Filosofía en español 
Filosofía en español


Sobre la justificación de la Historia

Gustavo Bueno

José Luis García Delgado me pasa la entrevista que Lola Mateos ha hecho a Miguel Artola y me conmina a que, en horas, haga a mi vez algún comentario para la semanal Revista de Asturias. Sospecho que mi gran amigo me ha enseñado esta entrevista con intención parecida a la del torero que enseña al toro el trapo rojo. Aquí está mi embestida.

Vaya por delante mi reconocimiento al Artola historiador y maestro de historiadores, al Artola que trabaja sobre las reliquias de los afrancesados españoles, o de la España del Antiguo régimen y construye teoremas históricos de diversa significación y diferente alcance. Pero en esta entrevista Artola ya no actúa como historiador, sino como ciudadano («filósofo mundano») que reflexiona sobre la ciencia histórica (sobre la Historia). Y tras escuchar sus palabras, acude a mi cabeza aquel precepto que Goethe daba a los escultores: «Escultor, trabaja y no hables». Historiador, trabaja sobre tus reliquias y no hables sobre tu trabajo (a menos que lo que vayas a decir valga más que el silencio).

Siempre ha sido para mí fuente de admiración la enorme desproporción que suele mediar entre el talento (talento crítico, sin duda) de los artistas –o de los historiadores– y la ingenuidad (acrítica) de sus reflexiones acerca del significado de su obra. «Lo que busco con mis esculturas, con mis cuadros, con mi música, es reconocerme con autenticidad a mí mismo, expresarme y realizarme como la persona que soy dentro de la sociedad» –o bien (cuando el entrevistado es más «político» que «lírico»): «Lo que busco con mis obras es transformar la realidad». (Artola parece decir: «Lo que buscamos los historiadores es hacer posible que los individuos se reconozcan a sí mismos dentro del grupo social», y también: «Lo que busco como historiador es suministrar una palanca capaz de cambiar la realidad»). Y si son ingenuas las respuestas de este tipo es, no solamente porque están adheridas a una ideología (inconsciente) de contenido sustancialista-metafísico (el «sí mismo», la «autenticidad»), sino también porque, aún desde su propia perspectiva, resultan ser inútiles (ociosas), por cuanto son absorbentes (no modulantes), y esto, porque al estar formuladas mediante una previa evacuación de contenidos (por eso son vacías), pueden ser aplicadas a cualquier obra y actividad y, por tanto, no son capaces de ejercer la función de fórmulas diacríticas a que aspiraban. Comparten así la misma carga que bloquea al llamado «argumento perezoso» de la teología, el que apela a la Providencia para dar razón de algún acontecimiento histórico o social entre otros posibles: «La conversión de Constantino fue providencial» –pero también habría de serlo la reconversión de Juliano y, en general, cualquier acontecimiento, porque «Providencia» es un concepto formal absorbente y, por ello, ocioso en sus servicios diferenciales y explicativos.

Así también, toda obra humana, artística o no artística, buena o mala, podrá considerarse como autorrealización del hombre y como expresión de su autenticidad (si la obra es mala, expondrá auténticamente la realidad del mal artista) sin que ello añada nada al conocimiento de la estructura de la obra. Y toda obra humana (artística o no, historiográfica o geométrica) será siempre una transformación de la realidad (una «palanca»), porque la realidad es ella misma transformación, e incluso los que trabajan para que «todo quede como está» también han de transformar a las fuerzas revolucionarias (la transformación idéntica es una transformación más en el conjunto de las transformaciones del sistema). «Transformar la realidad» es una fórmula absorbente, por ser formal, como «Providencia». Y, por ello, no explica absolutamente nada ni sirve para nada cuando se utiliza como característica de una actividad, de un arte o de una ciencia. Habría que establecer la dirección y el sentido de la transformación, en cuanto enfrentada a las otras transformaciones previsibles en el sistema. Y para ello, será necesario reintroducir los contenidos, la materia que ha sido previamente evacuada.

Pero ocurre que, en el contexto de la entrevista, Artola nos ofrece indicios para pensar que, de hecho, hay en las fórmulas con las que trata de caracterizar a las ciencias históricas algo más que su modalidad absorbente y vacía. Por ello, lo que podría ser sólo expresión inocua, comienza a presentársenos como expresión que encubre una implícita orientación ideológica que, por otra parte, entraña, a mi juicio, una gran peligrosidad. Me refiero a la teoría de la justificación de la Historia por sus funciones señalizadoras: «Yo creo que la historia (por mi parte precisaría: la Historia, Geschichte), como dice Goytisolo, ha de servir para que el hombre encuentre sus señas de identidad

