José María Ruiz Gallardón
«Teoría y Sociedad» Homenaje al profesor Aranguren
Varios autores, Ariel 1970.

El lector español que conoce al profesor Aranguren desde antiguo, pues no en vano es uno de nuestros más incisivos intelectuales de la posguerra, encontrará en este libro una semilla a punto de fructificar, de su obra, de su paso como maestro por entre las generaciones jóvenes. Con Aranguren se podrá estar de acuerdo o no –y yo no lo estoy, desde mi humildad, en no pocas de sus afirmaciones, actitudes y compromisos–, pero la lealtad obliga a reconocer que es, sin dudarlo, uno de los pocos españoles que desde la cátedra –cátedra de su vida y de su Universidad– han dejado huella, han anticipado escuela. Escuela aún por cuajar, dispersa, embrionaria. Pero grupo al fin polarizado por afanes de rigor, aunque casi siempre impurificados por determinado tipo de compromisos.
A Aranguren hay que acercarse, por lo menos, con respeto. Con el mismo respeto con que desearíamos que él, y los de su cuerda, se acercaran a la obra de otros que no son de su grupo y que también representan el sostenido intento de ayudar en el levantamiento de un marco ético-jurídico que posibilite al máximo la comunicación humana y su escuela de enriquecimiento intelectual y moral.
Con respeto, pues, y con un cierto aplauso, no exento de discrepación, comentamos este libro en el que veintidós autores jóvenes españoles, sin otro denominador común que el de su vinculación discipular –entendida en su sentido más amplio y hasta crítico-disconformista– hacia el profesor Aranguren, rinden sincero homenaje de la inteligencia española a su maestro. Lo malo es que, a veces, muchas veces, casi siempre, ese homenaje, en este libro, está polarizado en una toma de posición implícita que, por política, desnaturaliza el valor de la ofrenda. Eso, estoy seguro, al profesor Aranguren quizá le halague, pero no le gustará. (Apunto aquí al tema del intelectual comprometido, cuando el «compromiso» prejuzga y no decanta, sino que mediatiza su labor intelectual.)
Veamos algunos ejemplos. Hay, entre los trabajos dispersos –más aparentemente que en realidad, pues este es un libro río en el que casi todos los afluentes desembocan, con agua abundante, en un mismo caudal– uno de especial interés. Me refiero al fragmento de una meditada obra de Manuel Sacristán titulado De la idealidad en el Derecho. Tema especialmente grato para este crítico que hace muchos años dedicó la mejor de su actividad a la filosofía del Derecho. Sacristán –que evidentemente conoce el tema–enfrenta en su lección a positivistas jurídicos y iusnaturalistas; polémica que llena los años finales del siglo pasado y los que llevamos de este. Sacristán, a lo que se deduce de este capítulo, es de formación kelseniana. Su obra de cabecera es –o ha sido– la Teoría general del Derecho y del Estado del profesor vienes. Para él, en la cultura burguesa del siglo XX, la pugna entre sostenedores y negadores de la presencia de una idealidad rectora en el Derecho es cada vez más acusadamente una polémica sobre el Derecho natural. Positivistas y iusnaturalistas, enfrentados, discurren por vías de difícil conciliación (a no ser que se acuda, como apunta, quiere, preconiza y señala, al final de su estudio, al interés que despiertan las tareas constructivas, no sólo críticas, del pensamiento revolucionario). Y fallan los iusnaturalistas (Heller, Rommen, Coing, &c.), porque su interpretación del positivismo jurídico, como capitulación ante el poder, es vacía y arbitraria, como toda crítica meramente formal, no situacional, de una entidad ideológica. Por su parte, la contraofensiva positivista, que trata de mostrar que el positivismo jurídico no se constriñe a esa capitulación ante el poder, sino que pretende el desenmascaramiento de éste detrás del Derecho y que ataca al iusnaturalismo en su raíz que, para Sacristán, no es otra que la «resuelta preferencia por el valor orden sobre el valor justicia», es también poco convincente porque «en cualquier caso queda clara la coincidencia práctica final del iusnaturalismo y positivismo jurídico del siglo XX en la función apologética del orden existente».
Y esa es la perspectiva de Sacristán. Hay que superar la base clasista de ambas escuelas para evitar «la cosificación jurídica, ignorancia jurídica, social o política» que ha conducido «al aplastamiento» de una de las piezas –léase clase– en roce antagónico con otras. ¿Cómo? ¡Ah!, eso no se dice, sólo se apunta: ¡la revolución!…
Otro ejemplo más. Raúl Morodo, aporta al homenaje a Aranguren un perspicaz estudio sobre Acción Española, a la que califica como «pensamiento político de extrema derecha».
