Filosofía en español 
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Gonzalo Anaya

“Notas de estética menor”
Pros y contras de un trabajo de Díaz-Plaja
Vigencia cultural y sensitiva del cine

Guillermo Díaz-Plaja publicó unas notas que él llamó de estética menor, bajo el título “El engaño a los ojos”, y en el prólogo señala exactamente la función de esas páginas dentro del campo estético. Él no ha pretendido ir más allá en su propósito de reunir ciertas notas previas a un tratado sistemático de las cuestiones estéticas. En su trabajo abarca varios temas: por mi parte he de ceñirme al comentario de aquella que él denomina “Estética del cine mudo”, con el fin de seleccionar los elementos aprovechables y dar el primer paso para un tratamiento más vigoroso de la cuestión. De paso señalaremos los aciertos y errores y la articulación de ciertos problemas.

Si queremos llegar a detallada valoración, hemos de hacer un análisis minucioso de la obra, que, dicho sea de paso, lo merece por ser el primer tratado que en nuestro idioma ha aparecido abordando las cuestiones estéticas del cine con la profundidad especulativa que requieren. Yo no diré que toda elaboración sobre estos temas ha de arrancar forzosamente de la “Estética del cine mudo”, de Díaz-Plaja, ni que éste haya marcado totalmente las líneas generales de la cuestión, pero sí mantengo que es un primer antecedente forzoso de consultar por la gran cantidad de sugestiones y puntos de vista que trae al problema, además que, sin divagaciones ni rodeos, ha señalado lo fundamental, y en buena parte ha dado un perfil bastante logrado del tema. Nos ha traído, además, una visión de conjunto, amplia, extensiva, no intensiva, señalando lo emergente, aunque no haya profundizado para conocer las relaciones entre esas emergencias mismas.

Díaz-Plaja ha escrito, pues, una estética del cine mudo. Y si hubiera suprimido el adjetivo, a mí me parecería mucho mejor; alguna reserva le ha conducido a lo del cine mudo, y posiblemente una pequeña inseguridad intelectual le ha llevado a añadir lo de mudo o a no atreverse a quitarlo. Este adjetivo ahí colocado a la zaga no es una cuestión baladí, al menos así se me antoja, por lo que tiene de síntoma. Al autor, en hora de debilidad, le ha asustado el elemento fónico incorporado al cine, quizá por el error, tan extendido, de que la palabra añade al cine un elemento literario irreductible a lo visual. Hoy habrá llegado el autor a una claridad en la delimitación. Cine mudo y sonoro son dos denominaciones válidas históricamente: en cuanto a la esencia, ambos son iguales. No hay, por tanto, más que una sola estética. Sin embargo, algo añade el elemento fónico al cine mudo; añade todo aquello que implica variación en los medios narrativos: más subrayemos que los medios narrativos no afectan a la esencia cinematográfica, que es la imagen visual en movimiento como soporte esencial de valores, como ya dijimos. Eso sin contar con que no se puede identificar lisa y llanamente lenguaje y literatura. Esto por lo que respecta al título y a la actual vigencia de las reflexiones.

Incluye el autor en el prólogo a la cuestión cinematográfica algunas causas de su alejamiento de este campo y aunque sean de carácter privado las traigo aquí, porque ellas aciertan a dar en el blanco de muchas idénticas inquietudes. Advierte la falta de crítica para “el máximo espectáculo de nuestro tiempo”, señalando con ello el relevante papel del cine en lo sociológico y educativo. Registro también una advertencia suya que es lástima haya caído en el olvido e indiferencia: la necesidad de ir formando una cinemateca de las obras que marcan etapa en la historia del cinema, rescatándolas de su destrucción. Señala también como causa de la falta de una auténtica crítica la fungibilidad de las obras de arte del cinema. Esta no es una verdadera causa porque ésta cae del lado psicológico del crítico y porque la crítica responde a una necesidad intelectual del momento y no a una exigencia de pervivencia dentro de los marcos de la literatura. Sin embargo, la he señalado porque no es él quien únicamente ha sentido esa funcionalidad de la obra de arte cinematográfica: esta consideración está muy extendida y ha servido para hacer hincapié incluso como privación estética del cine; y ello porque no se ha sabido separar la materia artística de su soporte material; la suerte de éste en nada afecta a la validez de aquella.