Dejo de lado la incoherencia interna que esta tesis guarda respecto a la descalificación de la Historia-batalla (la Historia-teatro, la Historia fenoménica o espectral) a la que se hace mención en otra parte de la entrevista. Para los «servicios de señalización» valen mucho mejor (incluso como insignias) los reyes, las batallas, los gobernantes y sus amantes (dotados de nombres propios) que los procesos económicos o sociales (de naturaleza nomotética). En cualquier caso, me parece, salvo mejor opinión, que la Historia-teatro (que supone un escenario y unos protagonistas) es componente inexcusable de la ciencia histórica, a la manera como la «fenomenología de los espectros» (las series de Balmer, &c.) es imprescindible respecto a la Física atómica. Más aún, me atrevería a afirmar que así como la teoría atómica, expuesta axiomáticamente (al margen de los espectros) se reduce a Geometría o a Mecánica pura, así también la Historia social o económica, desconectada de los fenómenos, se convierte en Sociología o en Psicología, y deja de ser Historia. Es lo que está pasando con esos programas de Historia que permiten creer a los estudiantes que el hablar de la «burguesía ateniense» les exime de la necesidad de pronunciar el contingente nombre de «Pericles» (¿cómo podría un historiador-esencial, que conoce las cosas desde sus causas, como los dioses epicúreos, rebajarse a considerar los nombres propios, esas «cantidades despreciables»?); esos programas que convierten los cursos de Historia en monótonas reiteraciones del concepto fundamental de la «lucha de clases», entendidos desde la perspectiva de un sociologismo perezoso. (Es interesante constatar cómo, en la entrevista, se deslizan, con todo, categorías de la Historia-teatro, a saber, sobre todo, el concepto de «protagonismo» –si bien esta categorización se utiliza metafóricamente referida a los grupos, clases, naciones, más que a los individuos).

Lo importante aquí, sin embargo, es comentar el contenido de esa justificación de la Historia en cuanto suministradora (científica) de las señas de identidad, la justificación de la Historia por el uso señalizador de los pueblos y naciones (¿regiones?) que de ella, al parecer, se deriva. Una justificación que (tal como viene expuesta) aparece dada en el mismo plano en el que alternativamente se justifican las Ciencias Naturales por su uso en las tareas de exploración de las fuentes de energía. Porque un pueblo es, sin duda, resultado de su historia (con minúscula) y esta historia realizada es el presente mismo de ese pueblo. Pero cuando un pueblo o una nación toma su Historia (y particularmente la Historia científica) como «seña de su identidad», es porque asume esa Historia, frente a otras Historias, en cuanto «seña de discriminación» (de otro modo carecería de sentido hablar de «señas», en cuanto concepto diacrítico). Y entonces este pueblo está queriendo cristalizarse en sus formas pasadas, coagularse en sus mitos. Y eso es justamente el uso mítico de la Historia (incluso la Historia científica), ese uso que es aliado del racismo (tal es al menos el uso de la Historia que Adolfo Hitler ofreció en Mi lucha, la «comprensión de la Historia» como suministradora de las «señas de identidad» del pueblo ario, del «mito del siglo XX») o, cuando menos, de ese racismo cultural que se llama chauvinismo, y que intenta ser suavizado tantas veces por un armonismo imposible que evoca a Humboldt. En realidad, el racismo y el chauvinismo van siempre, de algún modo, unidos (celtismo, covadonguismo). En mi opinión, uno de los usos más revolucionarios de la Historia científica (frente a la Historia mítica) es precisamente el contrario, a saber: el de la ironización de la propia identidad, puro narcisismo, al mostrar su origen aleatorio, sus fuentes muchas veces inconfesables, su contenido inadmisible, que habrá de ser ocultado (qué más señas de identidad podrían invocar los descendientes de los aztecas que sus asesinatos rituales en el templo de Huitzilopochtli o de Tlaloc), su naturaleza movediza y transitoria y su destino final, a saber, su disolución, por eliminación o por absorción en formas más amplias y comunes a los demás pueblos de la Tierra. ¿No es la Historia –y, en este caso, la Prehistoria– la que ha liquidado las míticas señales de identidad que Klaatsch creía advertir en los negros (como descendientes de algún colateral de los gorilas) frente a los amarillos (como descendientes de algún colateral de los orangutanes)? Es la Historia Natural del Hombre, científica, la que está destruyendo estos mitos raciales, la que está demostrando trabajosamente que esas señas de identidad de las razas actuales son muy superficiales, porque aparecen al final del Pleistoceno y, por tanto, pueden desaparecer por hibridación o, simplemente, perder importancia. Y si fuera verdad que las ciencias históricas interesan cada vez más al público español en virtud de este uso señalizador, habría que declarar que este interés por la Historia, lejos de alegrar al historiador científico, debería condolerle, por su morbosidad narcisista, porque pone en peligro la libertad del hombre –como debe condoler al físico el uso maligno de la ciencia física para fines militares del imperialismo, que no menoscaban la ciencia física, sino al propio imperialismo.

