Gerardo Oviedo
Una aporía del patriotismo filológico: el argentinismo extranjero
Debería ser una ironía argentina (justamente por ser “argentina” no lo es): un francés Lucien Abeille propuso la existencia de un idioma nacional, hipótesis, que fue derrumbada bajo el peso de enfáticas argumentaciones de los argentinos Quesada y Borges, temerosos de las degradaciones retroactivas, implícitas en todo afán emancipatorio, profetas denunciadores de un desvío idiomático, del sacrificio iniciático del castellano en el altar de la patria gramatical para ser inhumado en las pantanosas regiones de los sectarismos dialectales.
Confluyendo con el pensamiento de Echeverría y su romanticismo francés, disintiendo al momento de otorgarle a Abeille los méritos de una polémica movilizadora, Borges y Quesada con gradaciones diversas, generadas en el talento pasional de uno y en el conocimiento, un tanto aséptico del otro, postularon una patria vocacional y sentimental de universalidad lingüística.
Algunos viejos libros perdidos en la vastedad de ciertas bibliotecas públicas creyeron poder convocar para sí la exhortativa voz de la filosofía romántica de la historia, sobre la que depositaron la desmesura de su íntima, acaso inconfesable, esperanza: perdurar en los lectores tras anunciar una humanidad redimida. Se equivocaron fatalmente en ambos puntos. Si aquella tradición tuviera todavía algo con que hacerse oír, vale decir, si su reverbero trasvasara su requisada malla semiótica para desprender algún destello de sentido que todavía no fuera del todo confesado como pura efectuación de significantes encadenados, el rezumar esas palabras tal vez nos permitiría asomarnos a un desgarrón vital que asume el nombre de un conjunto de ideas sobre la experiencia del tiempo moderno: el historicismo romántico. Entonces ciertos libros hablarían de su condición de perdurabilidad en los términos propios no ya de las nomenclaturas bajo las que son invocados por las analíticas hermenéuticas, sino por los signos insepultos que dejan a la estela de su desmemoria: el polvillo de los anaqueles donde no son solicitados por decenios, o sólo interrumpidos de su sueño impiadoso por estudiosos obsedidos de archivo. Tal vez por eso algunos historicistas románticos del siglo XIX argentino, por caso Esteban Echeverría y Pedro de Angelis, se plieguen hoy entre sí, no tanto por el demasiado visible aire de familia viqueano que no encubría del todo sus diferencias polemistas frente al Restaurador, cuanto por la matriz intelectual mayor que los comprendía y acordelaba en torno a un mismo hilo conductor programático, que sólo desde el historicismo se podía tomar por traza politicista de un proyecto cultural “patriótico”: la emancipación del idioma argentino y la formación de un archivo americano.
Si son solícitos de un mismo sistema de interpretación del mundo, que a más de “filosofía de la historia” y de “romanticismo” cabría subtender en las grandes placas discursivas que claman por el nombre –ya no tan afrentoso– de humanismo y de tradición retórica, un libro raro que gira en torno al perno de un cambio de siglo, podría comprenderse acaso como un atavismo anómalo de aquel programa cultural del humanismo historicista romántico bajo la forma del patriotismo idiomático. Nos referimos a Idioma nacional de los argentinos, del profesor francés Lucien Abeille, publicado en París en 1900, en cuya desorbitada filología nacionalista se imputaba a la lengua hablada dentro de las fronteras de la República, una síntesis mimética del alma lingüística occidental inscripta dentro de una morfología semántica diferenciada del español. La representación simbólica del mundo que entrañan los solecismos y el léxico argentinos, posee una autonomía espiritual y expresa una caracterología anímica propia, nacional, que aspira a empinarse en la literatura y la filosofía, nos aseguraba el profesor francés. Como ya Paul Groussac con Echeverría{1}, Ernesto Quesada y más tarde Jorge Luis Borges harán recaer el peso de sus cultas críticas a tamaña presunción emancipatoria proveniente de un erudito europeo que ahondaba una de las brechas cuasi-populistas de la Generación del 37, y que anticipaba los trazos más revulsivos del autonomismo criollista de Lugones. Eso no podía quedar así. Pero si a la sombra de estos lejanos debates, en donde ciertas paradojas de la cultura y del tiempo traen la ironía amarga que dejan las imaginaciones intelectuales liberadoras, puede extraerse una lección, esta no vendría de una resolución lógica ni sintáctica, sino, con suerte, de los indicios de apertura histórica que no residan sólo en la amarga revelación que nos queda al recobrarnos del sortilegio de una antigua promesa, que entretanto era nuestro único tesoro.
