas –el cáncer disociativo, la mesiánica demencia, el epiléptico cariz de sus reacciones políticas y la parálisis de su estructura social– son fáciles de entender. España es, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos, nos dice Ortega{12}. Las razones de esta situación de hecho, como las causas –o quizás mejor, las características– de aquel quid español, de aquel «quid último que es español y nada más» que don Américo quería ver, con sabia adivinación, denominando las cabezas españolas (y no sólo las mejores), deben buscarse y seguirse, por quienes quieran conocer el sentido de España, desde sus mismos medievales orígenes.

España es su Edad Media y todo su histórico caminar, en los doce siglos de validez que tiene su noción, viene determinado desde su cuna. Es ingenuo pensar que la decadencia española tenga, como la de las damas, treinta o cuarenta años o, como la de los elefantes o las ballenas, dos o tres siglos. También, en cierto modo, lo es el creer que España está en decadencia. Decadencia –nos habla otra vez Ortega{13}– es un concepto relativo a un estado de salud, y si España no ha tenido nunca salud, no cabe decir que ha decaído.

Lo primero que un cuerpo enfermo necesita para sanar, es saberse enfermo. [15] Lo segundo, proponerse combatir la enfermedad. Lo tercero, probar a ensayarlo.

España, históricamente, ha quemado las tres –o las tres mil– etapas que la apartan de la salud; España ni se sabe –ni jamás se supo– enferma. Es ésta una actitud que tiene muy amarga lógica entre ciertos enfermos crónicos. Un cuerpo que se cree sano (o lo que es peor, un cuerpo que, intuyéndose enfermo finge la salud) prefiere la lenta agonía de la costumbre a la valerosa decisión quirúrgica: aquello que jamás puede llegar a ser costumbre.

Tal es el caso de España, país de torpes e históricas matanzas que jamás tuvo una ágil revolución capaz de modificar sus caducas estructuras sociales, sus enmohecidas actitudes intelectuales, sus permanentementes oxidadas instituciones políticas.

* * *

La imagen de España que más arriba queda reflejada es, quizás, un tanto desoladora y amarga: no menos, tampoco, que cierta y dolorosa para su autor. Pudiera ser, sin embargo, que este retrato de España no cumpliera, por demasiado riguroso, con los fines propuestos: orientar a un grupo de lectores no españoles sobre la esencia y el concepto de España.{14}

Estas páginas han sido escritas por un español amante de su patria –por un español que procura no traicionarse ni traicionar a España haciendo oídos de mercader a su clamador problema– que hizo abstracción, al redactarlas, de sus futuros posibles lectores.

No hay, no debe haber, dos versiones –una para españoles y la otra para no españoles– de la silueta de España. Lo que sí es posible que haya son, al menos dos entendimientos o interpretaciones de aquella única silueta. Los problemas no se ven lo mismo desde dentro que desde fuera, desde arriba que desde abajo, desde uno que desde el otro lado; la perspectiva del observador es diferente y los contornos del objeto que se observa –España, en este caso– se robustecen o se esfuman, se afirman o se desdibujan según el juego de luces y sombras que, viniendo de cada esquina, pueda incidir sobre los volúmenes y los planos de aquella cosa que se mira.

Es evidente que España es una, aunque múltiples (la multiplicidad, en este caso, no encierra sino que más bien escinde a la verdad) puedan ser sus interpretaciones. Es asimismo cierto que de todas sus claves, tan sólo una de ellas –en el mejor de los casos– y jamás dos o tres, debe ser tenida por cierta y de exacto diagnóstico. Pudiera suceder también que todos los entendimientos que se han querido tener de España vengan a resultar, a la postre, falsos de la cabeza a los pies.

España –y su permanente y jamás resuelto problema– tiene una esencia única, una única realidad, pese al cúmulo de engañosos ditirambos y no menos falaces diatribas que sobre ella y a lo largo de toda su ya dilatada historia hayan podido caer. Hemos tratado de adivinar, páginas atrás, el rayito de luz que pudiera servirnos para verla. Y no para verla de cualquier manera –como han solido verla los numerosos viajeros que nos visitaron– sino, antes bien, para verla tal como es o, al menos, tal como honradamente nos parece. El ser español, como el ser francés o italiano, implica unos inabdicables deberes, unas obligaciones de las que no tenemos –ni tampoco deseamos tener– posibilidad alguna de substraernos. La traición no es un derecho, o, en todo caso, no es un derecho que queramos ejercitar.