Y, según esto, la Historia, como palanca de destrucción del presente (de los mitos nacionalistas o regionalistas sobre el presente) difícilmente podría servir para atemperar la «angustia existencial» a quien no tenga otros medios de atemperarla. Porque la Historia no es una droga que puede atemperar esa angustia con vapores narcisistas. ¿Acaso la Historia, en esta perspectiva, no es también, y más aún, fuente de la angustia –de la angustia histórica de Jeremías: «Defecerunt prae lacrymis oculi mei, conturbata sunt viscera mea» (II, 11, «Desfallecieron mis ojos de tantas lágrimas, se han conturbado mis entrañas»: es la «angustia histórica» que Jeremías siente ante las ruinas de Jerusalem, causadas por los caldeos)?

Y, por último, un rápido comentario a lo que constituye ya una tesis histórica (no meta-histórica) de Artola, si bien esta tesis se refiere a la Historia de las Ciencias (que, sin duda, es tan Historia como la Historia de la Moneda o la Historia de la Burguesía). Me refiero a la tesis según la cual las ciencias proceden de la filosofía, considerada como madre de las ciencias. Sin duda esta tesis se formula aquí más que como fruto de investigaciones empíricas, como resultado de una tendencia (cerebral, gestáltica) a la simetría. La tendencia a la simetría ha jugado aquí una mala pasada, ha hecho organizarse en el cerebro de Artola la siguiente contraposición: «Así como la Historia total, en cuanto maestra de la vida, se realiza en las Historias especiales –económica, política, social, &c.–, en cambio la Filosofía, como madre de las Ciencias, se deshace de sus hijas, las ciencias particulares, que reniegan, al hacerse adultas, de su estirpe filosófica: la Lógica matemática, la Sociología, la Psicología, &c.» Se diría que, por el contexto, el origen de este automatismo paralelista estaría en la analogía entre la Historia total (maestra de la vida) y la Filosofía total (madre de las Ciencias). Artola, como hombre modesto y riguroso, siente el pudor de la totalidad. Pero como historiador no siente menos la necesidad de discriminase (como científico) de la Filosofía. Y entonces es cuando se organiza automáticamente en su cerebro una forma (Gestalt) interesada: «La Historia y la Filosofía pretendieron ser antaño saberes totales, lo cual era absurdo: pero mientras que la Historia realizó esa vocación de totalidad en sus partes especializadas, sin dejar de ser Historia, la Filosofía se desangró al realizarse en sus partes especializadas, las Ciencias positivas». Semejante contraposición es puramente retórica, porque los términos de su comparación son ficticios. Artola incurre aquí en unos de los errores más arraigados en la Historia de las Ciencias, en el tópico según el cual, siendo la Filosofía la madre de las Ciencias, habrán de ser las Ciencia por definición, hijas de la Filosofía. Pero las Ciencias, históricamente, no son hijas de la Filosofía. No proceden de la Filosofía (que, a lo sumo, ha ejercido funciones de nodriza), sino de los oficios artesanales, de las tecnologías: la Geometría procede de la Agrimensura (no de la Filosofía); la Psicología procede de la tecnología de la domesticación de los animales o de la educación de los niños (no de la Filosofía); la Química procede de la Cocina o de la Metalurgia (no de la Filosofía); la Economía Política procede de la tecnología propia de las banqueros, comerciantes o estadistas (y no de la Filosofía); la Lingüística procede de la tecnología de los traductores y de los escribas (no de la Filosofía); y así sucesivamente. No me atrevería a decir, a contrario, que la Filosofía proceda de las ciencias. Tiene fuentes autónomas (por ejemplo, los grandes mitos etiológicos), pero los desarrollos de las ciencias han entrado de tal modo en el campo de la Filosofía de tradición helénica (particularmente la Geometría) que en cierto modo cabría decir que también las ciencias anteceden y alimentan a la Filosofía. Por tanto, el desarrollo de las ciencias particulares, lejos de suponer una merma del campo de la Filosofía, constituye su ampliación propia: la Filosofía de la Lógica, gracias al desarrollo de la Lógica formal, es hoy mucho más rica y problemática de lo que pudo serlo en tiempos de Aristóteles.

Y las propias obras de Artola como historiador amplían, junto con los demás creadores de la ciencia histórica, el campo de la Filosofía de la Historia que es hoy, sin duda, mucho más rico de lo que pudo serlo en la época de Herodoto o de Tucídides.

Niembro, 18 de febrero de 1979.

Lola Mateos, Artola, la pasión de la historia