Filosofía en español 
Filosofía en español


Cultura latinoamericana. Ciencia y formación cultural

Francisco Romero

Las corrientes filosóficas en el siglo XX

Francisco Romero

La historia de las ideas –o una sección o un estilo de la historia de las ideas– registra los pensamientos en su generalidad y en su concatenación con la común vida histórica; dicho de otro modo, la faz ideológica del transcurrir histórico total. La diferencia con la historia de la filosofía surge al punto. La historia de la filosofía atiende a la significación estrictamente filosófica de las ideas, a su conexión propia, a su adecuación a los fines específicos del filosofar; no se desentiende del todo de las correlaciones del pensamiento con la vida en torno, pero sólo repara en ellas para la aclaración de especiales situaciones y en manera subalterna y accesoria. Asuntos de máxima importancia filosófica y que ocupan mucho espacio en la correspondiente historia, suelen revestir significación escasa o nula para la historia de las ideas, y, a su vez, ciertos complejos ideológicos que desde el punto de vista filosófico no son muy considerables, aparecen importantísimos en el marco de la historia de las ideas, por su eficacia en el común proceso histórico.

La distinción que acabo de consignar me parece digna de tenerse en cuenta, porque si bien en Iberoamérica no ha sido hasta ahora abundante la producción filosófica original –y es muy explicable que así sea– y por lo mismo no hay mucha sustancia para la historia de la filosofía propiamente dicha, en cambio las ideas han tenido en su marcha histórica una repercusión acaso proporcionalmente mayor que en otras partes, por motivos que expondré a continuación, y en consecuencia las investigaciones de historia de las ideas asumen una particular significación para comprender acertadamente su evolución histórica. En estas rápidas anotaciones no podré separar en cada caso lo que toque, respectivamente, a la filosofía pura y a las ideas en calidad de fermentos u orientaciones de la existencia política y social; la distinción queda hecha en principio y con ello basta para mi propósito y para la apreciación del lector.

Las nacionalidades americanas nacen todas y se desenvuelven a plena luz de conciencia, en un régimen que ha sido llamado con razón “arquitectural” (Carlos Alberto Erro), y no mediante el proceso lentísimo, vegetativo y en lo principal inconsciente que ha originado las nacionalidades europeas. Ingredientes ideológicos de fácil identificación influyeron en los movimientos libertadores de los actuales países americanos, en su organización como Estados, en las primeras grandes direcciones de su existencia nacional. Anotado este rasgo común para toda América, corresponde indicar una distinción entre lo ocurrido en la América de raíz anglosajona y en la de prosapia ibérica. La decisión de erigir Estados de tipo moderno, democráticos y republicanos, fue común en ambas, salvo pasajeras indecisiones, desde la empresa libertadora, pero mientras que en la zona septentrional los influjos modernos penetraron natural y sosegadamente, por la situación de la principal potencia colonizadora, en la América ibérica, debido a los muchos residuos medievales mantenidos en la metrópoli, los elementos para la constitución de Estados a tono con la modernidad hubo que pedirlos en préstamo a la ideología triunfante en los más adelantados países europeos, que en casi todas sus dimensiones era resistida enérgicamente por España. De aquí el peso y el carácter de este ingrediente ideológico, incorporado en cierto modo desde fuera y en contradicción con sólidos sedimentos vernáculos asentados por la tradición. A nadie se oculta cierto forzamiento y artificialidad en la evolución de los pueblos iberoamericanos, motivados por esta inoculación de pensamientos extraños hasta entonces a ellos, que debían ser introducidos si se quería, como era firme voluntad de los grupos dirigentes y como era inevitable, que las nuevas nacionalidades adquirieran el contorno y el ritmo de naciones modernas. Se sigue de aquí la extraordinaria influencia del pensamiento de la Ilustración en la vida política y social de Iberoamérica, y la necesidad de investigar exhaustivamente las vías, maneras y alcance en cada caso de esa influencia, indagación que no pertenece al campo de la historia de la filosofía, sino al de la historia de las ideas. Algo semejante, aunque no idéntico, puede decirse para el positivismo. Aquí ya interesa también lo estrictamente filosófico, porque hubo destacadas manifestaciones locales del pensamiento positivista, pero indudablemente fue mucho mayor la irradiación del positivismo importado y la constitución de un clima positivista que prosiguió la obra de la Ilustración, en el sentido de modernizar estos países y de combatir los vestigios de la vida colonial, suscitando la renovación, en muchos planos, tanto de la vida material como de la cultural, y sumándose a una especie de positivismo infuso y propio, disposición de espíritu nacida de la necesidad de suscitar las condiciones primarias de la normalidad social en sus supuestos básicos de la economía, la ordenación política y la educación popular.