Américo Castro llama «España, o la historia de una inseguridad» al capítulo primero de La realidad histórica de España y, en apoyo del título, encabeza sus páginas con unas palabras del Galdós de Fortunata y Jacinta: «La inseguridad, única cosa que es constante entre nosotros.» España es insegura y de ella, paradójicamente, pudo decir el novelista Galdós lo que dijo.

Pero España, sobre insegura –al tiempo que definidísima– es otras muchas cosas también; no es ésta la ocasión de detenerse en el florilegio de los adjetivos, con frecuencia no menos inseguros, que a España y a los españoles han brindado los más diversos comentaristas, españoles o no. Se trata no más que de redondear, hasta donde [16] nos fuere posible, la siempre movediza y varia imagen de España y para ello quizás fuera conveniente –a falta de suficiente espacio por el que andar nuestro camino por sus pasos contados– imprimir un violento viraje a nuestro rumbo, marcar a nuestro derrotero un cambio total de dirección. Y no en lo que se intenta (esclarecer la idea de España) ni tampoco en el método empleado para intentarlo (buscar la verdad sin pararnos a pensar en el sabor último de esa verdad) aunque sí, tal vez, en la situación de nuestro observatorio que, aunque desplazable, no por eso deja de enfocar su lente sobre aquella esencia y aquella realidad únicas a las que, poco atrás, se aludía.

España, amén de máquina trituradora de sus hombres (madrastra de tus hijos verdaderos, le llamó Lope de Vega en La Arcadia), es también fábrica incansable de hombres capaces, si se les deja solos, de las empresas más altas y descabelladas, más señaladoras y luminosas. No deja de ser curioso este solitario sentido de la sociabilidad –que pasa a ser una sociabilidad insociable, una sociabilidad antisocial– y de la eficacia del español. El torero, en trance de intentar la gran faena –dejaría de ser español de no pintar su instante con el trágico pincel de la muerte– en la que, sin duda, pone su vida en juego con no escaso riesgo de perderla, da una sola orden a sus peones: «¡Dejadme solo!».

España, como Rusia{15}, es su pueblo; no son España sus minorías selectas, casi inexistentes. En España, todo lo que hizo el pueblo permanece: las danzas y canciones españolas están vivas y en vigor; la cerámica muestra sus lozanos brillos inmarcesibles y pasmosos; la fiesta de toros, con sus vaivenes, ahí está, y el romancero popular no muere. Como contrapartida, las «minorías selectas» de que hablaba Ortega nada han hecho, al no existir o al casi no existir entre nosotros.

La proliferación de personalidades ejemplares, tal el caso de la Grecia clásica, trae como consecuencia, para Ortega, la inestabilidad histórica{16}. En los antípodas intelectuales de Grecia, los Estados Unidos, rayendo de raíz todo intento del individuo por señalarse –por noble que fuere su forma de señalamiento– consiguen una aparente estabilidad política apoyándose en la prosecución de la mediocridad. El hombre mediocre siente un lógico y –para él– vivificador recelo frente al creador, frente al hombre que tiene ideas que, buenas o malas, se diferencian de aquellas que vienen circulando desde hace tiempo y que pueden considerarse ya digeridas por la sociedad. Dado que los bienes de consumo, en la artificiosa sociedad contemporánea, no están repartidos por los inteligentes (por quienes hacen profesión y misión de la inteligencia) sino por los mediocres (que apoyados en la doble muleta de la osadía y el sentido de la oportunidad, detentan el poder en el mundo entero) y dado también que los oficios no creadores gozan de muchas más posibilidades económicas que los oficios creadores{17}, las deserciones en el campo de la inteligencia se suceden, vez tras vez, al mismo tiempo que el área de la mediocridad –de la resignada y, lo que es peor, defendida mediocridad de la que no se quiere salir– se ve, de día en día, más nutrida.