La situación del cine dentro de la historia del arte o de los movimientos estéticos del siglo me parece una gran contribución al estudio del fenómeno cinematográfico, porque gracias a eso podemos apreciar la influencia del cine en las demás artes. Siempre que se habla de influencias se piensa en lo menos importante, tal el ritmo que el cine aporta a la novela, más no hemos de verlo en estas pequeñas cosas. Hay otro aspecto más interesante que el autor ha sabido señalar; me refiero a aquel de volver a la visión plástica de las cosas, de revalorizar el perfil físico de los objetos en contra de un exagerado intelectualismo y un desmesurado afán de trascendencia, provocando así una rápida vuelta al plano normal que antes era rehusado indefectiblemente. Cierto también que el cine ha devenido en tremenda preocupación psicológica corriente atenuada de lo intelectual, impulsado naturalmente por los mismos resortes con que cuenta tal el primer plano, que fácilmente puede reflejar la fisonomía espiritual a través de sus análisis, pero estos análisis psicológicos no buscan el simbolismo retorcido, sino la expresión más directa y natural de un cuerpo y un alma. Por esta misma revalorización hemos llegado también a la exaltación de los valores vitales y de puras actitudes somáticas. Es esta, además, una cualidad que ha de acompañar a los caracteres cinematográficos entre algunas otras. No hay que olvidar que todo autor va unido a una fortaleza, desenvoltura, belleza, gracia animal, elegancia del gesto, &c., que juntamente con sus cualidades psicológicas, delimitan el carácter.

Sin embargo, desde que leí por primera vez al libro de Díaz-Plaja me pareció excesiva aquella afirmación suya: el cine sustituye una cultura intelectual por la sensitiva; lo exagerado es el término sustitución, porque la sustitución implica pérdida de vigencia en el ámbito humano y esto, referido a la cultura intelectual, me parece improbable, ya que nuestra misma vida se asienta sobre bases intelectuales. Incluso el mismo cine, a lo largo de su evolución, ha venido demostrando lo contrario, es decir, la inclusión del cine dentro de una esfera marcadamente intelectual: piénsase en el cine netamente europeo y en el americano que siguió la corriente de Murnau, tal Vidor, Borzage y, posteriormente, Lubitsch y Capra, también europeos.

No podemos negar que el cine es un fenómeno cultural que entra por los sentidos, pero aún con todo esto dentro de preocupaciones intelectuales, ya sean problemas humanos, ya inquietudes estéticas. Los elementos sensitivos son en el cine, como en la pintura, un plano, una incitación para la aprehensión de valores más altos; lo sensitivo se subsume, por decirlo así, bajo complejos superiores, tal la tesis, el ritmo, la acción, &c. Otra cosa es la frase aquella de Béla Balázs: el hombre vuelve a hacerse visible. Los destinos y conflictos internos del hombre son ahora mostrados al espectador, pero con ello entramos en el problema de la realidad, que trae implicado otro, el de la esencia del cine.

La consideración del cine como un hecho de cultura lleva a Díaz-Plaja a estudiar la esencia de este arte. El hecho fundamental del problema lo ha visto con singular claridad, bien que no haya profundizado en el estudio de esos mismos elementos. Define el cine como “el juego de una plasticidad móvil, válida por sí misma o por la jerarquía emocional que le otorga la acción”, y a continuación asegura la independencia de esta plasticidad expresiva de todo otro arte. He aquí un buen punto de partida para la elaboración de una estética del cinema. Sería necesario ahora definir y apreciar esa plasticidad, el movimiento o ritmo de ella y estudio de la acción. Surge de aquí el problema de las categorías estéticas, que en su definición quedan casi por completo señaladas. Son éstas: tiempo, espacio, ritmo, acción expresiva, luz y sombra y plasticidad. Quede esto para otro trabajo más amplio.