Las etapas filosóficas

El primer pensamiento filosófico en Iberoamérica fue el escolástico, impuesto por la metrópoli en las Universidades; poco a poco se hicieron presentes algunas de las expresiones del pensamiento moderno, pero en términos precarios. La filosofía de Locke y sus varias derivaciones, entre ellas la Ideología de Destutt-Tracy, tuvieron bastante aceptación en las vísperas de las agitaciones de la Independencia y durante el primer período de vida autónoma.

El positivismo, aparte de la función social y civilizadora ya señalada, logró como teoría notable difusión en todos estos países. El más ilustre entre sus representantes fue el cubano Enrique José Varona (1849-1933), que expuso sus ideas en unos cursos editados en tres libros valiosos: Lógica, Psicología y Moral. Muchos otros pensadores adhirieron al positivismo y publicaron trabajos estimables. Entre los positivistas puede ser contado el argentino José Ingenieros (1877-1925), si se toma el término en acepción amplia, aunque se opuso a más de una de las tesis centrales de la escuela; más justo sería considerarlo un cientificista, partidario de una reconstrucción de la filosofía sobre la pauta de las ciencias y de la erección de una metafísica que, con método científico, indagara aquellos hechos que escapan a la rigurosa determinación experimental. Lo principal de su abundante producción pertenece a nuestro siglo. La significación de sistema de pensamiento activo y vital, contrapuesto a los esquemas académicos del pasado, que se atribuía generalmente al positivismo, se comprueba bien en lo ocurrido en el Perú y Bolivia, donde este tipo de filosofía se acoge hacia 1880, cuando ambos países reconocen la urgencia de una total reestructuración nacional, durante la crisis acarreada por la grave derrota que les infligió Chile en la llamada Guerra del Pacífico. El positivismo comtiano fue profesado por círculos más o menos cerrados en varios países; acaso los más consistentes de esos centros estuvieron en el Brasil, Argentina y Chile. Más amplia y difusa fue la repercusión del positivismo de cepa inglesa, el de Spencer y John Stuart Mill, menos exigente de ortodoxia, más accesible a diversos géneros de lectores y, por su liberalismo, más concorde con el espíritu y los requerimientos locales del momento. Además, como la gran idea de la evolución parecía la clave universal para la explicación de los hechos sociales, y el transformismo darwiniano la había reforzado con su resonante aplicación a los hechos biológicos, Spencer asumía una posición central y se le consideraba el portaestandarte del pensamiento moderno. Su influjo se extendió por muchos campos; a él acudieron en gran número quienes experimentaban la necesidad de un apoyo filosófico. En general, el positivismo fue el primer movimiento filosófico de vasta difusión, el que llegó a extensas capas de lectores y tuvo significación extraacadémica; entre sus beneficios se cuenta el de haber acostumbrado a muchos a pensar, a ir más allá de las habituales frecuentaciones literarias, a plantearse problemas de ideas en conexión con hechos concretos, y desde este punto de vista puede decirse que impuso una especie de escolaridad filosófica, por el atractivo y la relativa sencillez de sus esquemas, preparando así el terreno para estilos más arduos de filosofía. La reacción contra él halló abonado por él mismo el terreno, pues la preocupación filosófica había despertado y no era ya raro el manejo de tal clase de escritos; la apetencia filosófica suscitada por él se convirtió en uno de los elementos determinantes de la curiosidad que se proyectó hacia los movimientos que vinieron a reemplazarlo.

