Filosofía en español 
Filosofía en español


Crítica de libros

Diccionario de filosofía contemporánea, dirigido por Miguel A. Quintanilla
(Colección Hermeneia, 1; Salamanca, Ediciones Sígueme, 1976, 481 pp.)

Hay que saludar con satisfacción la llegada de este libro. Varias son las razones que a ello inducen. Por este país pululan toda una serie de jóvenes filósofos –y no tan jóvenes– que acuden a las convocatorias de «los filósofos jóvenes». Pues bien, aquí están muchos de ellos. El esfuerzo del director de la publicación, Quintanilla, ha reunido a un plantel excelente, sea por el nombre que han logrado hacerse, sea por el conocimiento que tienen de aquello a lo que se dedican. Qué duda cabe que están aquí muchos de los «filósofos» del futuro en nuestras tierras. Todo ello hace que se mire con enorme interés y esperanza este llamado diccionario, al menos quienes miran hacia el futuro.

Una vez que se tiene en la mano, lo primero que llama la atención es la magnífica presentación. Desde este punto de vista hay que decir que no nos tienen las editoriales españolas acostumbrados a trabajos hechos con tal primor y con un resultado tan bello. Esto se lo debemos agradecer a la Editorial Sígueme y, de nuevo, a Quintanilla. Sé las penas y trabajos que les ha costado.

En cuanto se ojea un poco nuestro libro, llama la atención que algunas páginas están a dos columnas –las más– y otras, por el contrario, una que ocupa toda la página. Se debe a que el libro claramente se diferencia en dos partes. Por un lado once artículos que constituyen como la osamenta del conjunto. Por otro lado todo lo demás. Comenzaremos por el todo lo demás.

Pero antes haremos una exploración de conjunto. El libro consta de unas 470 páginas efectivas de texto. De ellas unas 140 están ocupadas por los once artículos importantes, aproximadamente el 30%. Del 70% restante, ese que está escrito a dos columnas, unas 100 páginas se dedican a biografías de filósofos. El resto a conceptos, nociones o palabras consideradas importantes. Todos los artículos van firmados. Los que no la tienen, son debidos a la pluma del director de la publicación. Ocurre con frecuencia en los artículos reducidos.

De las 100 páginas dedicadas a biografías de filósofos, 92 van para autores extranjeros y 8 para españoles. ¡Nada tiene, desgraciadamente, de extraño! De entre los españoles, entre 3/8 de página y 1/2 de página solamente llegan a estar Ferrater, Ortega, Carlos París, Manuel Sacristán y Unamuno. Se incluye, por ejemplo, a Miguel Cruz Hernández. El conjunto de biografiados los he clasificado en cuatro apartados: marxistas, analíticos, anarco-lúdicos y todos los demás. Perdone el lector la triste esquematicidad de esta clasificación. Pues bien, 40 páginas están dedicadas a los marxistas, 16 a los analíticos, 8 a los anarco-lúdicos y 36 al resto. Veamos las cosas con mayor detalle. Entre los marxistas, Engels (Juan Aranzadi) se lleva el premio con 5 páginas. En la clasificación paginaria viene luego la escuela de Francfort (Julio Carabaña), Lenin (Juan Aranzadi) y Marx (Juan Aranzadi), todos ellos con 4,5; mucho más lejos Lukács (José Ignacio López Soria) con 2,5, y Gramsci (José M. Laso) con 2 páginas. Entre los analíticos la palma se la llevan Russell (sin firma, luego de Quintanilla) y Wittgenstein (sin firma); Carnap (sin firma) y Popper (sin firma), con 2 y 1,5 páginas. Entre los anarco-lúdicos Nietzsche (Santiago González Noriega) gana con 2 páginas. En aquel cajón de sastre en que puse a todos los demás, Hegel (Mariano Alvarez) gana con 4 páginas. Viene luego Heidegger (José L. Molinero) con 3; Feuerbach (Cirilo Flórez) y Freud (Jorge L. Tizón) con 2; para terminar, Ricoeur (Manuel Maceiras Fafián) con 1,5 páginas.