Acto seguido el autor afirma que el cine se basa en la imagen y realiza una catalogación del mundo. Díaz-Plaja debió haber añadido que esta catalogación del mundo se hace con arreglo a una jerarquización. No puede haber catalogación posible; catalogar es clasificar sin un criterio, y merced a éste se jerarquiza y distribuye el espacio cinematográfico. Es más, el que Díaz-Plaja afirme un poco más adelante, citando, unas palabras de Epstein, que los objetos tienen aptitudes, que los árboles gesticulan, que las montañas resaltan y que cada accesorio es un personaje, nos hace suponer que existe una disposición inteligente o artística o expresiva de los objetos con arreglo a normas que sólo ellas hacen posible la expresividad de los objetos componentes. Estamos de acuerdo con el autor cuando dice que hombre y mundo circundante son objetos al mismo nivel, pero esto no supone que no exista jerarquía alguna. Jerarquía hay siempre, porque tiene que existir un criterio selectivo; lo que mejor se podría decir afirmando que no hay una constante y absoluta prioridad del hombre sobre los objetos del mundo circundante y en la no existencia de prioridad se revela la presencia de la jerarquía. Esto lo explicamos aclarando que no hay prioridad basada en la naturaleza, sino en la expresividad; los objetos se distribuyen en el espacio cinematográfico según el grado de intensidad en la expresión, ya sean hombres u objetos inanimados, y esto constituye la jerarquía, que es, a su vez, fundamento de la emoción estética. Todo esto lo encontramos más adelante expresado por el autor mismo: lo que señalo es, pues, una falta de articulación dentro del problema.

Un tratamiento minucioso de la cuestión nos lleva a distinguir por un lado lo que llamaríamos expresividad, y por otro, los medios narrativos. La expresividad se define como la propiedad que tienen los objetos de asumir una actitud y definirse respecto al conjunto como una unidad llena de sentido emocional. Los medios narrativos son elementos que el cinematografista usa para decirnos su mensaje, diríamos usando un tópico aquí ajustado. Los ensayos no suelen contener definiciones, más bien éstas convienen a un tratado sistemático; por ello no las encontramos en el trabajo de Díaz-Plaja; son obra de un tratado ulterior.

Cuando este autor habla de la expresividad, separándola de los medios narrativos, distingue dos elementos fundamentales en los objetos cinematográficos, que son lo que los objetos son en sí mismos y lo que son con relación a la acción; es decir, valor plástico y valor expresivo. Esta distinción es fundamental para entender que los objetos reflejados en la pantalla son bellos por sí, siempre que reúnan unas mínimas condiciones con relación a la luz y sombra, situación en el espacio, duración de la presentación; estudio éste de las categorías cinematográficas. Y por otra parte, los objetos expresan algo, se valoran por su actuación en el conjunto, perfilan unos sentimientos. Modernamente, el cine ha llegado a finísimas valoraciones, ya que idénticos objetos expresan, en distintos momentos de la acción, sentimientos opuestos o afines, según la situación del protagonista al relacionarse con su nueva presencia. Sin embargo, Díaz-Plaja, al tratar de la expresividad, ha separado la del rostro humano de todo objeto. Bien está que en el capítulo de la expresividad haya incluido los objetos inanimados y las manos, mas no vemos la razón de tratar separadamente la expresividad del rostro. Están dentro de una misma línea; lo que ocurre es que las posibilidades son mucho mayores en rostro, cuerpo y manos, porque mientras a los objetos hemos de inyectarles un matiz sentimental en función de la acción, ya que por sí solos, como más arriba queda dicho, nada expresan; por el contrario, el rostro es, aislado de todo, capaz de indicar variaciones sentimentales y es él quien nos denota el matiz sentimental: y otro tanto ocurre con las manos, aunque su riqueza expresiva sea más limitada.