Si el positivismo, puede decirse, fue nuestra primera gran escuela de filosofía, no se le puede atribuir la fundación del enérgico y compacto movimiento de ideas que hoy se desarrolla en estos países. La participación activa de Iberoamérica en la faena filosófica comienza con la introducción de las corrientes adversarias y reemplazantes del positivismo, con la adhesión a las tentativas de restauración filosófica que se suceden en los últimos años del siglo XIX y en los primeros del nuestro, y que desde entonces consolida un nuevo régimen de pensamiento, debilitado sin duda luego por el lamentable auge de los sistemas totalitarios, la segunda guerra mundial y la crisis espiritual consiguiente, pero que es de esperar continúe afirmándose con el cambio de la situación mundial. El hecho más importante en nuestros países, dentro del marco de esta renovación, es la formación de una tradición filosófica. Los hombres que merecen llamarse los fundadores de nuestra filosofía, con la única excepción de Enrique José Varona, se ponen a la cabeza del empuje antipositivista. Ese nombre de “fundadores” les es debido porque cumplen una auténtica tarea de fundación. El fundador no es meramente el que deja una obra propia eminente, sino quien ostenta además los requisitos de ejemplaridad y virtud estimulante aptos para iniciar una tradición. Para ser un fundador, en efecto, no son suficientes los méritos intelectuales ni la producción estimable; tienen que ir acompañados de un prestigio personal capaz de atraerle adhesiones hasta muchos años después de su desaparición, porque la fundación es un origen, pero un origen corroborado cada día, garantizado a lo largo del tiempo por una especie de presencia continua del fundador. El fundador es el hombre cuyo nombre se invoca o está calladamente en el ánimo de todos, no sólo cuando se lo tiene próximo o se lo evoca en los solemnes fastos conmemorativos, sino a cada instante, porque se le atribuye una constante vigencia rectora, un prestigio paternal en el que se mezclan el respeto y el amor. El papel del fundador en filosofía es de trascendencia suma; no me es lícito extenderme ahora en este punto, y me limito a apuntar nociones que he desarrollado en otras partes. Una tradición filosófica no ha de ser confundida con una escuela; los títulos de fundador y de jefe de escuela pueden concurrir en la misma persona, pero aun en este caso las funciones siguen siendo diferentes porque suponen condiciones distintas y tienen diverso alcance. La escuela es cerrada y se constituye mediante el asentimiento de los discípulos al complejo de ideas del jefe; éste necesita poseer ciertas dotes de proselitismo y de facultad hegemónica y aglutinadora. La tradición es abierta; no se produce por designio o propósito de nadie, sino en manera natural y espontánea, y no reposa en la aceptación de un sistema de ideas, sino de un haz de principios e intenciones, y sobre todo en la reverencia hacia una personalidad en la cual esos principios e intenciones se han encarnado y se animan con una intensa vibración humana. En el comienzo de toda tradición hay, pues, una misteriosa alianza de lo ideal y lo cordial, o, mejor dicho, una entrañable fusión de estos dos componentes, una humanización de lo ideal y una transfiguración ideal de lo humano.

