José de Yanguas Messía
Donoso Cortés, diplomático
«Nació –dice el expediente relativo a don Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, que obra en el Archivo General del ministerio de Asuntos Exteriores– de una familia honrada de Extremadura e hizo sus estudios en la Universidad de Sevilla. Nombrado Jefe de Sección en el ministerio de Gracia y Justicia, fue en 1837 elegido Diputado a Cortes, en donde se señaló por su ardor y elevación de palabra. Bien pronto fue nombrado Consejero y Senador del Reino, viéndose también honrado de la confianza de Su Majestad la Reina Madre doña María Cristina, quien le nombró su Secretario Particular.»
Aquí comienza la vida diplomática de Donoso Cortés, ya que este cargo de confianza lo ejerce en calidad de ministro plenipotenciario, con título expedido en 10 de diciembre de 1843 y sueldo anual de 100.000 reales. Pasa, en 1848, a ser ministro plenipotenciario en Prusia, con el sueldo anual de 200.000 reales, y en 1851 es nombrado –con la asignación de 300.000 reales– para el mismo cargo en París, donde el 3 de mayo de 1853, a las cinco y treinta de la tarde, murió de una pericarditis aguda, en el palacio de la calle de Courcelles, 29, sede de la Legación de España. Apenas tenía cuarenta y cuatro años de edad.
El entierro y las exequias en la iglesia de Saint-Philippe du Roule de don Juan Donoso Cortés, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de S. M. la Reina Isabel II cerca de S. M. I. Napoleón III, Emperador de los franceses, revistieron extraordinaria solemnidad. El señor Quiñones de León, marqués de San Carlos, encargado de Negocios desde el fallecimiento del ministro, presidía el duelo con monseñor Garibaldi, nuncio de Su Santidad en París. El carro iba arrastrado por seis caballos enjaezados y conducidos por criados a pie. Las cintas del féretro eran llevadas por el ministro de Negocios Extranjeros de Francia, el embajador de Inglaterra y los ministros de Suecia y Noruega y Dinamarca. Seguía el Cuerpo diplomático, «de grande uniforme, con la cabeza desnuda y el más grande recogimiento. La variedad, la riqueza de los uniformes y las magníficas Ordenes extranjeras de que los diplomáticos iban cubiertos ofrecían el golpe de vista más imponente».
Napoleón III se hizo representar por uno de sus ayudantes de campo. Todos los ministros franceses asistieron de gran uniforme, así como los presidentes del Senado, del Cuerpo Legislativo y del Consejo de Estado, el cardenal-arzobispo de Burdeos, duques, mariscales, publicistas, el conde de Montalembert, el barón Rothschild y todos los españoles significados que se encontraban en París, entre ellos el general Narváez, el duque de Osuna y el marqués de las Marismas. Un batallón de Zapadores, con armas, rindió honores. «Jamás ceremonia fúnebre –añade el relato– se celebró con mayor recogimiento. En el fondo de todos los corazones había una tristeza profunda y sincera... Cada uno de aquellos grandes de la tierra echó agua bendita sobre el que también fue uno de los poderosos de este mundo...»
No era tan sólo cortesía protocolaria, sino altísima estimación y dolor por su prematura muerte, lo que palpitaba en aquel inusitado homenaje internacional al insigne español. Y en verdad que su actuación diplomática en Berlín y en París, donde había de sorprenderle la muerte, fueron dos magníficas oportunidades para que, al propio tiempo que servía a su Patria, diese fuera de ella la medida de su extraordinaria personalidad.
Dos altas y ordenadas pilas de legajos, referentes a la misión de Donoso Cortés en Prusia y en Francia, me fueron puestas sobre la mesa por el señor García Rives, jefe del Archivo General de Asuntos Exteriores, modelo de organización, al ir yo allí en busca de antecedentes de fuente directa relativos a la actividad diplomática del gran pensador. Después de obtener, por especial autorización, las dos fotocopias, cifrada una, manuscrita otra, que ilustran este artículo, fijé mi atención en tres despachos que no figuran en la serie de «Cartas acerca de Francia en 1851 y 1852», publicadas con las «Obras completas» de Donoso Cortés. Por sí solos bastan para acreditar su prestigio en el extranjero y me ha parecido serán de interés especial para el lector de ABC.
Refiérese uno de estos despachos –fechado el 11 de febrero do 1851– a una entrevista que celebró, apenas presentadas sus cartas credenciales, con el todavía presidente de la República Luis Napoleón, más tarde Napoleón III. Ya desde aquel comienzo de su misión diplomática, Donoso Cortés mereció la confianza y la estimación, singular, dada su condición de representante extranjero, de ser consultado por el presidente acerca de la más candente cuestión de la Francia de entonces: la abrogación de la ley de 11 de mayo, que abría el problema de afrontar el sufragio universal. «Viniendo a la cuestión especial de la ley de 31 de mayo, le dije que su abrogación sería un bien o un mal, según el propósito con que la abrogara. Que si la abrogaba proponiéndose gobernar con el sufragio universal, estaba perdido y quería un imposible: que si la abrogaba solamente para apoyarse en la fuerza que le daría aquel sufragio, pero con el firme propósito de anularle después y de dar al traste, una después de otra, con todas las instituciones revolucionarias, la abrogación de la ley podría ser convenientísima y utilísima: que ésta era mi manera de pensar sobre todo: y que al expresarme así no era el ministro de España, sino el marqués de Valdegamas el que exponía su opinión lisa y llanamente. Que él probablemente no estaría acostumbrado a oír hablar con tanta franqueza, sobre todo a un diplomático, pero que mi opinión había sido siempre que toda disimulación era una tontería: que la franqueza sólo era una cosa hábil y que la experiencia me había enseñado que no hay género de imprudencia que no cometan loa hombres disimulados y que ningún hombre franco, si al mismo tiempo era entendido, había cometido jamás imprudencia ninguna.»