Sabemos que el socialismo echeverriano destinaba a la emancipación cultural la formación misma de la nación. El sujeto realizador de ese proyecto, es un problema distinto. El elitismo vanguardista queda impuesto en el Dogma{2} bajo la tesis de que la razón colectiva es soberana, pero no la voluntad colectiva. De aquí la necesidad de ilustrar la razón del pueblo y del legislador sobre las cuestiones políticas, “antes de entrar a constituir la nación.” Es la disociación semántica y la vacilación del significado, es decir la radical carencia de un pacto simbólico fundante lo que está en la raíz de la inconstitución de la comunidad política, patente en “la anarquía que reina en todos los corazones e inteligencias; la falta de creencias comunes, capaces de formar, robustecer e infundir irresistible prepotencia al espíritu público”. Esta diseminación y confrontación de los contenidos de sentido conduce al desmembramiento del cuerpo social, privado de todo fundamento espiritual civilmente vinculante, que religue a sus miembros bajo una semántica unívoca de comprensión del mundo, y la transmita en el tiempo colectivamente vivido. La comunicación simbólica preestructura la vida de la polis, porque es el medio de sociabilidad fundamental que unifica la totalidad social en su continuidad histórica interna como tradición legada, anterior al poder estatalmente instituyente. Leemos en la undécima palabra simbólica, “confraternidad de principios”, que esa “facultad de comunicación perpetua entre hombre y hombre, entre generación y generación; esa encarnación continua del espíritu de una generación en otra, es lo que constituye la vida y la esencia de las sociedades.” Si semejante lazo comunicativo social e histórico es el que resume la categoría de “principio fraterno”, es porque viene a conformar “un criterium común de certidumbre que sirva de fundamento a la labor de todas las inteligencias y a la reorganización de la patria y de la sociedad.” De Leroux toma Echeverría la idea de la comunión-comunicación, quien conceptúa la solidaridad humana como una identificación y unión trinitariamente procedente de la reciprocidad participativa de cada individuo con la comunidad y con el cosmos divino. La vulneración de este origen sagrado deviene en las formas de opresión y violencia que degradan a los pueblos. Así la propiedad, la familia y la patria se han convertido en instrumentos de despotismo en vez de bienes comunitariamente asequibles que reporten el goce amoroso, la integridad moral y la equidad distributiva. Su principio histórico-emancipatorio es la reapropiación laica del evangelio cristiano igualitarista que predica la solidaridad fraterna secularizada. Cabe a los grandes programas culturales propiciar esta redención secular del pueblo soberano.
De este romanticismo político Echeverría ya se había empapado en su viaje francés, para luego argentinizarlo en oposición al racionalismo iluminista, también afrancesado. Para lo cual debía disputarle su concepto de lo moderno. Según el poeta, romántico y clásico se oponen entre sí como civilización antigua y moderna. La mitología y el paganismo que nutren la esencia clasicista son confrontados por la gesta cristiana y el misterio de la vida. El romanticismo es la búsqueda del sentido de la tierra y del alma, el retorno a lo olvidado y la prospección al futuro. En esto estriba ya una vena patriótica. Dice Echeverría, deslizando un sesgo biográfico:
En fin, el genio clásico se goza en la contemplación de la materia y de lo presente; el romántico, reflexivo y melancólico, se mece entre la memoria de lo pasado y los presentimientos del porvenir; va melancólico en busca, como el peregrino, de una tierra desconocida, de su país natal, del cual, según su creencia, fue proscripto y a él peregrinando por la tierra llegará un día.{3}
Esta futurización utópica de un pasado reencontrado en tanto espacio anunciante de lo promisorio, que Echeverría descifra como clave romántica de la vivencia del tiempo moderno, se vuelve sobre lo estético para alojar allí una inflexión politicista. Entonces la literatura asume el status de una práctica cultural emancipatoria. Ya que la literatura debe llegar a ser una “potencia social”. Debe volverse condición cultural de una nación liberada, porque el “espíritu del siglo lleva hoy a todas las naciones a emanciparse, a gozar la independencia, no sólo política sino filosófica y literaria”, afirmaba Echeverría. Pero este patriotismo lingüístico de Echeverría cargaba con una doble deuda extranjera: su viaje formativo francés y su posterior conspiración anti rosista y pro francesa junto a sus condiscípulos del Salón de Marcos Sastre.{4} Aunque semejante contrariedad tenía reservada una capa aún más enervada por la paradoja.{5} Aquella por la cual ese espíritu programático será proseguido por un filólogo extranjero.