El caso de España, que no es ciertamente el de Grecia, tampoco debe confundirse con el de los Estados Unidos. En Grecia, la minoría selecta llegó a formar «una abundancia casi monstruosa de personalidades ejemplares, tras de las cuales sólo había una masa exigua, insuficiente e indócil»{18}. [17] La masa norteamericana es amplia, sobradamente suficiente y dócil, pero, coronándola, no existe la minoría rectora en cuyo espejo aquella masa se pudiera mirar y ejemplarizar. Y no existe por ninguna otra razón sino porque la masa –consciente de que lo es y orgullosa de serlo– no permite a la minoría que lo sea sino que le exige que se entregue o que se confunda con la masa misma. La minoría selecta americana vive acorralada y, por reacción, se niega a confundirse con la masa (lo que sería tanto como abdicar de sus pretensiones rectoras, nobles aunque vanamente inútiles) y también a levantar bandera blanca y entregarse: por todo eso las mejores cabezas americanas son siempre –curioso paralelismo con las mejores cabezas españolas– los más acerbos críticos de la sociedad cuya inmediata observación les corresponde. En los Estados Unidos ha triunfado la clase mediocre que en casi todo el mundo suele coincidir –y esto no es un juego de palabras– con la clase media. Diríase que los americanos, no aspirando a emular a los mejores, se conforman con saberse siempre los medianos. Lo grave de aquel pueblo es que descubrió que lo mediocre va siempre e históricamente seguido de lo poderoso y que está a pique de descubrir, de un momento a otro, el engañoso espejismo de que lo mediocre es lo mejor.

En España, decíamos, todo lo hizo el pueblo; pero todo lo que el pueblo pudo hacer fue poco. En España, aquello que no compete al pueblo sino a sus minorías rectoras, está aún por hacer. Américo Castro{19}, hablando del español, nos dice que el nivel de su arte y su literatura y el mérito personal y ejemplar de alguno de sus hombres continúan siendo altamente reconocidos; el valor de su ciencia y su técnica lo es menos; su eficacia económica y política apenas existe.

El mundo griego falló, como puede fallar en nuestros días el curioso experimento de Israel, por aspirar a convertir en minoría selecta a la mayoría; el mundo griego formó una cultura macrocéfala que no tuvo cuerpo sobre el que subsistir. El mundo americano quiebra por su extraña pretensión de dar más importancia al cuerpo que a la cabeza; el mundo americano ha formado una civilización microcéfala en la que su minúscula cabeza no habla –léanse sus novelistas– si no es para declararse incompatibles con su inmenso e informe corpachón.

En España, el pueblo, la masa, no está en contra de sus minorías selectas, sino que deja correr el mirar en torno y, por más que aguza sus sentidos, no las encuentra. Francia o Inglaterra tienen y han tenido unas minorías encargadas de la orientación del pueblo francés o inglés. En España, las individualidades que hubieran podido formar sus minorías, fueron siempre taladas a cercén y tan sólo aquellas que eran muy poderosas pudieron subsistir, aunque sin llegar a formar jamás una operante minoría.

Quienes talaron las individualidades españolas no fueron el pueblo, que nunca supo donde estaban, ni la clase media, como sucede en los Estados Unidos, sino quienes, con la rienda del poder en la mano izquierda y el restallante látigo de conducir en la derecha, prefirieron, con evidente desprecio de los más altos conceptos, volver la espalda al calendario y dejar que las cosas sucedieran como siempre habían venido sucediendo. Aunque fuera mal.

Las minorías selectas inglesa o francesa tuvieron un cuerpo sobre el que operar y marcar su huella, fácil de seguir –de otra parte– en la historia de sus países. La minoría selecta española se caracteriza por venir marcada con el eterno castigo de la soledad. [18] En España, las minorías selectas jamás influyeron sobre el pueblo ni sobre el poder. La soledad fue la impronta de quienes hubieran podido constituirlas y su huella no puede rastrearse por lado alguno. Nótese que en España, hasta los herejes fueron unos solitarios.