Aparte confirmar aquí su ideología política, bien conocida, y dar una limpia lección de buena diplomacia, Donoso Cortés acredita, una vez más, su asombrosa adivinación del porvenir al percatarse de que en aquel momento se hallaba ante el hombre que había de frenar la revolución y dar a Francia el periodo de paz del segundo Imperio. Al llegar a este punto, nos viene a las mientes la pregunta: ¿qué habría ocurrido si Donoso Cortés hubiese estado también cerca de Napoleón III al incubarse la guerra francoprusiana de 1870, precisamente con el motivo ocasional de la sucesión al Trono de España? ¿Habría quizá evitado con su consejo aquella herida, todavía no cicatrizada, que constituye hoy el principal obstáculo para la unión del Occidente continental?
Los otros dos despachos son alusivos a una entrevista de Donoso con el príncipe de Metternich. Por el primero da cuenta de haber recibido una carta de su amigo el barón de Mayendorff, ministro de Rusia en Viena, y, posteriormente, una visita del ministro de Austria en París, por las que se le hacía saber que el príncipe de Metternich, a la sazón –abril de 1851– por unos días en Bruselas, manifestaba el gusto que tendría en conocerle antes de partir para Alemania. Por el segundo despacho, largo cual la importancia del tema requería, de puño y letra –apretada letra, lo mismo que sus ideas, como en la fotocopia de su párrafo final, con la firma de Donoso Cortés, puede apreciarse–, se informa detalladamente a Madrid acerca de esta trascendental conversación.
El espacio no me permite sino una ligerísima referencia. Comienza por aludir a la grandeza del papel que este hombre –Metternich– ha desempeñado en el mundo. Ministro treinta y nueve años en el siglo decimonono, árbitro supremo de uno de los más bellos Imperios, intervino en todas las guerras, en todas las paces y en todas las alianzas, y ha sido uno de los más grandes arquitectos del edificio político de Europa. «Habla mucho –añade Donoso–, porque es viejo: pero las cosas que dice son buenas, aunque son muchas.»
Le refirió la historia de su vida, que es la vida del siglo XIX. Apenas salido de la infancia, tuvo por maestro a un francés llamado Simón, amigo íntimo de Robespierre y presidente del «Comité Decemviral». «El joven Metternich – comenta Donoso– debía de ser incorruptible, cuando no fue entonces corrompido.» Es «digno de notarse –agrega– que, por lo general, los que mejor combaten a un enemigo no son los que le aborrecen, sino los que le conocen... Metternich, que desde niño conoció a la Democracia como a su propia Madre, es el hombre que ha dirigido contra ella los golpes más certeros».
Las cosas de Alemania fueron el asunto preferente de la conversación. «El príncipe –escribe Donoso–, siguiendo su costumbre, me hizo una relación circunstanciada y minuciosa de todo lo ocurrido en el Congreso de Viena, viniendo a parar después a las complicaciones actuales; me dijo que la reconciliación del Austria y de la Prusia era ya un hecho, si bien faltaban todavía por arreglar algunos pormenores: volviendo aquí a sus comparaciones y símiles, dijo qua la Confederación era un edificio y el Austria y la Prusia los Arquitectos: que los Arquitectos no disputaban ya sobre la naturaleza y la forma del edificio, estando sobre estos particulares perfectamente de acuerdo: que la disputa ahora versaba sólo sobre la manera de amueblarle. Llegado aquí manifestó una opinión singular, en apoyo de la cual trajo su comparación correspondiente. Dijo que el Austria es, como Rothschild, un gran Banquero: que como él desea entrar en sociedad con otros banqueros para un negocio especial al que no alcanzan las fuerzas individuales: el fin de la sociedad es la extirpación de la revolución de Alemania. Ahora bien, dice el Príncipe, así como Rothschild sería loco, si en vez de poner en una compañía formada con un objeto especial la parte que le corresponde, entrara en ella con toda su fortuna, hasta el punto de dejar de existir como banquero independiente, de la misma manera sería en el Austria insigne locura poner en la compañía Alemana todo cuanto tiene sin reservarse para sí nada de lo que puede constituirle en un Imperio separado, dejando absorberse así en la personalidad colectiva, su propia persona.»
Concepción política por la que se crea un ente superior, la Confederación, con aportaciones parciales de soberanía para la empresa común: lo que necesariamente implica el abandono del anárquico concepto de la soberanía absoluta del Estado, mas sin disolver por ello, tampoco, el Estado su personalidad individual ni renunciar a aquella parte de soberanía que no traspasa a la Confederación. Idea que conserva, para hoy y para mañana, un valor constructivo al planearse, por el curso ascensional de las asociaciones políticas humanas, el más amplio edificio de la unión europea.
José de Yanguas Messía