La música del toro
Pocos saben que Spengler estuvo en España. No sé exactamente cuándo fue, pero se lo hemos oído contar al propio García Morente, una de las contadísimas personas que fueron advertidas por el escritor alemán.
Spengler se ocupaba entonces –debió ser en los últimos años de su vida– de las variedades de quesos como índice de no se sabe qué recónditos secretos de cada “cultura”. Durante su estancia en Madrid hizo varias comidas exclusivamente de queso: los olía, probaba, tomaba notas…
Sus pruebas en Madrid le confirmaron en sus opiniones sobre España: los quesos españoles correspondían a su juicio a la varia genuinidad de nuestra “cultura”.
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El Profesor Stroux, catedrático de latín en Berlín, viajaba el otoño pasado por España. Asistió a la última corrida de la temporada, una novillada grisácea. No importa: la plaza de Madrid estaba llena y, a pesar del tamaño, tenía ese aire entre de tertulia burguesa y choteo que toma para las novilladas.
Tuvo el Profesor la suerte de ver la fiesta desde el palco en que estaba el gran José María de Cossío, quien explicaba lo que merecía la pena. Le habló entre otras cosas del poema latino de Juan de Iriarte sobre los toros, y le dijo: —“¿Cómo diría usted en latín “torero”? Iriarte le llama “tauropolemista”.
Muy interesado, el profesor Stroux preguntaba por detalles y se hacía explicar incidentes. Se produjo un abucheo, y a la urgente curiosidad del profesor, Cossío, saltándose intérpretes y lenguas intermedias, explicó:
—“Tauropolemista metus habet”.
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La morada de aquel embajador oriental en Madrid era un verdadero Museo. Pocos artistas españoles dejarían de estar representados en ella. En cierta ocasión, amablemente invitados, se reunieron en su casa algunos escritores y amigos, entre los cuales se encontraba don Eugenio d'Ors.
El embajador les fue mostrando, una por una, todas las obras de su magnífica colección. Llegaban a un cuadro, y el embajador rubricaba con un monosílabo:
—¡Admirable!
Llegaban a otro cuadro o a una estatua y el embajador repetía:
—¡Insuperable!
Y así ante todos los demás… Pero llegaron ante un busto, obra de Benlliure, representando la vera efigie del señor embajador, y D. Eugenio se anticpó al monosílabo de ritual:
—¡Inevitable!…
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Un amigo nuestro, profesor, habló por primera vez con otro amigo nuestro, el buen poeta Luis Rosales.
A su vuelta nos contó la primera impresión:
—He hablado con Luis Rosales: es admirable, sesea, cecea, tiene la che prepalatal, la aspiración… ¡Un muestrario de fonética!
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Según la consabida definición de los malos estudiantes, el catedrático viene a ser “un vertebrado perteneciente al género de las fieras, inofensivo casi siempre, excepto en los meses de mayo y junio, en que se reúne con otros en grupos de cuatro o cinco para atacar al hombre”. En realidad no es tan fiero el león como lo pintan. He aquí una anécdota de nuestro sin par don Francisco Maldonado que podría justificarlo.
En unos exámenes de Estado, de cuyo tribunal formaba parte, tocóle en suerte a un examinando, sargento por más señas, hablar de Santa Teresa.
—Santa Teresa –empezó a decir el reo– puede decirse que nació en Granada…
La cosa era como para echársele encima; pero rápidamente Maldonado, en el tono más beatífico y paternal, bajando un poco la voz, le interrumpió para aconsejarle:
—Puede…, pero no debe decirse.
En el próximo número: Eugenio d'Ors, Soneto; Juan Aparicio, Salamanca, ciudad difícil; Rafael Laffon, Dos romances; Camilo José Cela, un capítulo de la novela “El capitán Jerónimo Expósito”; José María Junoy, Los bodegones de Lazarillo; y otros originales de Antonio Tovar, Francisco Maldonado, Manuel García Blanco, Rafael S. Torroella, Alfredo de los Cobos, &c.
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