Filosofía en español 
Filosofía en español


De pluma ajena

Leopoldo-Eulogio Palacios

Maritain

Jacques Maritain 1882-1973

En el último conflicto mundial, Jacques Maritain, el gran pensador desaparecido, no pronunció palabras de paz sobre los contendientes ni les invitó jamás a la concordia. El pacífico filósofo tomó partido por la guerra, y hasta hizo equilibrios dialécticos para demostrar que la política de alianza con Rusia no adolecía de maquiavelismo. El buen éxito coronó sus arengas, y pronto comenzaron a ir de vencida los ejércitos germánicos y pronto la victoria de los aliados puso al filósofo en términos de tener que aceptar del Gobierno francés una casaca de embajador cerca de la Santa Sede, a hurto de toda abstracta filosofía.

Años antes no fueron así las cosas. Frente a la guerra española del 36 el filósofo tomó postura pacifista y además no tuvo próspero suceso. Enemistóse con varios escritores de nuestra patria, tuvo que contradecir públicamente al Episcopado español, se querelló con el poeta Claudel, con el teólogo Garrigou-Lagrange, con buen número de jóvenes que le seguían en Francia, en Argentina y en el mundo entero. La victoria de los nacionales abatió su figura en España y por aquellos años Maritain fue en lo político un dios muerto. Yo, que antes de nuestra guerra había dado a conocer desde las páginas de Cruz y Raya la primera exposición del humanismo teocéntrico, hecha por este autor en sus Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad, intenté una nueva salida en favor del preterido pensador, y la publiqué como prólogo a una traducción de Tres Reformadores. En torno a ese prólogo hubo censuras y aplausos, y estas circunstancias contribuyeron a que me pusiera a estudiar con más ahínco una cuestión que se anunciaba apasionante.

Fruto de estos estudios fue un librillo mío titulado El Mito de la Nueva Cristiandad, del que se tiraron tres nutridas ediciones por los años 50. En esta obra intenté mostrar, con argumentos que el tiempo ha confirmado, que el humanismo teocéntrico de Maritain es una síntesis de lo profano y lo cristiano superpuestos artificialmente, mixtura que no resulta aceptable como ideal posible de civilización. No se puede enarbolar como enseña de progreso la secularización de la vida y la autonomía del hombre, nacida del humanismo moderno, y conservar al mismo tiempo la primacía de lo espiritual y la sujeción cristiana a la vocación de Dios.

Con todo eso, a la muerte de Pío XII la estrella del humanismo teocéntrico emprendió una espectacular ascensión hacia los tejados del Vaticano y, entrando por una claraboya, vino a clavarse en el pecho de su patrón más encumbrado. A su atrayente resplandor acudieron de todo el mundo más de 2.000 optimates, convocados allí con la curiosa consigna de modernizar la Iglesia. Arrebatado poco después el capitán por la común resaca de la muerte, le sucedió en el mando otro piloto, ya abiertamente maritainiano, cuyo ascendiente sobre la mayoría conciliar hizo triunfar una tras otra las tesis del filósofo. Y hoy me invade el estupor cuando veo que unas tesis fragilísimas sobre las relaciones del Estado y la Iglesia o de la política y la religión, sacadas de libros como Humanismo Integral, Los Derechos del Hombre y Cristianismo y Democracia, tesis que ya andaban maltrechas por mis papeles con mucha anterioridad al Concilio, son ahora poco menos que atribuidas al Espíritu Santo y presentadas por próceres insignes como verdades caídas del cielo.

Entiéndaseme bien: la doctrina maritainiana es fragilísima desde el punto de vista católico, no desde el punto de vista liberal. Y ambos puntos de vista llevan a posiciones que no se pueden casar: sólo se pueden liar entre sí por un compromiso inestable, y ese compromiso es el lío posconciliar.

Los teólogos católicos habían conseguido, tras una labor de siglos, plasmar las relaciones entre el poder civil y el poder eclesiástico en una doctrina bastante sólida, difícil y exigente. Maritain consiguió en pocos años urdir otra teoría brillantísima, pero muy diferente de la anterior. La postura tradicional se basa en los derechos de Dios al culto de la religión verdadera, que es única. La postura de Maritain se basa en los derechos del hombre a elegir la religión más conforme con la dignidad de la persona humana. Ambas doctrinas se mueven en perspectivas diferentes, son en cierto modo antagónicas, y ni los mismos padres conciliares las han podido conciliar.

Hoy vemos que, gracias al apoyo oficial, una doctrina que no fue en su origen más que un brillante ensayo político religioso ha logrado desbancar la labor de muchos siglos de teología. Tuvo el apoyo poderoso y constante que le faltó a Platón cuando quiso reformar el estado siciliano con las normas emanadas de sus libros sobre la República. El ideal de la nueva cristiandad ha sido puesto en ejecución por Pablo VI, gobernante amigo que estaba en el pináculo de la más dilatada comunidad espiritual de Occidente. Dios ha permitido que se hiciera esta experiencia, que ha resultado, ¡ay!, triste experiencia. El fracaso está a la vista. Más de 20.000 sacerdotes han abandonado su ministerio. Otros van disfrazados de seglares. La tradicional misa latina ha sido babelizada y sometida después a podas e injertos de estilo protestante. Se cierran, faltos de alumnos, los seminarios. Yace descaecida la flor del ascetismo cristiano, decrece el sentido escatológico de la vida, y muchas veces parece que la Iglesia no tiene ya más misión que la de ponerse a arreglar este mundo. Cosa nada extraña, pues la novedad del catolicismo posconciliar consiste en su voluntad de incorporar a la religión teocéntrica el caudal del humanismo secularizador adquirido por el hombre moderno, y esta incorporación pone tierra en las alas de la paloma divina.

Y como suele suceder en estas cosas, el maestro es excedido siempre por sus epígonos indiscretos. Maritain denunció no pocas desviaciones en el camino de la verdad que nada tenían que ver con su obra. Además, en unión de otros sabios, hombres de letras y artistas, entre los que figuraba Salvador de Madariaga, pidió que se conservase la misa tradicional, el canto gregoriano y la polifonía sagrada, que sólo pueden ejecutarse en latín. Pero, aunque coincidían aquella vez los intereses de la tradición religiosa y los del arte, no fueron escuchados ni Maritain ni sus compañeros, que representaban la opinión de una gran parte de la cristiandad y la deformación de la misa fue impuesta sin miramientos a todo el orbe, con una celeridad verdaderamente americana y con un despotismo verdaderamente asiático.

Ha muerto Maritain y es de esperar que muera también lo que parece más vivo de su obra, porque los errores históricos de la Iglesia, denunciados por él certeramente, no se borran haciendo otros mayores. Paradójicamente perdurará lo que hoy parece menos al uso: todos sus libros de metafísica y de lógica, gran parte de su labor sobre el Doctor Angélico, y ese magno ardimiento de su espíritu, por el que las entrañas de la filosofía escolástica han renacido de sus cenizas, en prodigiosa emulación del Ave Fénix.

Leopoldo-Eulogio Palacios