La convicción medular que vertebra el planteo de Abeille es que si el idioma expresa la caracterología anímica de un pueblo, en ello estriba su condición soberana. El idioma es propiamente el plebiscito de todos los días, porque la nacionalidad es ante todo un psiquismo lingüístico colectivo. Leemos en el capítulo primero del libro{6}, que versa sobre la relación entre lengua y raza, lo siguiente:
Una nación, ha escrito Renán, es un alma. La manifestación de la actividad de esta alma se traduce por la lengua. Si el estilo es el hombre, así también la lengua de un pueblo es este mismo pueblo. Y en efecto, los hechos demuestran que la especialidad de las lenguas se halla en relación con la especialidad de impresión, de tendencia y de carácter que distingue los pueblos entre sí y forma su genio propio. De donde resulta, que la especialidad de las lenguas es el resultado de la acción del genio del pueblo sobre la lengua.
En la idea de patria resuena el griego que nombra la propiedad y el latín que nombra la herencia paterna. Abeille subraya que además la patria es el suelo donde acontece la historia y la vida: lo que convoca la guerra y asimismo la política. Puesto que si la patria es la lengua, la “política sabe perfectamente que unos de los medios más adecuados para granjearse los pueblos vencidos consiste en imponerles su idioma”.
Entonces Abeille sentencia: “Una nación que carece de idioma propio es una nación incompleta.”
La nacionalidad del idioma reside en su expresividad patriótica sensible, previa a sus contenidos de representación intelectual, puesto que sus vocablos vibran desde las fibras más íntimas de los hablantes. Entonces el patriotismo debe buscarse más en las dicciones populares coloquiales que en los tímidos amagues conceptuales de sus literatos y pensadores. “El sustantivo nación y su derivado nacional se usan con mucha frecuencia en la República Argentina”, observa Abeille. Y luego se extiende en la siguiente consideración:
El sentimiento de esta nacionalidad toma cada día mayor consistencia en el espíritu y en el corazón de los ciudadanos que anhelan formar una gran nación por su agricultura, su comercio, su industria, sus artes, sus ciencias, su lengua llamada idioma nacional. Semejante denominación prueba que los argentinos aceptan y favorecen la evolución del idioma español transplantado en este país, evolución que concluirá por la constitución de una lengua propia, nacional, o sea el idioma argentino.
En efecto Abeille confiaba a la evolución del idioma nacional la formación de una identidad política y cultural soberana. Pero sus objetores argentinos más sólidos verían precisamente en esa dimensión algo bien distinto: un equívoco y además una corrupción. Con el pretexto de una harto erudita reseña crítica del libro de Arturo Costa Álvarez, Nuestra lengua (1922), Ernesto Quesada ponía al día la “cuestión bibliográfica” del debate en torno al idioma argentino, que incluía sus propios aportes de 1900 y 1902, El problema del idioma nacional y El criollismo, respectivamente, con la inmodesta certeza de constituir un antes y un después en el estado de la controversia, que vendría a zanjar su propio estudio La evolución del idioma nacional.{7} No nos parece que Quesada haya incidido en una desmesura, a juzgar por los argumentos que sintetiza magistralmente y la retahíla de citas que sin embargo nunca pierden su intención de ofrecer una sinopsis panorámica. Ya en la primera página Quesada menciona, a veintidós años de distancia, “el hoy olvidado libro de Abeille”, del que el estudio de Costa Álvarez da cuenta. Pero Quesada, a diferencia del francés argentinista, se atiene a la tesis de la unidad de la lengua española por oposición al “separatismo dialectal”, postulando –en la precoz línea esbozada por Florencio Balcarce{8}– que su originalidad identitaria radica más bien en sus posibles estilizaciones literarias. Tampoco Quesada evita destacar que Álvarez indaga la evolución de la lengua castellana en Argentina arrancando desde la prédica romántica de Echeverría, al importar entre nosotros el movimiento parisiense del año 30”; observación elocuente por sí misma, dado que no restaña el hecho de ver en el nacionalizador Echeverría sólo un “importador”.