De estas como biografías de filósofos importantes, algunas son muy interesantes; por ejemplo la de Hegel; dedica casi una columna a bibliografía, en primer lugar lo que se ha traducido al castellano y luego obras sobre Hegel en castellano. La bibliografía es, sin embargo, escasa en el artículo sobre la escuela de Francfort. En general estos largos artículos sobre filósofos se leen con fruición.

Pasemos ahora a la parte de león de nuestro libro. Los once artículos principales a una sola columna. Sabemos que ocupan 142 páginas del total. Si tomamos este conjunto como unidad, vimos que representa el 30% de nuestro libro. Según se indica en la página 9, consta de un artículo como fundante: Filosofía y otros diez que como que se derivan de él. Son éstos: Ontología, Dialéctica, Ciencia, Análisis, Filosofía española, Praxis, Nihilismo, Arte, Estructuralismo y Religión. Vamos a verlos más despacio.

El artículo Filosofía lleva por título «De inconsolatione philosophiae» (J. Muguerza). Está escrito a la manera de platónico diálogo: Sócrates habla con varios jóvenes discípulos. Comienzan –cómo no en el hoy de este país– por la filosofía analítica imperante. Se preguntan qué es filosofía, o mejor, qué significa «filosofía». ¿Progresa la historia de la filosofía? Pero, ¿acaso lo hace la historia de la ciencia? Ya no es tan fácil diferenciar a filósofos y científicos como antes se creía. Algún progreso hay, pero no muy grande. Alguno de los jóvenes dialogantes prefiere a la racionalidad, pecado al que Sócrates nos indujo o sedujo, la lúdica irracionalidad. Así con estas cosas discurren nuestros amigos. Tenemos la suerte de encontrarnos a un Sócrates que aprendió muchas cosas desde su cicutización, aunque debo de confesar que, con el paso del tiempo, le he encontrado bastante disminuido. En cuanto a punto de ingenio el diálogo muguerziano se aproxima más al amazacotado estilo de los leibnizianos, que a los ligeros y chispeantes que nos dejara el divino Platón. El Sócrates vivo era quien llevaba la acción y la fuerza del diálogo. El Sócrates reducido de ahora, pobrecito, bastante hace con poder seguir a sus jóvenes contertulios, aunque aquí y allá todavía interviene con sagacidad. ¿Qué decir? Parecen unas páginas escritas desde una cierta filosofía analítica, que se es pero que no se atreve, decadente pero todavía sincera, parlamentando sobre viejas glorias –Kant y Hegel sobre todas ellas–, que se deja llevar por sus nostalgias. Se hace a la imagen de ese Sócrates, escéptico ya, al cabo de ver tanta filosofía. Estamos frente a una filosofía analítica que desemboca en algo como un marxismo. En fin, sepa el lector que este artículo es de las cosas que menos me han gustado de todo el libro.