Varona es uno de los fundadores de nuestra filosofía; su extraño destino fue serlo aun cuando el sistema de ideas representado por él hubo de ser rechazado de plano por quienes le sucedieron, los cuales, sin embargo, nunca le negaron la condición patriarcal y el rango de privilegio, su incomparable contribución al despertar de la conciencia filosófica en su país. Ningún otro de los pensadores del positivismo, pese a las altas calidades de varios de ellos, disfrutó de tal preeminencia. Antonio Caso (1883-1946) es la personalidad predominante en los orígenes del pensamiento mexicano actual. Su noble entusiasmo por estos estudios, su extraño poder de sugestión y la densidad y asiduidad de su enseñanza concurrieron para que lo reconozcan por maestro muchos de los que se dedicaron tras él a la filosofía. Es el primer ejemplo en su país de una existencia consagrada por entero a la ocupación filosófica. Adhirió al comienzo al positivismo, del que se apartó para asumir la jefatura de las corrientes opuestas a esa doctrina. En esta etapa descuella a su lado en México José Vasconcelos (n. 1882), no puro filósofo, pues ha intervenido con pasión en las lides políticas y ha desempeñado altos cargos de gobierno, autor de un sistema donde formaliza sus propensiones un tanto místicas y con predominio del momento estético. Indiscutida es en el Uruguay la posición magistral de Carlos Vaz Ferreira (n. 1872), uno de los pensadores iberoamericanos con más derechos para aspirar a un renombre extracontinental, tratadista de lógica, ética, estética, pedagogía, &c., con una inagotable riqueza de ideas originales y un sorprendente poder de análisis; se le juzga con razón un maestro de pensamiento y de vida, por su insistencia en una crítica al mismo tiempo inexorable y comprensiva de cuanto concierne a la existencia y al espíritu humanos, a la luz de nobles principios enunciados con claridad y autorizados por una conducta enderezada de continuo al bien público. En la Argentina la fundación estuvo a cargo de Alejandro Korn (1860-1936), varón de estirpe socrática, aleccionador en todos los actos de su vida, cuyo legado escrito, muy valioso sin duda, no llega a reflejar la riqueza de su personalidad de filósofo y de maestro, que se manifestó sobre todo en la comunicación personal y en la docencia. Korn fue el único, entre los pensadores de este grupo, que estaba familiarizado con la filosofía alemana coetánea, que estudió en sus fuentes. Parte de sus escritos examinan cuestiones de historia de las ideas en la Argentina y otros exponen su propio pensamiento, en términos que abarcan una concepción filosófica total y en especial una interpretación del hombre y de los valores fundada en el primado de la acción y de la libertad. Otro de los fundadores es el peruano Alejandro O. Deustua (1849-1945), primer representante en su país de los estilos de pensamiento posteriores al positivismo, realizador de considerables reformas en distintos órdenes de la enseñanza a tono con el nuevo espíritu e inspirador y guía de las nuevas promociones filosóficas desde la cátedra universitaria y mediante el libro. Como a Korn, se le puede denominar un filósofo de la libertad. En su opinión, el orden no se contrapone a la libertad, sino que se le subordina. La porción más extensa de su obra trata de historia y teoría de la estética y de la ética. En Chile cumplió una importante faena fundadora Enrique Molina (n. 1871), quien se apoyó primero en el pragmatismo y el meliorismo y después en Guyau y Bergson, siendo el introductor de este último en su país. Profesa una filosofía del espíritu y alterna su teorización de los valores ideales con una activa prédica del sentido ético de la existencia humana, con aplicaciones a los problemas de su ambiente nacional y una constante preocupación por el destino de América. Una acción fecunda de formación y adoctrinamiento ha realizado también en Chile, principalmente desde la cátedra, Pedro León Loyola. Acaso convendría agregar otros nombres a este grupo, pero estos apuntes no pretenden ser una reseña puntual y completa.

Los influjos operantes en esta época de la fundación –coincidente con la del reemplazo del positivismo– han sido muchos, diversos en el calibre y la procedencia, con resonancia distinta según los países. Los más abundantes provenían de Francia (Guyau, Boutroux, especialmente Bergson), y de Italia (Croce y, en menor medida, Gentile). Las influencias norteamericanas se limitaron a la del pragmatismo (W. James) y a las de algunas orientaciones psicológicas, sociológicas y pedagógicas; las británicas fueron escasas. Los movimientos alemanes que procuraban la restauración filosófica tras el ocaso del positivismo fueron conocidos de segunda mano, en general; sólo Alejandro Korn, como se dijo, tuvo noticia directa y cabal de lo que ocurría en Alemania por esos días.

A la acción de los fundadores y de quienes comenzaban a colaborar a su lado se sumaron algo después los estímulos provenientes de Ortega y Gasset, pensador muy admirado y leído en toda Iberoamérica; tanto aquellos referibles a sus propias ideas, incitantes por su calidad y por el brillante ropaje literario, como los derivados de su múltiple actividad de expositor de concepciones novísimas y de director e inspirador de la Revista de Occidente y de la editorial del mismo nombre, que puso en circulación importantes obras representativas de las orientaciones recientes, en particular las germánicas; sus viajes a América, aunque restringidos a la Argentina y países limítrofes, tuvieron amplia repercusión.