La razón que ha impulsado al autor a separar el estudio del rostro de los objetos y manos no puede haber sido otra que la de asentar el hecho cinematográfico en la misma raíz mímica humana universalmente inteligible, poniéndola como fundamento, en su aspecto cuantitativo, de distinción del teatro. Cosa que por otra parte no me convence, por la misma imprecisión de los límites entre cine y teatro y porque con esto deja a un lado el elemento literario y visual, que son a mi juicio los fundamentos de toda distinción. Con aquella distinción se cae en un error, y es que el cine, cuando en sus primeros momentos usaba y abusaba de gestos patéticos y desmesurados, era teatro, y sin embargo, no era totalmente teatro. Aparte de que quizá haya otra razón para separar el estudio del rostro del de las manos y objetos, y es ésta la deshumanización del gesto. Teoría a la que encuentro varios reparos.

Hay un primer puesto de arranque que Díaz-Plaja quiere asegurar: estudia el gesto, mímica del rostro humano y después las actitudes de los objetos y manos como algo separado del hombre y, por tanto, lo considera todo ello como gesto, pero fuera del hombre, deshumanizado. Esto así, tan a la ligera, parece con fundamento, más cuando nosotros consideramos que todo objeto que aparece en la pantalla es representante de un sentimiento y que el espectador mismo le otorga un matiz sentimental en función de unas determinaciones del protagonista o en último caso del director, hay una evidente humanización e incluso cuando la mano vive y se alegra por sí misma la mano representa al rostro y a él es equivalente. El que objeto y mano tengan vida independiente y llena de sentido es una clara prueba de humanización. Ahora, si Díaz-Plaja quiso decir que los objetos expresan también sentimientos humanos sin ser hombres, lo que les hace aparecer como mímica sin soporte humano y a eso es a lo que llama deshumanización del gesto, y no puede ser otro el sentido de sus palabras, es indudable que para que haya deshumanización ha de haber antes una profunda humanización y que es más importante señalar la humanización que la deshumanización, porque es aquélla la primera y el fundamento de ésta. Y yo diría, como ya lo afirma también el autor, aunque sin una articulación más exacta, que cuando los objetos expresan, se animan y viven por sí solos es porque se ha alcanzado una fina matización sentimental que les permite asumir expresiones sin la necesaria presencia del hombre entero y total. Señalemos como mérito del autor dos preocupaciones del cine: economía del gesto y evitación del melodrama en lo visual, que traen una sugerente alusión a lo psicológico. Esto tiene importancia porque es posible estructurar parte de una estética del cine dentro de cauces estrictamente psicológicos. No es difícil mostrar con un libro de Psicología en mano cómo el cine aprovecha todos los elementos de la vida psíquica y en modo alguno se aparta de ellos.

