Germán Arciniegas
Lógica y absurdo en lo de Venezuela
En la comida celebrada en Nueva York para despedir a Rómulo Betancourt, Miss Francis Grant, tenaz defensora en los Estados Unidos de nuestras democracias, recordaba el indeclinable optimismo del luchador venezolano, que hace un año resultaba inexplicable y desconcertante para los observadores desprevenidos. El raciocinio lógico de entonces era este: «El gobierno de Pérez Jiménez recibe al día, sin hacer otro esfuerzo que el de estirar la mano para tomar un cheque, tres millones de dólares; a un gobierno que recibe al día tres millones de dólares no lo tumba nadie.»
Y no era fácil tumbarlo, porque dentro del manejo de ese dinero, que nadie podía fiscalizar, una buena parte se destinaba a robustecer el ejército mejor armado de América, después del de los Estados Unidos, y otra al servicio llamado de «inteligencia» --es decir: la soplonería y las torturas-- cuya eficacia llegó hasta conocer las claves telegráficas del Gobierno del Canadá y a mantener un estado de terror que casi hacía innecesaria la policía. Un pueblo que no puede hablar, un pueblo que no dispone de un cortaplumas, no tiene nada que hacer frente a la tropa mejor armada y motorizada de nuestro tiempo. Ni puede escapar a la vigilancia más astuta del continente.
A estas apreciaciones sobre la Venezuela de Pérez Jiménez, agregaban quienes pesan las posibilidades revolucionarias en la balanza de cada día, la reflexión obvia de los sociólogos. La historia de la república de Venezuela se resolvió en una serie de dictaduras que llegaron a penetrar dentro de nuestro siglo con la figura staliniana de Juan Vicente Gómez, el más sólido toro que ha descollado en la manada de gobernantes de nuestra América. Ergo..., el haberse hecho unas elecciones para darle paso a Rómulo Gallegos podía considerarse como un momento de optimismo republicano, que toda una historia y un presente bien notorio contradecían estrepitosamente.
Ahora resulta que quien pensaba con lógica era ese Betancourt del desconcertante optimismo que recordaba Miss Grant. Dentro de la lógica de Betancourt había un factor que por lo general no se toma en cuenta cuando se juzgan los problemas de nuestra América: el factor invisible. Es el hombre que está ahí, presente, y que nadie ve. Se cree que el venezolano es un tipo diferente a todos los demás, que acepta el servilismo bajo los déspotas porque no le tiene afecto apasionado a su propia liberación. Lo ocurrido en Caracas en este enero de 1958, es una formidable lección para corregir a todos cuantos hacen teorías sobre nuestra América apoyándose en lo obvió que tienen a la vista, y ciegos para avanzar un paso en las intimidades de nuestro ser.
Nueva teoría del hombre americano
Ahora va ser necesario apresurarse a formular una nueva teoría sobre el hombre americano, que por rara coincidencia se parece a otra que se aprobó tras vehementes debates a comienzos del siglo XVI. A comienzos del siglo XVI hubo polémica a fondo en España para decidir si el hombre de América tenía cuerpo y alma, o sólo cuerpo. La idea del indio bestia tuvo muchos defensores, y batallas teológicas y sudores de la inteligencia costó el hacerles convenir a los interesados en que el indio también era un hombre. También tenía alma. Tan grave fue el debate que la tesis del cuerpo y alma nunca se ha aceptado con todas sus consecuencias. Desde luego, para el caso del venezolano se prescindía al menos de algunas de las potencias del alma. Los sociólogos del XIX decían: los venezolanos son soldados, los colombianos bachilleres y los ecuatorianos curas; Venezuela es un cuartel, Colombia una escuela, Ecuador un convento.
Los sucesos de estos últimos tiempos han demostrado que en todo eso no hay sino la superficial apreciación de quienes creen que el hombre no es sino su circunstancia. Que él, sombra de su circunstancia, carece de esa llama interior de la contradicción en que se iluminan las esperanzas y se prenden las revoluciones. Es muy aventurado decir que un venezolano sea como un ecuatoriano, o como un colombiano, o como un argentino. Ya sería mucho decir cine un caraqueño es como un margariteño. Y, sin embargo, me siento tentado a afirmar que todos somos iguales. Que hay algo común que comienza ahora a destaparse, algo que viene de las zonas invisibles, y que hace inverosímilmente parecidos a un pobre llanero venezolano y a una niña del liceo de Caracas, a un argentino de la calle Florida y a un negro de Barlovento en Venezuela. Eso que hay de común es una sed de justicia, una gana de libertad, un rechazo al despotismo, una íntima resistencia a la tiranía, que es posiblemente más viva en nuestra América que en ninguna parte del mundo. No porque seamos de otro barro, sino porque nos han puesto en circunstancias de contradicción, de repulsión, tan grandes, tan fuertes, que quien se acerque al fondo de nuestra conciencia pensando que encontrará una tribu de gentes sometidas se va a llevar un susto grande.