Otra promoción filosófica inicia su actuación pública desde la segunda década del siglo, acaso sin la genialidad de los grandes promotores nombrados antes, pero con mayor densidad en sus filas y encontrando un clima más favorable, lo que le permite marcar un notable avance en la organización y afianzamiento del interés filosófico. Las personalidades dispersas empiezan a ser sustituidas por pequeños grupos conexos. En esta nueva tanda las circunstancias personales son bastante diversas. Junto a los llegados a la filosofía únicamente por las solicitaciones de la vocación y con exclusiva formación autodidáctica, están los que han cursado estudios universitarios, aunque por lo común no deban a ellos lo principal de su definición filosófica; algunos han seguido cursos en Universidades europeas. En este momento continúan obrando las influencias recordadas anteriormente, pero se agregan a ellas, en ciertos países, la de la filosofía alemana de esos años, que, como se sabe, alcanzó inusitado esplendor. Los países donde en esta sazón la labor filosófica fue más proficua y ordenada han sido la Argentina, México y Perú; la proyección hacia la filosofía se manifestó en los demás en actitudes y grados diferentes, que fueron desde una preocupación vivaz aunque sin la constitución de sólidos equipos, hasta una vaga preocupación general que sólo levantaba la puntería y agudizaba la crítica en algunos estudiosos solitarios. Tomando Iberoamérica en esta ocasión como un cuerpo único, podemos decir que se fortifica en ella la atención hacia el pensamiento de Croce y de Bergson y se empieza a exponer en las aulas superiores las doctrinas de Dilthey, Husserl, Max Scheler, Nicolai Hartmann, Heidegger, Rickert, Meyerson, Blondel, &c. Más justo sería acaso reconocer que casi todas las expresiones considerables de la mente filosófica europea hallan repercusión, bien que con señalada preferencia para las alemanas y un visible descuido para las británicas; así como antes apenas había encontrado eco el gran idealismo inglés de finales del siglo XIX, ahora las aportaciones posteriores de la filosofía inglesa tardaron en ser admitidas, y si un Bertrand Russell tuvo lectores, Whitehead llegó con demora y sólo más tarde se supo algo de Alexander. Esta generación filosófica regularizó el trabajo de cátedra, impuso métodos más rigurosos y practicó la producción escrita, con relativa abundancia de libros y notable profusión de ensayos, artículos y notas, señales de la autenticidad del interés. Tal interés se documentó además con la fundación de sociedades y grupos filosóficos, la aparición de Bibliotecas de Filosofía y las conferencias y cursos en instituciones privadas, entre las cuales la de acción más extensa y continua es el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires. Algunos congresos americanos de filosofía contribuyeron al mutuo conocimiento y al intercambio personal e intelectual entre las personas dedicadas a estos estudios en los diversos países.

De esta tanda o generación (entendida la palabra “generación” en acepción convencional y extensa) recibió impulso y formación la siguiente, que ahora comparte con ella la responsabilidad de la docencia universitaria. Pero la situación que esta nueva promoción encontró al terminar su escolaridad e inaugurar su esfuerzo autónomo fue muy distinta de la dominante hasta entonces y que había beneficiado al grupo de sus predecesores. El auge en Europa de los regímenes totalitarios, la incubación de la segunda guerra mundial, el estallido y desarrollo de ésta y la consiguiente crisis de la larga y confusa postguerra, produjeron en todo el mundo un estado de desorientación que se reflejó en la filosofía, especialmente en la de Alemania, Francia e Italia. Disminuyó el sentido teórico, la capacidad para afrontar los problemas con un imparcial espíritu científico; muchas de las cuestiones planteadas, que debían ser elaboradas con cuidadosas precauciones y en vista de su paulatina aclaración, en términos objetivos y sin otra preocupación que la de la verdad, fueron dejadas de lado, y ocuparon su sitio las llamadas cuestiones de “concepción del mundo”, los enfoques atinentes al sentido de la totalidad, a la estructura de la realidad cósmica y social y a la valoración de la existencia humana. Los problemas de este orden siempre se han hecho presentes en la filosofía, gozan de plenos derechos y nadie puede. recusarlos. Lo censurable era que llegaran a cubrir todo el horizonte, introdujeran en él una carga pasional y dogmática, y desacreditaran y al cabo excluyeran los estilos más reposados de la especulación, los enderezados a la clarificación de los muchos enigmas que esperan respuesta. Mientras que los numerosos e importantísimos problemas (nueva teoría del conocimiento y nueva ontología, valores, índole del saber de lo social-histórico, confrontación de idealismo y realismo y renovada metafísica, antropología filosófica, &c.) planteados en el primer tercio del siglo, se oscurecían y al final eran olvidados, prosperaban el existencialismo, el marxismo y el neotomismo, más como programas de vida y acción que como asuntos de indagación crítica, juntamente con otras filosofías marginales en las cuales se descubría y destacaba la misma propensión dogmática y aun “profética” (metafísica freudiana, Spengler). En todo esto se estimaba la significación práctica, la satisfacción que proporcionaba a las inquietudes y urgencias del ánimo, con evidente desmedro de aquellas cualidades de teoreticidad y problematicidad que ostentaba el pensamiento, del primer tercio del siglo y que tanto prometió al progreso filosófico. Imperante esta situación en muchas partes, particularmente en los países en cuya estela intelectual nos movemos, repercutió en Iberoamérica con dóciles imitaciones y señaló un retroceso o por lo menos un estancamiento durante las dos últimas décadas.

