María Zambrano
Ortega y Gasset, filósofo español
No parece asunto de mayor importancia, cuando de un filósofo se trata, la determinación de su nacionalidad. La Filosofía es una de las actividades universales del hombre, sino la más; como tal se definió desde el principio. Y si se dice “filosofía griega” o “filosofía alemana” es por razones ajenas a la intención de quienes la hicieron, pues bastaría que la pretensión de hacer filosofía nacional se declarase para que apareciese inmediatamente el peligro de algún sucedáneo caricaturesco viniese a ocupar el hueco que la verdadera Filosofía dejase en su huida.
Además de ser universal, la Filosofía se da siempre y necesariamente dentro de una tradición, vale decir dentro de la totalidad de la Filosofía, que forma un vasto sistema. Sistema y horizonte son lo propio del pensamiento filosófico –que es el pensamiento, sin más, en su grado más riguroso–, si es que el horizonte no es la condición previa del sistema y por tanto la creación primera del pensamiento filosófico, su primer don al mundo de los hombres.
La filosofía de Ortega y Gasset no lo sería, por tanto, si no estuviese enraizada en la tradición filosófica, en el sistema total de la Filosofía y en su horizonte.
La circunstancia española
Mas, hay dos maneras de que una filosofía esté dentro del horizonte de la Filosofía: la de estar simplemente –aunque este “estar” no es nunca tan simple– y la de ensancharlo, la de hacer aparecer un horizonte más amplio que lejos de borrar incluye al horizonte ya habido. Y este es el modo en el que se encuentra el pensamiento de Ortega dentro del pensamiento occidental. Modo reservado tan sólo al pensamiento creador, pues lo más creador del pensamiento es justamente el horizonte.
Horizonte es algo que se refiere a la visión, al ver típico del hombre, al ver con el pensamiento. El horizonte es la condición de la objetividad, lo que la constituye, pues hace que la realidad se configure en objetos y se articule en distancias, que la confusa realidad ascienda a ser. Pero este horizonte no sería humano y a la medida del hombre si no incluyera también un “orden del corazón”, según la expresión de Pascal; si no tuviese su raíz en la condición de la vida humana, de esa vida humana que como Ortega ha mostrado es un drama habido entre “el yo y las circunstancias”.
Y es la fidelidad a las circunstancias, la absoluta lealtad hacia ellas, lo que permite que los conflictos se conviertan en problemas y llegar así a descubrir nuevos problemas o a ver más claro en los ya presentes. La fidelidad a la circunstancia española fué lo que guió a Ortega en su salida al mundo, a hacer la filosofía que hizo en la forma en que la hizo. Y quién sabe si a hacer filosofía en lugar de haber hecho otra cosa menos necesaria a la vida española, pues toda visión objetiva para ser humana lo es a partir de un problema y el problema antes que descubierto por la mente es sentido en ese fondo último de la persona que es su sentir originario, lo que a veces es aludido en la metáfora del “corazón”.
En el caso de Ortega sucede que su circunstancia era la española. ¿Habrá otra más problemática desde hace varios siglos [50] en la cultura occidental? Ser hombre es por todas partes problemático, pero ser occidental es más problemático todavía, por haber tenido el occidental conciencia de ello. Y dentro de Occidente, ser español ha resultado ser lo más problemático a partir de ese momento en que se inicia la llamada “decadencia” española.
Cuál es el problematismo propio del ser español, constituye desde el XVIII la preocupación constante de las más avisadas mentes de España hasta dar lugar a las diferentes corrientes reformistas o simplemente reformadoras del XIX. Como si la realidad se hubiese tornado confusa y en esa confusión se escondiera un obstáculo que hacía imposible el avanzar; un obstáculo que ocultase el horizonte que toda vida necesita para no girar sobre sí misma.
No es posible pasar aquí revista a las diferentes posiciones del pensamiento frente al problema de España; a los distintos diagnósticos, diríamos. Mas un hecho aparece cierto, y es la no sincronización de España con Europa a partir del siglo XVII, de ese momento en que Europa entra en sí misma y da a la luz sus creaciones más originales: la filosofía cartesiana y la ciencia físico-matemática. Es decir, el Método.
Fué Ortega quien abordó este hecho justamente al entrar en el momento de su madurez, cuando en los años primeros de la década del 30 al 40 ofrecía en la Facultad de Filosofía de Madrid su “Tesis metafísica sobre la Razón vital”, en uno de sus Cursos; en otro –a lo menos durante un año– abordó la crítica del pensamiento cartesiano, de la razón físico-matemática. La Razón física superada por la Razón vital… Aparecía así claramente ligada la crisis actual –que él mismo definiera en su Curso sobre Galileo, en 1933– con la aparición de un sistema filosófico{1} nacido en una mente fiel a la circunstancia española. La problemática historia de España daba su fruto en el pensamiento en el momento justo.