Considerado ya lo referente a la expresividad, vamos ahora a los medios narrativos. De ellos trata el autor con una justeza tan exacta, que estas solas páginas justifican todo el libro. Los apartados dedicados a lo que el autor trata en la ordenación en el tiempo y selección en el espacio son elemento básico para toda estética del cinema. Distingue imagen de acción; a aquélla asigna un valor sensible; a ésta, un valor espiritual. La acción ordena las imágenes e imprime a cada una de ellas su valor lógico y emocional. La acción justifica la existencia de cada imagen y la llena de sentido, que es tanto como de contenidos sentimentales. Afirma que la acción no trabaja sobre la imagen, sino sobre el plano. Existen aquí algunas cuestiones a dilucidar, como las relaciones entre cada imagen y el plano de que forma parte y luego además las relaciones entre los planos y el film total. Relaciones que no son precisamente de mera yuxtaposición temporal; sería conveniente aclarar las relaciones de la duración cinematográfica y la duración real y de la sucesión de los acontecimientos reales y de los mismos expuestos en el cinema y cómo estos últimos están sometidos a la formación de un todo lógico y formación de un conjunto interesante. Dentro de este mismo capítulo trata el autor una cuestión de enorme actualidad. El problema del film como una confesión. Díaz-Plaja reconoce que esta sustitución es difícil de alcanzar y de mantener a todo lo largo de una cinta. Esto, en los últimos tiempos, y con una brillante iniciación en “Rebeca”, ha sido usado en todas las cintas; recordemos “Que verde era mi valle”, “Lydia”, “Si no amaneciera”. Advirtamos que el comentario tiene a veces una belleza impresionante, subraya algo que al espectador podría pasarle desapercibido o nos explica un paisaje en función de un alma o añade un puro elemento descriptivo de naturaleza fónica. Alguien ha dicho que cuando la palabra sustituye a la cámara hay un signo de evidente incapacidad por parte del expositor y un falseamiento de la naturaleza del cine. Este es un problema que dejamos para otro lugar.

Ligado con este problema y dentro de la narración, estudia el valor de la cámara, que especialmente tiene para él un valor espiritual de descripción que ante todo enseña a ver, aunque este aspecto último el autor no lo señale va implícito en su concepto de organización selectiva del espacio con arreglo a un criterio estético. Existe además un estilo cinematográfico impuesto por los medios narrativos del cinematografista. Señala también la función de la cámara con arreglo a las dimensiones espacio y tiempo y en esta consideración hemos de incluir algunas reflexiones.

Las dimensiones espacio y tiempo han determinado por una parte el primer plano y último término, como el autor llama a esto que actualmente se denomina la panorámica, y por otra parte el ralentí. Opone primer plano y ralentí como la sublimación de la estática y de la dinámica. La valoración de Díaz-Plaja sobre estos dos extremos se hace desde un plano estético, no desde un punto de vista psicológico. Sin embargo, es necesario tomar este último aspecto porque de otra forma no se entiende la ausencia del ralentí en la proyección ordinaria. Si el ralentí, microscopia del movimiento, no se incluye en los medios expositivos es porque lejos de concordar con un movimiento psicológico del espectador, lo desnaturaliza. Si por otra parte el cinematografista usa del primer plano, no es porque estéticamente sea más rico, sino porque se pliega obediente a un proceso psicológico que va desde lo más externo y superficial a lo más íntimo, al acrecentar el interés por los cambios anímicos buscando la máxima hondura en la expresión. Este soporte psicológico en la explicación de lo cinematográfico es necesario, ya por la obligada congruencia entre la cinta y el espectador, ya porque la recreación que el espectador hace de la obra, proceso de naturaleza estética, se basa en postulados psicológicos. Sin que yo intente reducir lo estético a psicología, este factor en este tipo de explicaciones no debe abandonarse.

En este mismo semanario he planteado el problema de la realidad que el cine trata de reflejar y la sustancia artística de este cine que se basa en esta pura realidad. Aquella deformación de la realidad que el arte ha postulado desde siempre parece que en el cine no se cumple. Mas esto es sólo, decía yo, aparente, porque el cine articula la realidad dentro de esquemas ficticios. Y en estos esquemas ficticios encontraba yo la entraña artística del cine. También el autor de este ensayo que comento ha entrevisto el problema, pero él ha sido más radical, porque ha considerado que esta realidad es bella por su pura presencia física; y no ha querido pasar de aquí. Mas en esto veo defecto, porque es indudable que partiendo de aquella dualidad (que el autor señalaba y que aparece en este trabajo más arriba, me refiero al doble aspecto de los objetos: valor plástico y valor expresivo, clara referencia al objeto en sí mismo y al objeto interpretado en función del conjunto), si subrayamos el valor plástico es casi seguro que olvidando ese valor expresivo desnaturalicemos la esencia artística del cine. Es más: yo no afirmo con Díaz-Plaja que la deformación de la realidad, fuera de las tres excepciones por él señaladas, sea un signo de deficiencia artística. Deformar es necesario y difícil en arte, piensa Díaz-Plaja; lo conveniente sería ahora que nos fijara los límites precisos de esa deformación: porque a a mi entender la deformación alcanza a todo menos e las formas materiales de los objetos, que esto es lo que parece que consuena en las líneas del autor, ya que ello no es posible sin que los objetos dejen de ser tales. El autor, fiel a su principio de considerar la realidad bella por sí sola, trata de asegurar su pura realidad incambiable e independiente de deformaciones. A mí entender, no debe asustarle la deformación si atiende a ese otro aspecto del objeto que es la expresividad y por el cual toda deformación, cualquiera que sea, es lícita.