El pensamiento iberoamericano

Frente a la filosofía de la otra sección de América, la iberoamericana presenta rasgos propios. La filosofía de los Estados Unidos prefiere mantenerse en lo principal dentro de la tradición británica; en cambio, la de nuestros países busca alimento e inspiraciones en toda la filosofía occidental, especialmente en la francesa, la alemana y la italiana. Los temas predominantes en los Estados Unidos son los del conocimiento científico, el positivismo lógico y la lógica simbólica, con manifiesta inclinación a la filosofía del saber y de la naturaleza; en el área iberoamericana prepondera una dirección que podríamos calificar de humanista, con resuelta propensión a ocuparse en los problemas del hombre, en los valores y de la cultura, y también con referencia frecuente a los problemas de la libertad.

Puede advertirse en nuestra filosofía cierto contraste entre la tendencia que pudiera denominarse occidentalista o universalista y la tendencia localista o regional; expresado en otros términos, entre una concepción de la filosofía como prosecución del común trabajo de la mente occidental, y otra que aspira a dar status filosófico a las peculiaridades y especiales demandas de la espiritualidad iberoamericana. Algunos pensadores mexicanos y notorios escritores de Bolivia transitan el segundo de estos caminos, mientras que el universalismo o el occidentalismo es proclamado por muchos en la Argentina y el Perú. Este conflicto no llegará a señalar una escisión, pues lo resolverá automáticamente el proceso mismo del filosofar, cuando el pensamiento de estos países halle definitivamente su propio cauce y aprenda a conciliar el universalismo con el localismo al reelaborar y hacer suyos los grandes temas desde la situación histórica y concreta del meditador iberoamericano.

Es de estricta justicia registrar –y agradecer– la valiosísima aportación traída a nuestros estudios filosóficos por unos cuantos eminentes profesores españoles extrañados del hogar nativo a consecuencia de la guerra civil, que han cumplido una fértil acción docente en Universidades iberoamericanas, se han connaturalizado con el medio y han enriquecido la producción escrita con obras de mérito. No es el caso de enumerarlos en esta rápida apuntación; baste citar por excepción a uno de ellos, el ilustre exprofesor de la Universidad de Barcelona Joaquín Xirau, fallecido hace algunos años en México, su patria de adopción: quede estampado aquí su nombre como recuerdo afectuoso y debido homenaje.

Francisco Romero

Nota Bibliográfica. Los límites impuestos a este artículo no han permitido especificar sino algunos nombres; circunscrita la exposición a lo que consentía el espacio concedido, han sido indicadas las corrientes y momentos principales, sin detallar figuras, doctrinas ni libros. El lector interesado en el asunto puede recurrir a ciertas obras donde hallará fácilmente una información más sustancial. Las más accesibles son las siguientes:

Antología del pensamiento de lengua española en la edad contemporánea. Selección de textos, estudio preliminar y notas de José Gaos. México, Séneca, 1945.

La filosofía latinoamericana contemporánea. Selección y prólogo de Aníbal Sánchez Reulet. Unión Panamericana, Washington, 1949. (Versión inglesa, con algunas alteraciones: Contemporary Latin-American Philosophy, The University of New Mexico Press).

Francisco Romero, Sobre la filosofía en América. Buenos Aires, Raigal, 1952. Contiene abundantes indicaciones bibliográficas, especialmente págs. 59, 69 y 70.

A. Salazar Bondy, La filosofía en el Perú. Unión Panamericana, Washington, 1955. Inicia una serie de monografías dedicadas a reseñar la marcha de las ideas filosóficas en los diversos países americanos; el texto en español va acompañado de la traducción al inglés.

Cursos y Conferencias, revista del Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, tiene en prensa un número dedicado a la filosofía en Iberoamérica, con estudios monográficos redactados por especialistas de cada país.

La casa editorial Marzorati, de Milán, prepara una obra de conjunto a pluralidad de autores, titulada Les grands courants de la pensée mondiale contemporaine, en la cual proyecta incluir un capítulo sobre la América Latina.