Si la lengua de los argentinos porta consigo una misión redentora, no es ésta ni la que surge de los “giros arrabaleros”, ni la que aspira a configurar una independencia idiomática: sólo debemos ambicionar la preservación y purificación de un castellano que, en todo caso, ha de ser salvado de la “tendencia criolla”, sostiene un Ernesto Quesada por entonces director de la Academia argentina dependiente de la Real Academia Española. En efecto, Quesada no eludía sus responsabilidades, cuando repasa que “el gran peligro que corrió nuestro idioma nacional hace próximamente medio siglo fue el de ser suplantado por un simple caló popular e inferior”. Mas el balance que se impone es que:
Hoy, al finalizar el primer cuarto de siglo de la centuria presente, puede decirse que lo que entonces era ‘problema’ ha dejado ahora de serlo, disipándose cualquier peligro de tendencia deliberadamente corruptora del idioma y aunando, todos, esfuerzos en mantener incólume la pureza de la lengua, sin menoscabo de su derecho de crecimiento y de reforma y de incorporación de términos nuevos o de índole regional, ya que todo idioma es un organismo vivo, que crece y se desarrolla y se transforma.
Es preciso reconocer entonces que:
nuestro idioma nacional es la propia lengua castellana, hablada por el mayor número de seres en el globo terrestre, con una tradición literaria que es orgullo y patrimonio de todos
en tanto “es la lengua usada por los buenos escritores, en el libro o el periodismo, lo que caracteriza el lenguaje nacional”. El idioma nacional es el de los grandes escritores, por lo tanto el joven Borges se creerá autorizado a dar el último golpe de gracia al criollismo populista, elevando el patriotismo a gran literatura universal y radicalizando en un secreto aspecto la postura unificacionista de Quesada.
Al titular su breve ensayo de 1928, El idioma de los argentinos{9}, el joven Borges sintetizaba tres cuartos de siglo de polémicas, tomando partido desde el comienzo: precisamente en la supresión del vocablo “nacional”. Despojado del furor erudito de Quesada, aunque no renuente a afilar todavía más su anticriollismo, Borges declara que el vocativo “idioma argentino” constituye, aparte de una “travesura sintáctica”, una aproximación forzada de términos que pertenecen a órdenes distintos, y una “casualidad verbal” que ha consagrado ilícitamente el uso corriente. El debate en torno al idioma se ha estancado en un falso dilema: la lengua argentina no es arrabalera ni casticista. Mas Borges se entretiene en demoler el primer argumento, que consagra como nativo y propio al “sedicente idioma popular”. Borges rechaza esta impostura e inscribe el linaje de su recusación: “Desertar porque sí de la casi universalidad del idioma, para esconderse en un dialecto chúcaro y receloso –jerga aclimatada en la infamia, jerigonza carcelaria y conventillera que nos convertiría en hipócritas al revés, en hipócritas de la malvivencia y de la ruindad– es proyecto de malhumorados y rezongones. Ese programa de trágica pequeñez fue declinado ya por de Vedia, por Miguel Cané, por Quesada, por Costa Álvarez, por Groussac.” Abeille padece la tragedia de la insignificancia, al grado que Borges desdeña toda mención a su célebre libro. Es cierto sin embargo que Borges toma distancia de una tributación española a la que Quesada quedaba demasiado atenido, también por evidentes razones institucionales. El lenguaje académico hispánico propende a la multiplicación de los signos y al rigorismo gramatical en desmedro de la simplificación léxica del lenguaje viviente, que profiere no sólo palabras elementales sino imágenes compuestas. De ahí la devoción academista por el acopio de voces muertas, y su afán prescriptivo. Borges se desplaza así del polo del signo hacia el polo del significado, donde halla la representación del mundo y por tanto la fisonomía colectiva del decir. Empero el joven Borges remeda en un punto a Abeille, yendo más allá de Groussac y aún de Quesada: con un retorno al patriotismo del lenguaje.
El joven Borges no eludía pronunciarse en los siguientes términos respecto al patriotismo:
Ser argentino en los días peleados de nuestro origen fue seguramente una felicidad: fue una misión. Fue una necesidad de hacer patria, fue un riesgo hermoso, que comportaba, por ser riesgo, un orgullo. Ahora es ocupación descansadísima la de argentino. Nadie trasueña que tengamos algo que hacer. Pasar desapercibidos, hacernos perdonar esa guarangada del tango, descreer de todos los fervores a lo francés y no entusiasmarse, es opinión de muchos. Hacerse el mazorquero o el quichua, es carnaval de otros. Pero la argentinidad debería ser mucho más que una supresión o que un espectáculo. Debería ser una vocación.