También, entre otras cuestiones, ha abordado Díaz-Plaja la de la relación del cine con las otras artes. Ha visto claro que una cosa es la afinidad del cine con las demás artes y otra bien distinta la de su independencia. De él son estas palabras: “ya que todo lo de los otros géneros se da en su campo, es accidental a su esencia pura”. Sus afirmaciones no admiten duda. Lo que corrientemente no se ha sabido asegurar, porque ha sido y es frecuente al ver el conjunto de semejanzas no asignarle o no saberle asignar esa independencia. Aun incluso él mismo, que lo ha mantenido con energía, no ha podido evitar una caída al establecer una comparación con el teatro en el estudio que hace de la evolución del gesto.

En sus consideraciones se advierte un forcejeo por independizar el cine del teatro, mas no lo alcanza totalmente porque se ha circunscrito a un estudio de la evolución histórica del cine, lo que le ha suprimido claridad en la cuestión de la esencia. En el proceso que el cine recorre desde un gesto desmesurado hasta la máxima simplificación --máxima expresión en mínimo gesto--, fundamenta la diferenciación del cine y teatro. Sin embargo, por el camino de la evolución no se alcanza el propósito, porque entre un gesto amplio y otro mínimo hay una diferencia cuantitativa, diferencia de grado, que es insuficiente criterio para una distinción, ya que entonces, en una determinada época, cine y teatro fueron lo mismo, y por más que registremos momentos paralelos por imitación, cada uno siguió siendo distinto. Hay que buscar por otro lado. La diferenciación en el gesto es un efecto externo de su esencia; no es, pues el gesto el índice de diferenciación, sino la esencia. El cine se vale de la imagen; el teatro, de la palabra. La imagen cinematográfica puede ser acercada o alejada a voluntad y la del teatro permanece siempre alejada. Aquí los gestos serán desmesurados, por su propia función subrayadora, que han de hacerse visibles y los diálogos limitados; allí, en cine, los gestos mesurados por su función expresiva y los diálogos señalan el matiz dentro del sentimiento. Se me dirá que esta tendencia del cine hacia una más profunda humanidad la hallamos a lo largo de la evolución cinematográfica: cierto, porque lo que acontece es que el cine halla su pureza artística a lo largo de su evolución, pero la distinción del teatro se halla ya inclusa en la primera cinta de los Lumière. De no ver como dos cosas distintas la evolución histórica, que es un proceso, y la esencia, que son unos caracteres hemos de renunciar a entenderlo todo. Sin embargo, Díaz-Plaja trae a sus páginas la teoría de Bragaglia como justificación de su aserto y frente a este artista italiano afirma la distinción entre cine y teatro. Con la negación de la teoría de Bragaglia vemos su deseo de independización del cine, por más que haya un punto débil en su justificación.

Hay otras cuestiones en el libro de Díaz-Plaja, y mis consideraciones podrían prolongarse casi indefinidamente; ello demuestra que este libro ha cumplido su misión. Misión de promotor de cuestiones, que es, además de lo ya apuntado, su dimensión más interesante y fecunda.