Manuel Alvar
Sobre teoría y deporte
No hay autor que al considerar la naturaleza actual del deporte no fije sus orígenes dentro de un período cronológicamente muy preciso: el siglo XVIII inglés, y, sobre todo, su desarrollo en una época postindustrial que para unos es la década de los años veinte y para otros los sesenta de nuestro siglo. Tenemos asentadas las bases que nos permitirán comprender el espectáculo al que hoy asistimos, siempre y cuando no nos detengamos únicamente en unos aspectos a los que pudiéramos llamar positivos, pero sin reducirnos ahora a ellos, hemos de observar que los grandes espectáculos multitudinarios, digamos fútbol europeo y fútbol americano, baseball, baloncesto, son la imagen del paso acelerado por la vida de la propia existencia humana; el clamor de los ciudadanos comunes que se identifican con unos héroes que los representan porque en el espectáculo participa aquel público que ya no es un pasivo observador, sino un eficaz colaborador en la victoria: se habla del «jugador número doce» en un partido de fútbol y, ante un encuentro decisivo, el entrenador de uno de los equipos contendientes dirá: «Van a ser los aficionados los que pongan la presión al Madrid. Este público es muy dado a venir al Camp Nou como si fuera al Liceo, y si se piensan que van a llegar y ver tranquilamente cómo machacamos al Madrid sin más están muy equivocados». Exigencias a unos espectadores que con sus gritos y su pasión abrumarán al contrincante. De aquí a servir una lengua que cree ese estado de participación, ya no hay más que un paso: llevar al rival «al matadero; marearlos, para luego rematarlos» eran recursos lingüísticos que valían para encender la pasión; la democratización de que se ha hablado y, con ella, una lengua brutal en la que no caben respetos ni consideraciones, aunque acaso no sea sólo producto de un consumismo indiscriminado, sino espejo de aquel hombre lobo para el hombre, que siempre hemos tenido en cuenta.
Estas consideraciones me han llevado de la mano a otras como son las que generosamente se llaman filosóficas. Mucho ha trivializado la lengua moderna el valor clásico de la palabra; hoy vale para todo: desde los motivos que guían al vendedor de un detergente hasta al gran atleta griego que, olvidándose de sus saltos con pértiga, escribió «La filosofía del deporte». Pero sería trivial también que nos encastilláramos en concepciones culturales antiguas y no aceptáramos las nuevas. No olvidemos: los etnógrafos hace ya muchos años nos dijeron que tan folclórica es una vieja manifestación popular como las concentraciones deportivas del primero de mayo. Entonces encontraremos explicación a cosas que, desde una vieja perspectiva, nos pudieran parecer rayanas en el abuso. En 1970, René Maheu sostenía que el deporte estaba ausente de las obras artísticas, pero, sólo un año después, Paul Weiss publicó su gran obra: «Sport: A Philosophical Inquiry» donde las cosas iban centrándose en una visión más real, que llegaría a 1978 cuando Bernard Suits analizó los juegos bajo la forma de un diálogo platónico, y ya no sería difícil enumerar películas basadas en temas deportivos, multitud de esculturas que en ellos encontraron inspiración o pintores que llevaron al lienzo los momentos más dramáticos de una pelea. Lo cierto es que tras el libro de Weiss, advino el «Journal of the Philosophy of Sport».
Pero, mantengamos separados arte, deporte y filosofía, por más que se nos hayan unido en este momento. «Filosofía» es un anglicismo, otro más, que ha penetrado en muchas lenguas bajo la apariencia formal de algo que es propio; aceptemos o no el neologismo semántico, no podremos quedarnos al margen de unos motivos que nos cercan y que han entrado inmisericordes en nuestra propia vida, claro, que de aquí a hacer un «fútbol especulativo», a «especular con un empate» o a hablar de «ciencia futbolística» hay un camino no demasiado largo de recorrer que conduce a una lengua sin rigor conceptual, pero que sirve eficazmente a un público que escucha o lee con los sentidos puestos en lo que desea o en lo que sabe.
Tal es en buena parte la función del periodista deportivo: su misión es crear –lo he señalado ya– un ambiente y, luego, narrar los acontecimientos. Su lector sabe el desenlace del argumento, pero, sin embargo, vuelve a él sintiéndose protagonista de los hechos cumplidos. Roberth Smith cuenta cómo su madre no comprendía que, tras asistir a un partido de baloncesto, comprara el periódico al día siguiente, o Graciela Reyes nos hable del relato deportivo que «se organiza a partir de un desenlace que ya es conocido por el lector». Lo que ocurre es que el lector de tales narraciones vuelve a buscar la fruición, o el dolor, que tuvo al vivir la experiencia. Encontramos en este punto la identificación con unos hechos, tenidos por heroicos, tanto en la cumbre de la victoria como en la aflicción de la derrota.
Todo esto no es otra cosa que la incidencia que el deporte tiene en la sociedad. Porque los espectadores son multitudes y se mueven por sentimientos colectivos; precisamente los de esas sociedades industriales a las que he tenido ocasión de referirme. Lo dijo Berman en unas pocas palabras que, por su claridad, pueden servirnos de orientación: «El deporte es hijo de una sociedad tecnológica. El tremendo crecimiento de la economía deportiva en los últimos años se corresponde con los avances de la industria aeronáutica, de la tecnología computacional y de las ciencias de la comunicación, de manera muy especial de la televisión».
Manuel Alvar
de la Real Academia Española