La “Razón vital” no podía haber nacido en otro momento que aquel en que nació. Como no pudo nacer antes ni pudo tardar más tiempo en formularse la pregunta de Tales, ni el “cogito” cartesiano, ni el sistema de Hegel, ya que la Filosofía es sistema… en el tiempo. Pero tampoco pudo existir antes con todo rigor Filosofía en España{2}. Y esto es el centro mismo, la médula de la situación de España frente a Europa y frente a sí misma. ¿Por qué?
La esfinge de Occidente
Hemos aludido al hecho señalado por Ortega de que España “se apagó como una llama falta de alimento en la Europa que se comienza con el pensamiento de Descartes”, si no recordamos mal su expresión. Cabría examinar esta observación a la luz de la crítica que Ortega ha hecho de la Razón cartesiana. Mas antes habría que meditar sobre algo decisivo de España en su Historia. Y es nada menos que su situación con su Historia misma.
No es posible presentar en este trabajo, ni tan siquiera en esquema, los datos de nuestra argumentación. El argumento expresado “ex abrupto” es que España no parece haber aceptado su Historia, y que ese es el origen, la raíz misma de nuestros males, de la llamada “decadencia” y de ese proceso destructor que fueron las guerras civiles… Verdad es que no parecía posible a quienes tuvimos la fortuna de vivir aquellos momentos en que el pensamiento de Ortega llegaba a su madurez que una nueva viniera a producirse; que la raíz de la destrucción pudiese más que todo aquel ímpetu creador de la vida española en todos sus aspectos, del cual el pensamiento de Ortega era la cifra y el horizonte. La aurora de la Razón histórica, fué el título que Ortega puso al libro –hasta ahora inédito– en que expone su sistema. Era también la aurora de España, que encontraba al fin su horizonte, en el que podría respirar, en el que se hacía llama y luz su fuego nunca extinguido. [51]
España, sí, había renunciado a su Historia; vale decir a sí misma. Tal suceso debió de acontecer allá en las profundidades de la voluntad por algún motivo enigmático inmediatamente después del gigantesco esfuerzo de la Contrarreforma y del descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo. Después de Trento, donde el pensamiento español fué el protagonista adentrándose en el abismo de la libertad como quizá nadie se haya adentrado jamás en esa vertiginosa profundidad, el pensamiento español se sitúa a la defensiva. La explicación más conocida con honores de “tópico” es que fué a causa de la Inquisición, cuyos tribunales no andaban por cierto inactivos en otras latitudes. Cabría admitirlo a pesar de este tan importante contraargumento, si al mismo tiempo no se enseñorease de la vida española, de sus hombres más representativos desde el Monarca al Alcalde una inmensa desgana histórica. En el momento en que España era dueña del mundo renunciaba a su dominio, a ocuparse del mismo, como si tal faena le fuese una gran fatiga sin compensación, un penoso deber sin justificación en ética alguna, una carga que hay que soltar a toda prisa. Y nace el quietismo y Don Juan. Don Juan al mismo tiempo que el Condenado por desconfiado, es decir, el burlador y el descreído. El nadista parece ser el que se atrevió a expresar claramente el fondo metafísico común a los dos.
España se desentiende de la Historia que con grandeza tanta ha hecho. Muestra de ello es también la pobreza de nuestra Historiografía, si se la compara con la de país de primer rango de Occidente, pues los demás países que han hecho Historia en grado eminente, la han hecho y la han contado. España no se la ha contado a sí misma en modo suficiente, sobre todo cuando Ortega asomaba a la vida. Los que más hondamente se han preocupado de la historia de España ha sido para disentir de ella: los reformistas. Frente a ellos un tradicionalismo más exaltador que amigo del conocimiento, se levantaba. Y la actitud del hombre de la calle, de la inmensa mayoría de los españoles fluctuaba entre la deliberada inconsciencia y la amargura.
Porque un pueblo entero puede caer –y existen ejemplos bien recientes– en un sentirse víctima. Si este sentir se da en un pueblo de gran vitalidad, se irá llenando de afán vindicatorio, irá acumulando energía y aun pensamiento para en un momento y con un plan grandioso dominar el mundo; ese Mundo que no ha sabido abrirle hueco, que le ha negado su “espacio vital”. Mas no era ese el sentir del español. De un lado la soberbia; de otro esa capacidad de “estar”, ese verbo sin traducción en otro idioma y cuyo sentido tendría que desentrañar quien quisiera de veras conocernos, nos impedían sentirnos víctimas. Pero la soberbia impide salir de sí mismo. España estaba ensimismada, tan ensimismada que por momentos parecía hechizada. Sí, España se había convertido en una Esfinge: la Esfinge de Occidente.
