José Luis Abellán
(catedrático de Historia de la Filosofía)
¿Qué aportará España a Europa?
Las reflexiones que integran este artículo, que forman parte de una conferencia pronunciada recientemente por el autor –uno de “los 16 del 84”, premio que concede “Cambio 16” a las personalidades más relevantes del año–, hacen referencia a la vocación europeísta de nuestro país y a sus futuras aportaciones a la Comunidad. La incorporación de España, como “nación de naciones” y en tanto que potencia cultural, intelectual y artística de carácter específico, supondrá una inyección de vitalidad que contribuirá necesariamente al enriquecimiento de la idea de Europa.
España es Europa, y ha sentido lo europeo como una unidad indisoluble frente a otras áreas regionales, retrotrayéndose a un estado de aislamiento e introversión cuando vio que ese proyecto de unidad se hacía inviable. Las meditaciones sobre la unidad de Europa se han repetido reiteradamente en nuestros pensadores desde que en el siglo XVI Andrés Laguna pronunciara su famoso “Discurso sobre Europa” hasta las más recientes consideraciones de Ortega y Gasset en su “Meditación de Europa”. Cuando algunos de nuestros más eximios intelectuales creyeron que se había ido demasiado lejos en la “tibetanización” y el aislamiento, empezaron a reaccionar hablando de la “europeización” de España –como si España no fuese ya Europa–, cayendo así en un quid pro quo, producto de un curioso e interesante espejismo; este tipo de literatura se empieza a producir a fines del XIX, y llega prácticamente hasta nuestros días, si bien con matices distintos: lo que hoy se entiende por “europeización” no es lo mismo que se entendía a principios de siglo.
El hecho es el siguiente: a fines del siglo XIX y principios del XX se consideraba que España –dejándose llevar de tendencias casticistas muy ancladas en zonas profundas de su historia (conciencia) y de su intrahistoria (subconsciencia)– se había “deseuropeizado” y había que volver a “europeizarla”; es lo que intenta Ortega y Gasset desde el punto de vista filosófico, Ramón y Cajal desde el científico, Menéndez Pidal desde el filológico, Azaña desde el político..., para citar sólo cuatro ejemplos eminentes. El proceso cambia de signo a partir de la firma del Tratado de Roma en 1957, fecha en que la juventud española empieza a interesarse por la formación política de una Europa comunitaria. El movimiento acabó siendo tan fuerte que acabó teniendo que ser aceptado –aunque fuera retóricamente– por el régimen del general Franco. La reunión de Munich en 1962 entre miembros de la oposición política interior al régimen y representantes políticos del exilio producido por la guerra civil acabó en una declaración conjunta de afirmación europeísta: lo que empezó como una expresión literaria de descontento e insatisfacción nacional se convirtió en una opción política clara y decidida.
El europeísmo es hoy la expresión de una voluntad nacional de solidaridad con el destino del continente y, al mismo tiempo, manifestación de un espíritu de integración característico de una tradición histórica secular.
Este europeísmo español actual no es sino continuación de una vieja tradición de nuestra cultura que ha sido puesta ya de manifiesto.
El hecho es que la opinión pública actual se ratifica en esas viejas opciones históricas, donde el europeísmo español de hoy encuentra, al mismo tiempo, un ámbito de coincidencia entre fuerzas de izquierda y derecha, y es instrumento para romper el aislamiento secular de nuestro pueblo y la muy arraigada frustración internacionalista. El resultado es que la izquierda europea y española coinciden en esto.
En cualquier caso, es evidente la conciencia generalizada de que el marco político de los Estados nacionales ha quedado desfasado por el desarrollo de las comunicaciones y de la tecnología y por el simple hecho de la existencia de dos superpotencias que crean mecánica o automáticamente satelizaciones y dependencias inevitables en un mundo estrechamente interrelacionado. Ahora bien, dados los antecedentes históricos y culturales españoles ya analizados aquí, está claro que la entrada de nuestro país en el Mercado Común no sería una simple operación económica ni tampoco política. España es una potencia cultural, con una dimensión intelectual, ética, literaria y artística de carácter específico, cuya aportación ha de tener un carácter complementario a otras culturas nacionales europeas. Es evidente, en todo caso, que la integración de España a la Comunidad Económica Europea no va a ser la inserción de una pieza más dentro del “toma y daca” de las simples relaciones comerciales, en un engranaje del “mercado comunitario”, sino una inyección de vitalidad cultural que redundará en el enriquecimiento plural y compartido de la “idea de Europa” con su correspondiente dimensión simbólica y filosófica en todo el ámbito de las relaciones internacionales.
En esta configuración política de la unión europea es evidente que el Estado español desarrollará una política exterior acorde con su peculiar estructura. En este sentido, creo de la mayor importancia la sustitución que se está verificando en España del viejo Estado unitario y centralista por un llamado “Estado de las autonomías” de carácter federalista y descentralizado. La experiencia española es un ensayo histórico de gran importancia que ha de tener una influencia muy superior a la de la mera política interna, convirtiéndose en modelo posible para otros Estados nacionales. Si la idea de una “nación de naciones” que ha empezado a desarrollarse políticamente en España acaba implantándose con carácter definitivo, y se consolida como estructura política exportable, su traspolación al ámbito europeo podría hacer la Comunidad Europea una compleja red de naciones con distintos niveles de subordinación e integración entre sí, enriqueciendo en su conjunto al continente. España como “nación de naciones”, no sólo se encontraría cómodamente instalada en esa red, sino que habría hallado la fórmula para resolver las viejas frustraciones territoriales representadas por Gibraltar y Portugal. Por lo que respecta a Gibraltar, hacemos aquí nuestras las palabras de Fernando Morán cuando dice que “sería difícil hacer admitir a la opinión europea comunitaria que un país miembro mantenga una colonia en territorio dentro de otro país miembro”; la misma Constitución española facilitaría la solución al autorizar a las Cortes Generales (artículo 144) la concesión de un Estatuto de autonomía para territorios no integrados en la organización provincial (supuesto introducido pensado precisamente en el caso de Gibraltar). Por lo que se refiere a Portugal, la entrada de ambos países en la Comunidad necesariamente tendrá que acercar sus posiciones con puntos coincidentes en lo que se refiere al Mediterráneo y a Latinoamérica, donde ambos países tienen intereses convergentes. Por lo que se refiere a los pueblos español y portugués –tradicionalmente de espaldas el uno al otro– es evidente que tendrán que empezar a mirarse mutuamente; si luego deciden o no formar parte de la misma estructura política estatal, creemos que esto sería ya una cuestión accidental de mucho menos calado y más fácilmente resoluble.