El segundo artículo importante es el titulado Ontología (V. Peña). Comenzaremos por hacer un distingo decisivo. Distinguiremos entre ontología y metafísica. Así todo lo malo y peyorativo recaerá en la metafísica, la cual, como nuevo chivo expiatorio, partirá al desierto cargando con sus pecados y los de todo el mundo. Tenemos ya limpia y tersa nuestra ontología. Podemos comenzar. Bajo nuestra voz quedará incluido el examen de los principios más generales acerca de la estructura de la realidad, pero no tanto los contenidos. Toda doctrina, incluso la negadora del sentido de las cuestiones ontológicas, practica una ontología. ¡Quién puede hoy hacerse la ilusión de que sólo él escapa a la regla! Ahora bien, si esto es así, ¿cómo decir que «mi ontología» es mejor que la tuya? Más aún, desde «mi ontología» todas las demás deben de quedar bien clasificadas, comprendidas, deglutidas. Aquí, el concepto de «materia» substituye al concepto de «ser». Construimos así un concepto crítico-negativo dejando de lado otro que es dogmático-positivo. Aquí, la afirmación de la unicidad del ser es metafísica; el «materialismo», por el contrario, niega la unicididad del ser y del orden universal. ¡Fuera con los monismos de toda laya! Aquí, debe de tomarse en cuenta la radical pluralidad de los fenómenos materiales. Aquí, monista-cosmista y espiritualista es un aprobio. Pero, ¡oh, agudo lector!, es imprescindible negar el carácter corporeísta de la materia ontológico-general. Cómo no será así, a poco que sepamos que existe la física atómica. Pero, nadie vaya a pensar que por decir no-corpóreo se significa espiritual. Eso es cosa que siempre hacen los espiritualistas: se aprovechan de cualquier descubrimiento físico para darse brocha (Ojo, lector, ¿no hacen lo mismo estos ontológicos?, cf. p. 354, lín. 13 por abajo y siguientes). ¿Pensó alguien que esta materia equivalía a la nada, en el fondo? Pues se equivocaba de plano. Nuestro ontológico especial mundo consta de tres grandes emes. Tres, pero sin que sea un número místico; tampoco empírico a secas. Esos tres géneros son: M₁, exterioridad, lo que es percibido como realidad corpórea; M₂, el mundo de la interioridad, la propia y la ajena, a no confundir con la interioridad psicológica; M₃, por fin, alude a una dimensión ni exterior ni interior, es el mundo de los conceptos, de los objetos abstractos. Los tres géneros son inconmensurables. Ninguno de ellos es auténtica materialidad frente a los otros, que serían más espirituales. No; los tres son idénticamente materialidad. Nos quedaría ahora su combinatoria. Pero eso lo dejamos para ocasión más propicia. Siguiendo pues a Gustavo Bueno, se apunta así una manera de recuperación racional de la metafísica tradicional, pero desde el materialismo, es decir sin mala conciencia (hoy). Aunque a veces se me asemejan estas cosas a los prestidigitadores sacando sus conejos de la chistera –¡nunca he entendido cómo!–, el artículo de Vidal Peña –quizá por eso– es uno de los más bonitos de todo el libro.

A la Dialéctica se dedica el artículo titulado ‘Marxismo’ (Jacobo Muñoz). Tras el de Muguerza, que ocupa 20 páginas, éste es el más largo con 19 páginas. Ciertamente al marxismo se le ha atacado mucho, nos dice, ahora se le ataca también desde el campo de la filosofía analítica. Aquí se le defiende. Benedetto Croce lo «descalificó» por su «interrelación» de géneros; precisamente ahí es, por el contrario, donde está su propia especificidad, según nos informa Muñoz. El propósito central del marxismo está en la fundamentación y formulación racional de un programa de transformación de la sociedad, según averiguamos. La crítica «marxista» tiene un carácter básico de clase. Quienes, como los analíticos, prescinden del contexto genético para ceñirse al de validación, dejando de lado en su acercamiento ese punto, yerran. La teoría del modo de producción capitalista de El Capital comienza con un tratamiento cualitativamente nuevo de la crítica a la economía clásica. Por otro lado, el primer Marx temáticamente completo es el de los manuscritos de 1844. Nuestro autor, siguiendo a J. Zeleny, afirma que Marx desarrolla un tipo de análisis genético-estructural. Este Marx ha roto con la tradición galileo-cartesiana y ha enlazado con Hegel y con el Leibniz de la monadología –me pregunto: pues qué ocurre con el otro Leibniz–. En fin, cualquier entendido captará perfectamente las tomas de postura claras en contra del marxismo de nuestros días, es decir, el altuserianismo. ¿Y los demás?