La teoría militar
Y será necesario, además, rectificar la idea del ejército en nuestra América. En este punto la equivocación se ha cometido, quizás, más hondamente en los propios estados mayores de nuestros ejércitos que en el exterior. Llego a pensar que el origen del mal está en un cambio de textos de estudio que fue funesto, y que viene de la época en que nos entusiasmó, más allá de lo justo, la revista de gala de los paso-de-ganso prusianos. Entonces creímos que todo el arte militar, y la eficacia, estaban en el uniforme. En la disciplina. En la soberbia. En el «¡vuelta a la derecha! ¡vuelta a la iz!» que gritaban los sargentos, y decidían las baquetas.
El texto de la escuela militar que nosotros deberíamos enseñar obligatoriamente en las escuelas superiores de guerra, que no tiene ningún otro pueblo de la tierra, que enseña lo que no se ha enseñado jamás a un ejército europeo, son las vidas de nuestros libertadores. Cada mañana en el cuartel debería leerse algún capitulito de las campañas que llevaron a Bolívar de la llanura desierta del Orinoco, por los llanos inundados, a la cúspide helada de los Andes, hasta caer en Boyacá con una tropa desnuda de soldados que recibían la instrucción de cargar las armas la noche antes de entrar en batalla, pero que llevaban sobre los pechos desnudos esa coraza que entonces sirvió para derrotar los ejércitos de la reconquista por Fernando VII y ahora ha servido para poner en fuga al formidable general Pérez Jiménez, al terrible Estrada..., al pequeño general Perón.
Como tenemos una América invisible, que cuando sale a la plaza hace que los cañones se callen de miedo, tenemos un arma secreta para el ejército de nuestra América que es la pasión de libertad de los pueblos, la gana de justicia que algún día acabará por imponerse.
Hace poco llegó a mis manos uno de los libros más divertidos que jamás haya visto. Es el libro que hubiera querido escribir Jesús de Galíndez en un rato de buen humor. Se titula Military Biography of Generalissimo Rafael L. Trujillo Molina, Commander in Chief of the Armed Forces of the Dominican Republic. Como se sabe, la carrera la ha hecho el general más desde palacio que en los campos de batalla, y de cuáles han sido sus batallas y sus muertos hay buena información. La parte divertida está en los capítulos --la mitad del libro-- en donde se publican los informes con las calificaciones que obtenía de cadete en la escuela militar. En nada de lo que se refiere a conocimientos técnicos pasó nunca de 3,5. Pero al llegar al uniforme el hombre crece, y alcanza la más alta calificación: «Aseo de su persona y trajes; exactitud y condición del uniforme y manera de usarlo, 4.» (¡Excelente!)
A estas gentes de excelente uniforme es a las que se ha sacado de las presidencias de la Argentina, de Colombia y de Venezuela. Y sobre la base de esta experiencia tenemos que volver a la teoría original del ejército de los libertadores. Dentro de la lógica natural de Venezuela, el ejército tenía que ser de libertadores, no de uniformes: ahí estaba la explicación histórica de su destino. Y ya tuve el placer muy grande de ver razonar con esa lógica al grupo de aviadores que inició la revuelta de Maracay, cuando los encontré en Barranquilla poco antes de caer Pérez Jiménez.
En el fondo, sobre el destino final de nuestra América hay que ser optimistas.
German Arciniegas
«Con un poco de sentido, y mirando al porvenir, parece más indicado considerar al hombre latinoamericano como una de las reservas de la humanidad cuya contribución activa no puede despreciarse. Esto no lo aceptan dentro de la América Latina quienes propician un régimen de orden servil. Ni lo aceptan desde fuera quienes se asocian a ellos. Y sin embargo, las manchas que hoy vemos, quizás mañana se recuerden como la pesadilla de una noche infernal. Dentro de la misma América en que se mueve un puñado de dictadores, hay vastas zonas luminosas. Y en todo el continente, al fondo, está el pueblo, que el día en que se exprese puede ser hoguera purificadora, o claridad. En todo caso, ahí está el huevo de luz de ese «mañana» que siempre flota enigmático en el lenguaje de los latinoamericanos.»