Dicha vocación no es ajena al lenguaje. Más aún, se despliega en su sustancia viviente. Nada más Borges la restringe de la filología a manifestaciones más modestas pero privativas: la poesía, el humorismo. El idioma argentino está antes en lo que nos emociona y nos hace reír, que en un repertorio de palabras que en España no se entienden, porque “el no escrito idioma argentino sigue diciéndonos, el de nuestra pasión, el de nuestra casa, el de la confianza, el de la conversada amistad.” El joven Borges permuta el patriotismo gramatical y lexicográfico por un patriotismo sentimental que además no reniega de sus prolongaciones literarias, y aún, metafísicas. Y sigue diciendo:
Sabemos que el lenguaje es como la luna y tiene su hemisferio de sombra. Demasiado bien lo sabemos, pero quisiéramos volverlo tan límpido como ese porvenir que es la posesión mejor de la patria.
La patria es el habla cotidiana y asimismo lo venidero y lo venturoso, estimaba Borges, hasta concluir:
La esperanza es amiga nuestra y esa plena entonación argentina del castellano es una de las confirmaciones de que nos habla. Escriba cada uno su intimidad y ya la tendremos. Digan el pecho y la imaginación lo que en ellos hay, que no otra astucia filológica se precisa.
¿Tanto se apartaba esta postura del filólogo extranjero Abeille, patriota importado, como nos lo recordaba Quesada? Barruntamos en Borges una astucia: tomar la intención nacional de Abeille pero desentendiéndose de su filología nativista. He ahí entonces la razón del título de su ensayo, que cita a Abeille por omisión. Lo cual implica una crítica velada a Quesada, cuyo patriotismo es irreprochable, pero acaso excesivamente privado de énfasis. Mas el joven Borges no desprecia semejantes acentos. Ahora bien, permítasenos deslizar una inquietud que de ningún modo esconde un ardid: si ya no sólo el autonomismo idiomático, sino el patriotismo será desenmascarado por las semióticas contemporáneas como ilusiones gramaticales y además como una sospechosa ontologización de los signos, a cierta aventura del pensar se le anoticiará no ya sólo de una falsa apariencia, sino también de una fatídica desventura. Entonces vocablos como “nacional” y “argentino”, pero también “historia” y “lectura”, valgan menos que arenilla en la ventisca: las páginas se descorren pero sus letras permanecen inertes ante las pupilas fatigadas que rebuscan con alborozo los indicios de lo recobrado. Y los ojos arderán en vano.
{1} Nos referimos al célebre y agudo “Esteban Echeverría. La Asociación de Mayo y el Dogma Socialista”, en Crítica Literaria, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.
{2} Cf. Echeverría Esteban, Dogma Socialista. Precedido de una ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 1837. Plan económico. Filosofía social. Buenos Aires Ed. La Cultura Argentina, 1915.
{3} Cf. Echeverría Esteban, Clasicismo y Romanticismo. Los consuelos, Buenos Aires, Ed. Sophos, 1944.
{4} Cf. Viñas David, Literatura argentina y realidad política. De Sarmiento a Cortazar. Buenos Aires, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires, 1974.
De la conjura como impronta política generacional y epocal de la Generación del 37, ha tomado nota detalladamente Horacio González en su último libro. Véase: Filosofía de la conspiración. Marxistas, peronistas y carbonarios, Buenos Aires, Ed. Colihue, 2004, Cap. 6.
{5} Recordamos que para Ezequiel Martínez Estrada, es Sarmiento el creador de un “idioma nacional”, y por tanto el realizador auténtico del ideal programático de la generación del 37 de crear una literatura nacional acorde con el espíritu lingüístico del pueblo, míticamente instituido. Porque en el principio fue el mito, es decir el patriotismo heroico. En el comienzo, vale decir, entre 1810 y 1852, “la patria”, asevera Martínez Estrada en La literatura y la formación de una conciencia nacional: “no es la tierra ni el habitante sino un mito poético, es decir, una utopía”. El himno nacional promueve un delirio básico, que presupone un falso mito de origen: somos una gran nación. Ésa era la denuncia de Radiografía de la Pampa, lo que explica la técnica clínica de la revelación amarga de una mentira alucinada cristalizada como identidad colectiva. Su tesis sobre la literatura nacional se pretende equidistante aunque algo elevada respecto a las precedentes de Joaquín V. González, Lugones y Rojas. Dice allí Martínez Estrada:
El patriotismo de los poetas y estadistas, guerreros y misioneros de la revolución de 1810, invístese con las galas del nacionalismo, y desde entonces son términos anfibológicos. La definición de lo argentino o de lo nacional que dan Joaquín V. González (lo tradicional filogenético) Leopoldo Lugones (lo gentilicio épico-lírico) y Ricardo Rojas (lo heroico-histórico que se elabora en 1810 y 1816), exige capítulo aparte. Aunque no lo trate en este trabajo, debo advertir que sin fijar el sentido semántico de esos términos, no podrá entenderse la relación entre lo inmigratorio (que reemplaza a lo mestizo) y lo nativo, en lo social y en lo político. Para la tesis de este trabajo debo crear una definición ad hoc: nacional es lo que refleja la literatura culta, de cenáculo; patriótico es lo que expresa la literatura popular, campesina (los Viajeros y los gauchescos) repelida de las antologías y crestomatías.