El artículo sobre la Ciencia, trata, en verdad, sobre ‘El mito de la ciencia’ (Miguel A. Quintanilla). La ciencia se ha convertido en una forma actual de la religión. Hay que disolver este mito. No la ciencia, por supuesto, sino su mitificación. Parte del presupuesto de que la ciencia es la forma más desarrollada, compuesta y apreciable del saber. La raíz de aquella mistificación está en suponer esta ecuación: saber = sabiduría o conocimiento absoluto y definitivo. Pero, téngase cuidado. No es considerada como mítica la creencia en la objetividad y en el progreso de la ciencia, sino la creencia en una objetividad absoluta y en el carácter absolutamente progresivo de la ciencia. ¿Cuál es el criterio de objetividad? La objetividad científica es relativa y su línea de progreso no es única, ni hay garantía de que tal línea resulte la mejor. El mito de la neutralidad de la ciencia –tanto neutralidad ontológica: para nada depende de la metafísica, como la neutralidad axiológica: en sí no es buena ni mala–, se apoya en prejuicios: la ciencia se apoya sólo en hechos; los hechos son independientes de las teorías; entre hechos y valores hay un hiatus insalvable. Hay, sin embargo, un neutralismo ontológico –la ciencia habla de la realidad, por lo que acepta la existencia del mundo real y la metafísica tiene un valor de orientación e inspiración para la ciencia– y axiológica –se admitirá que para el desarrollo científico es necesario un clima cultural y la vivencia de unos valores– moderados. Pero, tal pensamiento es también un mito. Ha reducido la ciencia a su aspecto sintáctico de lenguaje, olvidando toda semántica y pragmática. En cuanto abandonamos el contexto lingüístico de la ciencia, podemos desvelar el carácter mítico de esas afirmaciones. Esos tres mitos, el de la objetividad de la ciencia, el de su progreso y el de su neutralidad, son complementarios. Si la objetividad de la ciencia es relativa, se debe a que no es independiente de una ontología materialista –como postula Quintanilla–, que es filosófica, no comprobable, no objetiva. Si el progreso científico es relativo, lo es al depender de un sistema de valores; más aún es intrínseco al progreso científico su carácter político y consecuencia del propio proceso a través del cual se crean valores y se justifican objetivos que comprometen el desarrollo futuro, no sólo científico, sino social, en general. La ciencia es valor y creadora de valores. El mito de la autonomía de la ciencia piensa que los factores internos de la ciencia, lógicos, son los únicos relevantes, sin que lo sean, por el contrario, los externos. Pero, no es así. ¿Dónde situar la ciencia: en la superestructura –Popper–, en la infraestructura –como piensan los partidarios de la revolución científico-técnica? La opinión primera es idealismo –las ideas son las que mueven a los hombres–; la segunda considera que la ciencia es una fuerza directamente productiva. Quintanilla prefiere volver a considerar a la ciencia como una parte de la superestructura social, que, en cuanto tal, estará determinada, en última instancia, por la base de la sociedad. No puede olvidarse el hecho de que la investigación científica está, en gran parte, promovida y financiada por la industria.

Al Análisis está dedicado el artículo ‘La filosofía analítica’ (M. A. Quintanilla, por fallo de quien se había comprometido a escribirlo). El autor, desde el horizonte de la oposición analíticos-dialécticos –tan cara en la joven generación de filósofos españoles– se propone darnos una breve información de tendencias, problemas y escuelas. ¿Se trata de ciertos modos de analizar problemas filosóficamente? No; es una cierta filosofía que funciona alrededor de tesis filosóficas de tanta sustantividad como las de cualquier otra filosofía clásica. Lo que la caracteriza no es el ejercicio del análisis, sino la intención de reducirse a este simple ejercicio. ¿Confinamiento lingüístico? No; una manera idealizada o formalista de entender las cosas, como si se tratara de niveles con autonomía completa y cuya relevancia filosófica se agotara en el estudio de las relaciones lógicas. ¿Antimetafísicas o ametafisicas? No; positivistas. La define así: «La filosofía analítica consistiría, en resumen, según nuestro criterio, en la clarificación (aspecto crítico) del lenguaje (y por consiguiente del conocimiento, científico o no) considerado como nivel autónomo de la realidad y escindido en parcelas incomunicadas (teoría y praxis)» (p. 24). Decía el director que se trataría de un artículo de relleno. ¡Qué sabrosos son a veces los rellenos!

Sobre la Filosofía española hay uno de los grandes artículos: ‘Pensamiento filosófico español’ (P. Ribas). Bueno, al decir grande, quería calificar así a los once grandes artículos que quieren ser la osatura del libro. Es una panorámica de periodista –a lo sumo– de la filosofía española. Curiosamente reivindica a Unamuno –aunque sólo sea por el respeto con que lo trata– y denigra a Ortega, el filósofo de la ascendiente filosofía industrial. No dudo de que sea así como dice nuestro sabio autor, pero, gracias a Dios, los numerosos volúmenes de sus obras contienen muchas más cosas. Nuestro autor trata a Ortega con unas palabras que han impregnado de olor a azufre para «epatar» a los tontos –supongo– y se queda tan pancho. Eso es una majadería. Señores lectores, juzguen ustedes por sí mismos. Hablando de la revista Cruz y raya afirma: «…es una publicación católica, pero de gran independencia». ¿Se han fijado en ese sabrosísimo «pero»? Ya les decía. Estas páginas huelen a azufre rancio. No piensen mal de mí. Ese olorcillo nuevo y regocijante surge por doquier. Quédense tranquilos los señores lectores: nuestro autor parece tener unas terribles ganas de ser «in». Sepan que la revista Escorial, tiene por nombre el de un monasterio. Y utiliza nuestro sabio autor en un momento la expresión de «filosofía científica». ¡Quién lo hubiera dicho!

