Julián Marías
Humanidades hace medio siglo
Hace cincuenta años, en 1948, aconteció algo que había de tener largas consecuencias: la fundación del Instituto de Humanidades. Ortega había vuelto a España, tras nueve años de exilio, en 1945; apartado de toda actividad oficial, sin volver a la Universidad, escribía y pensaba sobre la situación española y no menos la del resto del mundo, tras la terrible Guerra Mundial. Uno de sus intereses principales era el sentido y el porvenir de las Humanidades. Proyectó la publicación de unos Estudios de Humanidades, y sostuvimos largas conversaciones y no escasa correspondencia sobre el asunto. Diversas causas fueron aplazando esa publicación. Al final, Ortega decidió hacer otra cosa: fundar una mínima institución, absolutamente privada, que llamaría Instituto de Humanidades.
Su presentación en un folleto ponía arriba “Aula Nueva”; a continuación: “Instituto de Humanidades”; y debajo: “Organizado por José Ortega y Gasset y Julián Marías.” Ortega insistió en que los dos nombres se imprimieran en una sola línea.
Las dificultades que esto tenía hace medio siglo justo son difíciles de imaginar hoy. No era posible crear una institución independiente y sospechosa. Existía una modestísima Academia de preparación universitaria, desde 1940, donde se enseñaban los cursos para aprobar el Examen de Estado de Bachillerato y algunos cursos de nivel universitario, para un grupo reducido de personas. Aula Nueva había sido establecida, apenas terminada la Guerra Civil, por un grupo de amigos, entre ellos dos hijos de Ortega, la que todavía no era mi mujer, Lolita Franco, y yo. El Instituto no tuvo existencia legal: fue una “actividad” de Aula Nueva.
Ortega dijo a sus colaboradores e invitados a participar en cursos, seminarios y “coloquios-discusiones” –innovación que había de tener luego incontables imitadores–: “Lo organizamos Marías y yo, porque somos dos insensatos que no tenemos nada que perder.” Todo acontecía en las aulas de nuestro amplio piso de Serrano 50, con una sola excepción: el curso de Ortega, del cual se esperaba una asistencia numerosa. Se celebró, el primer año, en el gran salón del Círculo de la Unión Mercantil, en la Gran Vía. He contado que cuando fui con Ortega a examinar el local y el funcionamiento de los micrófonos, dijo: “Dios mío, qué cursi es esto.” Y en seguida agregó: “Pero lo cursi abriga.”
En mi libro Ortega. Las trayectorias (1983), con mayor brevedad en el tomo I de mis memorias, Una vida presente, he hablado del Instituto de Humanidades; han pasado ya muchos años, y quiero recordar hoy lo que significó socialmente. Era una empresa arriesgada, improbable. Sirvió para convocar a un par de decenas de personas eminentes, que colaboraron con entusiasmo en los trabajos del Instituto, con un nivel que nada tenía entonces. Pero, por otra parte, el curso de Ortega, “Sobre una nueva interpretación de la Historia Universal”, atrajo un público de unas seiscientas cincuenta personas, una muestra del Madrid de hace medio siglo, que asistía a algo desconocido desde hacía largo tiempo, que había parecido impensable.
El conjunto de las demás actividades del Instituto descubrió la existencia de investigadores y profesores eminentes, de inmenso saber, en su mayoría creadores –en gran parte oscurecidos por la situación política–; era un descubrimiento de la España real, casi soterrada, con frecuencia mal vista, si no perseguida.
El entusiasmo fue considerable; los oyentes no salían de su asombro; el Instituto fue –no se olvide esto– un inmenso suscitador de esperanza.
El segundo curso, 1949-1950, fue aún más interesante. El curso de Ortega, “El Hombre y la Gente”, tuvo que darse en el cine Barceló, cuyas 1.300 localidades no dejaban un puesto vacío. De San Sebastián nos pidieron una reducción o resumen de los cursos principales; yo lo hice del mío, El método histórico de las generaciones, y Ortega me pidió que expusiera una condensación del suyo.
No era probable que esto fuese “tolerado” por los poderes públicos y las fuerzas sociales afines, por la inmensa mayoría de los medios de comunicación. Llovieron los ataques, los comentarios negativos, las manipulaciones y falsificaciones. Ortega habló de las “sabandijas periodísticas”. Los periódicos podían publicar reseñas de veinte líneas de las actividades; si pasaban de esa extensión, la censura tachaba el exceso. Algunos artículos míos, en que contestaba a otros calumniosos, fueron prohibidos íntegramente.
Todo esto era penoso e inquietante. La conexión con el Instituto podía ser arriesgada. Algunos estaban por encima de las amenazas o vejaciones, que no les hacían mella; otros tenían más en cuenta sus conveniencias. No se ha hecho el balance del valor y la cobardía a lo largo de la historia, y particularmente en épocas difíciles –que son muchas, y de diversas formas–. No se trata de hacer cuentas; si acaso, las íntimas que hace uno para su propio gobierno, para establecer los niveles de estimación.
En conjunto, la reacción social de España al Instituto de Humanidades fue ejemplar. Fue un revulsivo extraordinario, la toma de posesión de muchas posibilidades que habían permanecido ignoradas hasta entonces y que fueron súbitamente descubiertas.
Sería posible, y apasionante, perseguir las consecuencias de aquella sobria audacia que cumple medio siglo. La poderosa censura impidió que quedase constancia pública adecuada de sus efectos; pero se puede adivinar al trasluz lo que significó.
Ortega se sintió fatigado de los esfuerzos necesarios para poder seguir adelante, de las resistencias que había que vencer, tal vez de la escasez de las ayudas que parecían obligadas. Por otra parte, la demanda que se ejercía sobre él desde otros países, particularmente desde Alemania, lo movía a viajar. Esto lo decidió a “interrumpir” las actividades del Instituto y acudir a otros quehaceres que le parecían apremiantes. No se olvide que Ortega sentía preocupación por Alemania, país que le parecía necesario dentro de Europa, irrenunciable, por el cual había que velar para que su recuperación interna fuera posible. Sentía que era menester no dejarla sola.
A pesar de todas estas razones, deploré la “interrupción”, porque temía que fuese definitiva. Aproveché la ocasión para aceptar una invitación universitaria de los Estados Unidos, seguida de otras breves de Hispanoamérica, y pasé un año entero en tierras americanas, del Norte y del Sur.
Conviene recordar que pocos años después, concretamente desde 1956, se inició en España un movimiento destinado a negar todo lo que se había hecho con libertad e independencia desde el final de la Guerra Civil, para fingir el “comienzo” de algo muy distinto y bastante dudoso. Esto llevó a intentar “borrar” el Instituto de Humanidades y su significación.
Pero hay otra cuestión, que puede ser apasionante: qué significó, no ya como acontecimiento social, sino como creación rigurosamente intelectual.