Es muy importante a mi juicio situarse, cuando se trata de analizar fenómenos históricos de un muy reciente pasado, en una perspectiva crítica lo más objetiva posible. Cierto y muy cierto que cuando esos fenómenos históricos no han dejado aún de ser motivaciones políticas actuantes, ello es muy difícil. La objetividad, casi siempre, está reñida con la cercanía. Más aún cuando esa cercanía es combatida intelectual y políticamente, como es el caso del profesor Morodo. Verdad es que, por ejemplo, a mí se me podría acusar de lo mismo aun de signo distinto. Pero pretendo en estas líneas desapasionarme al máximo de mis condicionamientos para que el juicio sobre Acción Española no sea ni un canto laudatorio ni una demagógica condena.
Pienso que es verdad, y en ello demuestra una innegable honestidad el autor, que Acción Española no puede ser configurada como un partido político ni siquiera como un grupo ideológico homogéneo. Pero pienso también que Morodo, que proclama lo antedicho, no lleva a sus últimas consecuencias esta afirmación. No es objetivamente justo ni siquiera científicamente, históricamente, conveniente medir con el mismo rasero a Vegas Latapié, a Eduardo Aunós o a Ramiro de Maeztu. Las diferencias que van de un José María Pemán a un Víctor Pradera son tan notables que hacen difícil la identificación de ambos en un esquema que peca de excesivo mimetismo. Sobre todo –y ello nos sorprende en un autor de la formación de Raúl Morodo– el olvido de las circunstancias concretas histórico-políticas que explican –y para Morodo se puede decir que deberían «justificar»– no sólo una línea de pensamiento, sino, y ello es importante, el expresivismo comprometido propio de cada hora. En una España como la de 1931 a 1936 el exceso verbalista de unos hombres, arrastrados a la política y a la acción diaria, que ven no ya desaparecer, sino humillar y ultrajar los valores más esenciales y los fundamentos primeros de sus ideas y creencias, es no sólo comprensible, sino elogiable. (Yo recomendaría a todos estos autores antiderechistas que se miraran en el propio espejo de sus propias contradicciones. Ahí está, la Francia, el caso de los marxistas Garaudy y Tillon en relación con «la primavera de Praga» y el señor Marchais.)
Pero esto no es querer hacer argumento del «más eres tú». No; de lo que se trata es de «situar» la escena y los personajes para «comprender» sus actos, no de otra cosa. ¿Es que es posible negar el impacto –horrible palabra– que en Acción Española tuvo el fascismo imperante en Europa? Evidentemente, no. Pero el propio Morodo no deja de recordar aquellos párrafos en que Maeztu confesaba que «hay muchas cosas que no me gustan en los movimientos fascistas. En el de Italia no me place, por ejemplo, su exceso de italianismo; en el de Alemania me disgusta su sentido racista». ¿Y es que no es –desde una perspectiva de la derecha– una premonición clarividente ese «non placet», al exceso de nacionalismo y al racismo étnico? Pero dejemos esto para otra ocasión, porque nos llevaría muy lejos en esta ya excesivamente larga crítica. Lo importante, lo que verdaderamente queda del movimiento de Acción Española es, sobre todo, un deseo de racionalización –hoy más actual que nunca– de la fórmula monárquica. Y su sentido de engarce de lo sustancial de la tradición, con el presente, con lo actual. Todo ello supone un esfuerzo intelectual innegable y que, si queremos de verdad encarar el futuro, debemos reconocerlo como valor positivo de integración innegable. El que no lo comprenda así Morodo, el que sólo vea aspectos negativos –¡que los hubo, naturalmente!– en Acción Española, podrá ser muy «in» a la hora actual, pero es escasamente positivo y excesivamente demoledor.
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Valverde, el gran poeta Valverde, dedica también unos poemas admirables en este libro homenaje al profesor Aranguren. Que piensen sus autores –tan olímpicos con la derecha española– en estas sus palabras:
Pero el rozar un poco la verdad
en español y en verso, hace que suenen
ecos de otra voz, siempre necesaria:
la de Antonio Machado. Por las grises
galerías del alma llegó al fondo
y juntó su saber en un proverbio:
Poned atención:
Un corazón solitario
no es un corazón.
José María Ruiz Gallardón