En España, aquello que pudo hacer el pueblo –y que apuntado quedó– o los individuos, tiene validez en el mundo y en todo tiempo. Incluso lo que acontece en nuestra época y en condiciones un tanto revueltas, pesa –siempre y cuando, repetimos, sea obra individual– fuera de nuestras fronteras. España puede presentar, en el siglo XX, una baraja de nombres en gloriosa y evidente desproporción con sus arrestos: los poetas Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca, los pensadores Unamuno, Ortega y Xavier Zubiri, el músico Manuel de Falla, los pintores Pablo Picasso, Juan Gris y Joan Miró (e incluso José Gutiérrez-Solana, tan difícil de ver por no españoles), los críticos históricos Menéndez Pidal y Castro, el histólogo Ramón y Cajal, el novelista Baroja, el escritor Azorín, el médico –y tantas otras cosas– Marañón, &c., &c., &c., fueron –algunos lo son, gozosamente, todavía– la pléyade que la empobrecida España puede poner al lado –y aún por encima– de la de tantos otros países más importantes, más ricos y más prósperos.

Pero en aquello, sin embargo, en lo que se requiere como condición inexcusable la eficaz presencia de las minorías, el papel de España baja considerablemente: la técnica española está en mantillas y la ciencia sigue vinculada al reducidísimo grupo de investigadores que podrían contarse con los dedos de la mano. Y en aquello otro –las instituciones políticas viables y permanentes– en que es ineludible escuchar, no ya entrever, la sabia voz de las minorías, España, que jamás supo buscarlas, nunca encontró su adecuada fórmula. Ruiz Zorrilla, político español del siglo XIX, dividía a los españoles en dos grandes grupos: el de quienes todo lo esperan del milagro y el de quienes todo lo aguardan de la lotería.

Y lastrando a todos y a cada uno de los españoles, su quid último del que Castro nos habla, habita, fiero y eficaz, en cada corazón. Lo malo es que sobran los corazones que jamás se detuvieron a oírle respirar.

Camilo José Cela

(Publicado con autorización de Tempo Presente, de Roma.)

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{1} Américo Castro: España en su historia. Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1948, págs. 12-33.

{2} Dice Unamuno: «Agonía, αγωνία, quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma. Y contra la muerte. Es la jaculatoria de Santa Teresa de Jesús: «Muero porque no muero». La agonía del cristianismo. Introducción.

{3} El anticlericalismo, en España, es fenómeno que cobra sus mayores proporciones en el siglo XIX, aunque presente síntomas de muy ilustre antigüedad; recuérdese que ya en el siglo XIII los españoles quemaban conventos.

{4} Ramón Menéndez Pidal: La España del Cid, págs. 683-4.

{5} Ob. cit., págs. 70-1.

{6} Marcelino Menéndez Pelayo: Antología de poetas líricos castellanos, (1890-1898), II, IX.

{7} José Ortega Gasset: España invertebrada, 2ª parte, «La ausencia de los mejores», cap. 6, Obs. comps. Revista de Occidente, Madrid, 1946-7, t. III, pág. 118.

{8} Américo Castro: La realidad histórica de España. Ed. Porrúa, Méjico, 1954, pág. 364.

{9} Ob. cit. pág. 685.

{10} Véase nota 7.

{11} Claudio Sánchez-Albornoz: España, un enigma histórico. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1956. t. I. pág. 128.

{12} Ob. cit., 1ª parte, «Particularismo y acción directa», cap. 6, «Compartimentos estancos», pág. 74.

{13} Véase nota 7.

{14} Este artículo fué escrito para una Enciclopedia italiana; ulteriores disparidades de criterio con los editores aconsejaron al autor su no publicación entonces.

{15} José Ortega Gasset: España invertebrada, 2ª parte, cap. 6: «Muy diferentes en otra porción de calidades, coinciden Rusia y España en ser las dos razas «pueblo»; esto es, en padecer una evidente y perdurable escasez de individuos eminentes.» Pág. 109.

{16} Ob. cit. pág. 109. «Llegó un momento en que la nación helénica vino a ser como una industria donde sólo se elaborasen modelos, en vez de contentarse con fijar unos cuantos standard y fabricar conforme a ellos abundante mercancía humana. Genial como cultura, fue Grecia inconsistente como cuerpo social y como Estado.»

{17} El banquero «vive mejor» que el profesor de economía política; el comerciante «gana más dinero» que el fabricante; el periodista «se defiende mejor» que el poeta; el notario maneja unos caudales que se niegan al profesor de derecho civil; el boticario vive de lo que el químico discurrió, &c.

{18} Véase nota 16.

{19} La realidad histórica de España, ed. cit., pág. 15.