Sobre la Praxis tenemos el artículo titulado ‘Filosofía de la praxis’ (F. del Val). El motor de la historia no es la lucha de clases, sino el desarrollo de las fuerzas productivas donde se dan las condiciones para la aparición del proceso revolucionario. Siguen luego largos párrafos para ver cómo hemos de entender ciertos puntos de Marx. ¡Cuidado! no vaya a entenderse lo de las fuerzas productivas como si se tratara de la tecnología. Ya se sabe, los consabidos golpes de timón y de hisopo para no caer en la scila de los richtanianos ni en las caribdis de los altuserianos. ¿Filosofía de la praxis? Supongo que sí, cuando ese es el título. Pero, sobre todo, una comprensión desmarcadora de Marx. Parece que continuamente se dice: nadie piense que yo soy como esos. Señores, muy aburrido. Le traen a uno la cabeza loca con tanta monserga.

Del Nihilismo trata el artículo titulado ‘El pensamiento negativo: del vacío a los mitos’ (Fernando Savater). Debo reconocer aquí una secreta debilidad por este autor. Justo es, pues, confesarlo públicamente. Tiene este hombre la facultad admirable de desvelar lo que estaba oculto, de buscar las vueltas de muchas complacencias. Es quien, cuando tomamos las copas de la charlatanería magnánimamente segura de sí, nos advierte con sorna que nos olvidamos los pantalones en casa. Nos pone enfrente un espejo donde siempre aparece la figura de nuestras benditas seguridades, de nuestras inconfesadas ansias de poder, de nuestra pequeña ridiculez empecatada, de la cerrazón de nuestra sabiduría. Con otros escritores se está en acuerdo o en desacuerdo, y aquí no ha pasado nada. No ocurre así con Savater. Algunos, muchos, se ponen rojos de indignación y de desprecio al leerle. Otros, entre los que me incluyo, sienten una terrible desazón provocada por un «no sé qué» de muy difícil denominación. Se diría que, dejando aparte la propia entidad de sus afirmaciones, cumple con el lector el papel de relevador de lo que éste lleva como secreto temor, como terrible sospecha: la de que se toma en serio y oficializa como verdad algo que es una máscara, ocultadero, además, de muchos intereses desconocidos y rechazados. Nos hace patente la sospecha de que la «racionalidad» es una coartada, el gran engaño de los establecidos, de los que aspiran a serlo, la pistola con la que nos servimos para impedir que surja «lo demás». Bueno, perdóneme el lector este desahogo en lugar de cumplir con mi obligación, que era la de presentar el artículo de Savater. Léalo cada uno para sí. No perderá su tiempo, por precioso que lo diga.

Al Arte se dedica el artículo ‘Filosofía del arte’ (Valeriano Bozal). En él, tras una pequeña introducción donde, a través de Baumgartner y Kant, pasamos de la estética a la filosofía del arte, es decir, llegamos a Hegel, desarrolla el autor su artículo siguiendo a éste último. Lo hace en dos partes. En la primera busca la especificidad del arte, en la segunda trata de la articulación entre el arte y el medio. Lo importante parece ser no la captación intuitiva de una actuación o personaje por el autor –como defendería Lukács– sino que la especificidad del arte parece estar en que –como asegura Della Volpe– el conocimiento peculiar que representa lo es a través de la propia producción artística. Lo importante está, así, no en el sujeto creador, sino en el objeto creado, no en la inspiración, sino en el lenguaje artístico. El lenguaje es, pues, lo específicamente artístico. El artista utiliza un material que no es la realidad sino que ya es un lenguaje. Su lenguaje es un metalenguaje que no elimina, como el científico, los aspectos comunitarios, antes al contrario los valora al máximo, juega con ellos, pero de una manera precisa, convirtiendo ese juego en una forma de autoconciencia –como ya Hegel dijera antaño.