Había que desencantar a la Esfinge; devolverla a la vida y a la Historia. Tal era la situación en el momento en que Ortega y Gasset volvía en los primeros años de este siglo de estudiar Metafísica en la escuela neokantiana de Marburgo.
Unamuno y Ganivet
La estrategia para lograr este desencantamiento tenía dos grandes generales. Uno en plena madurez, en plena juventud madura, diríamos: Miguel de Unamuno, que desde la mitad de la década del 80 al 90 había comenzado su campaña llena de exasperada, agónica fe. Y un más oscuro, enigmático personaje muerto en la plenitud de su pensamiento en el mismo crítico año de 1898, muerto… suicida quizá del mal de España: Ángel Ganivet.
Unamuno, sabido es, ha expresado con ímpetu y obstinación sin igual “el sentimiento trágico de la vida”. Fiel a este sentir ha polemizado continuamente con la filosofía y aun con la ciencia. Ensayista, autor teatral, novelista, poeta siempre y antes que nada. Poeta trágico, no logrado en la genial medida de su capacidad y de nuestra necesidad. No lo ayudamos tal vez, pues por algo era en Grecia fiesta [52] ritual la tragedia, modo de comunión entre el poeta y su pueblo; entre el autor y sus personajes, que andaban allí entre el público, rescatados al fin de su medio-ser. La tragedia clásica era un exorcismo que liberaba a sus contempladores de su posible crimen, y al “absorverlo” del más angustioso de los crímenes, de aquel que no se ha cometido… todavía, extraía la larva de su ser asfixiado bajo las pesadillas sin nombre, le ayudaba a ser, a ser un hombre, “nada menos que todo un hombre”.
Pues el supuesto sobre el que descansa toda concepción trágica de la vida es si “somos sombra de sueño”, frase pindárica que Unamuno repitiera como si quisiera exorcisarse a sí mismo de su más terrible angustia: no ser de veras, no ser del todo, no haber sido engendrado del todo. Y por ello padeció hambre infinita de engendrar personajes, criaturas “de carne y hueso”, todo un pueblo en fin: una España que a gritos, a gemidos hiciera descender del cielo el ser íntegro y sin mengua, el hombre hecho al fin en ella. Padeció hambre de ser; hambre de personaje como autor que era. Por eso se dirigió un día a nuestro libro entre todos para hacer suyo su personaje; quiso extraer de la novela cervantina a Don Quijote para hacerlo a su imagen y semejanza: un hombre que exige a Dios existir.
Ángel Ganivet, vencido en la clave del arco de su vida, traía algo bien distinto: una mirada crítica ante todo. Crítica y entrañable. Su libro escrito “puesto ya el pie en el pretil”, el Idearium Español, genial ensayo de ver en lo más intrincado del laberinto español, en las entrañas, allí donde generan las guerras civiles. Sin que el Psicoanálisis hubiera sido dado a conocer, se anticipaba a su ejercicio, partiendo es verdad de supuestos bien distintos.
La actitud de Unamuno era de una ciega, cerrada afirmación en bloque de nuestro “ser”. No era un examen de conciencia, sino una llamada a lo más hondo del hombre español y aún de España misma entendida y amada como una persona; era despertar lo que más que pedir exigía Don Miguel a los españoles y para que despertaran a su “Dios desconocido”. Ganivet pedía conciencia, esa conciencia que es insufrible dolor, exorcismo también, mas por el conocimiento cristalino, apasionadamente lúcido. Su Idearium está escrito “more geométrico”.
La filosofía de Ortega
Y en ese instante del drama aparece la figura de Ortega y Gasset. Desbordante de espléndidas dotes de escritor, cargado ya desde el principio de sus más originales intuiciones, realiza una especie de renuncia. Es ya algo muy típico de la vocación y de la actitud filosófica ese voto de pobreza de Descartes, de Husserl, de Kant, del mismo Tales de Mileto renunciando a sus múltiples saberes para preguntarse qué son las cosas. Renuncia al uso no sólo de las dotes –de los talentos–, sino de las mismas intuiciones a las que se deja crecer hasta madurarse en conceptos. Retirada propia del que mira; la mirada que descubre un horizonte. A menudo se confunde esta actitud del filósofo, que no es sino el más puro ejercicio de la “teoría”, mirada que aspira a cumplirse en una visión transparente, con el despego y la ausencia de entusiasmos. Y el entusiasmo… Entusiasmo es el estado excepcional y momentáneo de un hombre poseído por un Dios, por un “daimon”. En verdad el sostener esta mirada a lo largo de toda una vida es simplemente haber logrado hacer del entusiasmo virtud, algo permanente y activo; que el “daimon” que posee se torne en modo de ser, en acción. Y el “daimon” en cuestión, el de Sócrates, es el mismo en todos los auténticos filósofos: la pasión inagotable de encontrar la verdad, la verdad sin más de las cosas. Pero la verdad de las cosas no es ciertamente una cosa más, sino una acción, la más activa y violenta que el hombre puede realizar. Y es un ejercicio, una búsqueda; por eso ha de ir fundada, sostenida en una renuncia que alcanza a los propios dones. Laceria y ascesis. Ética de amor desde la raíz, pues nada como el amor exige el ascetismo.