No era otra la premisa que atravesaba Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Martínez Estrada azuza esta insidiosa paradoja: la literatura patriótica es nacional pero no argentina. Es que el sentimiento patriótico de los orígenes es equívoco: lo que se cantó como oda a la independencia popular republicana no se dirigió al pueblo, y cuando éste la cantó apeló a la sensibilidad heredada de lo colonial hispano-americano. De esta dualidad aporética constitutiva es que resultan dos formas patrióticas distantes y contrapuestas: la de lo argentino-europeo-elitista y la de lo argentino-americano-popular. Ese desgarramiento y disociación irreconciliables de la idea nacional argentina jamás pudo dar término a las divisiones internas desde Rivadavia y Dorrego. Es que “patria” y “nación” son “cuños retóricos”. Aquí Martínez Estrada se retrotrae a la culpa original –es decir jacobina– que divide a los intelectuales de las multitudes para confrontar el cuño retórico fundamental de la literatura patriótica. La época del Salón Literario de Marcos Sastre señala “la primera y última vez que se intenta aquí conscientemente y con un designio, conectar la literatura, las ciencias y las artes con la nación y el pueblo.” Y añade:
Los promotores: Marcos Sastre, Vicente López y Planes, Echeverría, Gutiérrez, Alberdi y numerosos adherentes socios, entre ellos Pedro de Angelis, relator de Rosas, formulan un programa de gobierno democrático, un plan de educación y de cultura laica e internacional, y una doctrina de la nacionalidad inspirada en los socialistas franceses.
Ese proyecto:
Perfecciona y da forma a esa filosofía social compartida por los miembros conspicuos de la sociedad porteña, porque además de devocionario de una fe ecuménica devino el plano arquitectónico según el cual los constructores de la nación, en gran parte ellos mismos, intentaron crear una vida intelectual propia.
Cf. Martínez Estrada, Ezequiel “La literatura y la formación de una conciencia nacional”, en Para una revisión de las letras argentinas. Prolegómenos. Buenos Aires, Editorial Losada, 1967.
{6} Cf. Abeille Luciano, Idioma nacional de los Argentinos. París, Libraire Èmile Bouillon, Paris 1900. Este texto suele referirse, acaso por hábito, como “El idioma nacional de los argentinos”. Mas en la edición francesa que consultamos en cierta biblioteca pública universitaria –cuya posesión queda vedada al perímetro de su sala–, al igual que en la de 1901, figura el título con la supresión del artículo, así como la castellanización del nombre Luciene y el uso de la mayúscula en el gentilicio “argentinos”, tal como aquí citamos.
{7} Cf. Quesada Ernesto, La evolución del idioma nacional, Buenos Aires, Imprenta Mercatali, Buenos Aires, 1922. Una muestra de las abrumadoras objeciones eruditas de Quesada, es cuando reprocha a Costa Álvarez incurrir en graves omisiones bibliográficas, acusándolo de haberse limitado a abordar tan sólo 36 títulos en su tratamiento de la materia, mientras que él, en su biblioteca de 60.000 volúmenes, ha podido reunir 183 libros y folletos apenas en una primera revisión, dedicando a tales referencias unas siete carillas del cuerpo central del libro, y sólo en carácter de resumen.
{8} Véase su famosa carta de octubre de 1837 a Félix Frías, recogida en Félix Weimberg, El Salón Literario de 1837. M. Sastre, J. B. Alberdi, J. M. Gutiérrez, E. Echeverría, Buenos Aires, Librería Hachette, 1958.
{9} Cf. Borges, Jorge Luis. El idioma de los argentinos, Buenos Aires, M. Gleizer, 1928. Esta edición comprende otras reflexiones lingüísticas del joven escritor en los años veinte, tales como su análisis del tango.