Nos quedan todavía dos de los grandes artículos; por ser los últimos, seré breve. El primero es el llamado Estructuralismo (Eugenio Trías). Dos cosas, simplemente, está bien hecho pero nadie puede decir que sea introductorio, para colmo, no lleva ninguna bibliografía. El último, ¡por fin!, sobre Religión está contenido en el artículo titulado ‘Filosofía de la religión’ (Javier Sádaba).

Ya no se puede seguir. Son demasiadas las cosas contenidas en el diccionario. De entre los artículos cortos, hay algunos muy buenos, por ejemplo el dedicado a las Matemáticas (Jesús Fortea), otros, como era de suponer, no tanto. Algunos tienen una estupenda bibliografía, otros algún título que otro o, simplemente, ninguno, por ejemplo el titulado Mito (Celia Amorós), o el de Positivismo Jurídico (Liborio L. Hierro). Cosas que pasan.

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El amable lector, si es que ha llegado hasta aquí, se preguntará a qué viene la tartuferia del primer párrafo de estas líneas. Su astucia, sin embargo, le habrá hecho caer en cuenta de la frase en bastardilla con que comienza el segundo párrafo. Una cosa es lo que cree tener entre manos quien compra este libro, otra la intención de quienes lo compusieron, otra tercera lo que opinan quienes lo leen. Me explico.

Quien lo compra lo hace con la ingenua pretensión de que, al abrirlo, se ha de encontrar con un diccionario de filosofía como hay otros. Espera que algo distinto, nuevo, habrá, puesto que es diccionario de filosofía, sí, pero contemporánea. Sin más lo mira y remira y se llena de gusto ante lo bien que está editado, como ya dije.

Quienes lo realizaron tenían pretensiones muy distintas, al menos a juzgar por lo que nos pusieron entre manos. Quisieron dar un campanazo: que la nueva filosofía de los llamados jóvenes filósofos entrase por la puerta grande del desafío y –quizá– de la insolencia. Vosotros creísteis que eso era filosofía. Pues sabed que no es así. Aquí estamos nosotros para demostrarlo. Esperabais consuelo y tranquilidad. Pues bien, aquí estamos nosotros para reírnos de esa actitud en la que quisisteis sumirnos. La filosofía atraviesa momentos de lucha, de tensión, de contradicción, y nuestro libro será lucha, tensión y contradicción.

Me parece perfecto que así lo hayan querido. Cada uno es libre de hacer lo que le plazca en estos campos –y en muchos otros también. Incluso me parece importante –como dice Quintanilla en la presentación– hacerlo así: «si queremos salir de una vez de la colonización cultural que padecemos, es hora ya de que nos tomemos en serio a nosotros mismos y nos escuchemos unos a otros».

Ortega –uno de los pocos, muy pocos, filósofos españoles desde hace mucho– tituló uno de sus libros En torno a Galileo; no «Galileo». ¿Por qué el que ahora traemos entre manos no se tituló «A manera de diccionario de filosofía contemporánea»? Ortega tenía un fino sentido del humor.

Porque, claro, muchos pueden protestar sintiéndose engañados ante lo que compraron. Siempre cabe decir: ¡qué no lo hubieran hecho!, ¡al fin y al cabo, no se merecen otra cosa! Quien quiera decirlo, que lo diga. Pero así se va muy cerca.

Con todo, hay otra cosa que me parece mucho más importante. Lo único que hubiera merecido la pena decir. Como impresión general, nos enfrentamos con un libro que está en el paso de una filosofía de penenes a una filosofía de catedráticos. Es un libro que está en el paso de una filosofía esclerotizada del pasado a una filosofía del presente. Pero, me pregunto, ¿será esa la filosofía preñada de futuro? El futuro –perdone ahora el lector el acento pedante que está tomando el recensor– no se construye ni con calzoncilladas para quedar muy moderno y muy en lo ultimo, ni con interminables y estériles disquisiciones sobre la ortodoxia, por más que esa ortodoxia sea la marxista. Mi impresión es que ambas se encuentran con abundancia en este diccionario. Pero, de distintas impresiones está poblado el mundo.

Alfonso Pérez Laborda