Tal actitud en el modo más claro y espléndido resplandece en el primero de los grandes libros de Ortega: Meditaciones del Quijote. Escrito en el año 14, de vuelta de su ascética estancia en Marburgo, de sus estudios de la más árida y estricta Filosofía [53] de su tiempo, es ya no sólo la expresión fiel de la actitud filosófica de Ortega, sino de lo más esencial de su filosofía misma, de su originalidad filosófica. La originalidad se mostraba ante todo en la forma, no ya en el estilo sino en el “género”. Meditaciones del Quijote y no “prolegómenos al estudio de”, “introducción a”… Parecía no rehuir o no curarse de la forma sistemática. Y sin embargo lo que presentaba era ya sistema. Pues el pensamiento filosófico, incluso el pensamiento sin más, o es sistema o aspira a serlo.
Y esta es una de las cuestiones que más interesa poner en claro en el momento actual del pensamiento. Se ha identificado el carácter sistemático de la Filosofía con la forma de los sistemas habidos últimamente, en especial el de Hegel, el más grandioso de todos. Se olvida que han existido las “Summas”, los Diálogos, los Discursos y… las Meditaciones. Es decir, que si el pensamiento filosófico es siempre sistemático, la forma del sistema es diversa. Y ha de serlo necesariamente. El carácter sistemático proviene de la unidad interna del pensamiento, y aún de la unidad entre pensamiento y poesía, y aun, de la inspiración religiosa, cuando la hay. Aristóteles repetía incansablemente que “el ser se dice de muchas maneras”; la unidad se manifiesta y se expresa de muchas maneras. Y existen modos distintos de unidad.
La unidad del sistema de Ortega había de ser desde el principio radicalmente diferente de esa que obsesiona todavía a ciertas mentes. La filosofía de Ortega comportaba justamente la crítica y la superación de la “Unidad” parmenidiana obtenida por la abstracción del tiempo. Crítica nacida de su intuición original de la vida; de la vida como realidad radical.
Esta es la originalidad metafísica del pensamiento de Ortega: su descubrimiento de la vida como realidad radical. Pero… no es la vida biológica, sino la vida humana, mi vida; el drama habido entre el yo y las circunstancias. La Filosofía, cuya principal condición ha sido la impasibilidad, recoge así la pasión, la pasión que es vivir humanamente. Pero esta pasión, este estar en la vida padeciéndola, “naufragando en ella”, es la condición inicial de donde surge la necesidad de conocer. El conocimiento queda fundado en la vida y no sobrepuesto a ella como lujo o eludible contemplación. Porque esta pasión que es la vida humana consiste ante todo en tener que elegir. “Somos necesariamente libres”. La vida es acción; el padecer del protagonista trágico sin ser negado ni eludido, como ha sido el supuesto de la Filosofía, queda convertido en acción, en libertad.
La razón vital
Y la libertad me exige conocer, me fuerza a conocer, a preguntarme por las circunstancias en que mi vida está enclavada. La Razón es vital desde su raíz misma. Y la Razón vital es razón histórica, porque mi vida se da en el tiempo; lo que ahora me pasa –mi pasión de ahora– está en conexión con el pasar de antes. La vida humana no es un simple fluir; del “todo pasa” algo queda: una estructura racional que se da en el tiempo. La razón sucede; es también acontecimiento.
El pensamiento de Ortega sobrepasa, trasciende sin negar –si lo negara no lo trascendería– el sentimiento trágico de la vida. Porque es una ética en sí misma, la ética que despierta al hombre a su responsabilidad entre todas, que le hace descubrir y al descubrir aceptar que tiene historia, mas no que la tiene simplemente sino que es su hacer, su ineludible quehacer. Era el remedio que los españoles necesitábamos; nuestra cura y nuestro exorcismo: aceptar nuestra Historia, aceptar la Historia. Mas esta cura no es solamente para el hombre español; es universal porque es la condición humana misma.
Y a su luz se hace visible que el problema de ser español es ni más ni menos que el problema de ser hombre, y que la única solución es decidirse a serlo… A Dios se le exige que exista de muchas maneras. Una, quizá la más efectiva, es la de decidirse a ser hombre de verdad, a vivir desde nuestra razón vital.
María Zambrano
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{1} De la madurez formal del sistema, no de lo esencial formulado en 1914 en su obra Meditaciones del Quijote.
{2} Lo que no significa que España no haya sido rica y hasta pródiga de sustancia metafísica. Tampoco debe olvidarse Trento.