Filosofía en español 
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Aventura del Pensamiento

Libertad y planificación
(el tema central de nuestra época)

Por Luis Recasens Siches

El conflicto entre la libertad y el crecimiento de las normas de planificación es uno de los dramas más agudos que atraviesa nuestra época. Pero es necesario buscar a este problema una solución satisfactoria y que sea visible prácticamente. El intento de superar la colisión entre los valores humanos (presididos por la dignidad ética individual) y la necesidad de reorganización y ajuste social, que parece ser exigencia perentoria de la actual fase histórica, constituye la tarea más urgente de este tiempo. Constituye la preocupación capital para las gentes que no se resignan a perder el patrimonio de la civilización occidental, pero que a la vez se dan cuenta clara de cuál es la situación efectiva del mundo en que vivimos y de las necesidades ineludibles que ésta impone –necesidades que apremiarán todavía con mayor urgencia después que las democracias hayamos ganado esta guerra en defensa de la humanidad. En caso de que, después de establecida la paz, la planificación resultase inevitable, hay que buscar el procedimiento de hacerla compatible con la libertad. He aquí, pues, el tema de varios estudios recientes, entre ellos de un libro de Mannheim,{1} algunas de cuyas ideas me propongo comentar más adelante, en este artículo.

Nuestra época es un período de crisis, de enorme crisis, de la crisis acaso más profunda que registra la historia. Es así, efectivamente; es un hecho real y no una exageración ocasionada por la proximidad de la perspectiva, que exacerbase la sensibilidad. Un examen atento de la realidad actual permite afirmar que el proceso de nuestra época no es tan sólo uno de los muchos cambios históricos de gran volumen, como otros mayores o menores acaecidos en el pretérito, antes bien entraña una crisis de carácter extraordinario. No se trata solamente de un desajuste social, económico y político; es desde luego esto y en alto grado, pero es también algo más: es también una crisis que abarca la totalidad de la vida, de la sociedad, y de la cultura del mundo occidental, y, de rechazo, por el papel protagonista que éste ocupa, puede decirse que del mundo entero.

Esta crisis implica el hecho de que una serie de convicciones y criterios estimativos, que efectivamente habían regido la vida moderna y funcionaban como armazón de ella, han perdido su vigencia en la sociedad presente, sin que hayan sido sustituidos, en la realidad, por un nuevo sistema articulado de normas, establecido ya de modo firme en la conciencia de las gentes. Y así, la vida de hoy, en sucesión desordenada y tumultuosa de convulsiones, nos produce a veces la impresión de que marcha a la deriva, sin directriz ni timón, y de que muchas de las fuerzas gobernantes en el mundo atienden sólo a la táctica del día, a soslayar el problema del momento, sin poseer una estrategia de conjunto.

Ahora bien, el hecho de que muchas normas hayan perdido efectivamente vigencia en la sociedad actual, y de que varias instituciones hayan quebrado, o al menos anden melladas, sin prestigio, y en notorio desajuste con las necesidades presentes, no supone que las ideas que las inspiraron carezcan de validez. Aun cuando muchas instituciones políticas, normas jurídicas y moldes colectivos de antaño hayan fracasado hoy en día, no debemos inferir de eso, en manera alguna, que esté caducado el valor de la libertad, de la democracia y de la justicia social. Tales ideas siguen siendo valores muy altos e importantes y deben continuar inspirando todo plan de organización social; pues lo que ha quebrado no han sido dichos principios, sino tan sólo determinadas instituciones históricas, que fueron fabricadas para el servicio de las mismas, a la vista de unas circunstancias concretas. Al variar profundamente esas circunstancias, sucedió que algunos aparatos institucionales –aunque no todos– que fueron montados en armonía con ellas, se han mostrado ineficaces, cuando no perturbadores. Pero, entonces, lo procedente no es echar por la borda, en un arrebato de mal humor, aquellos principios humanistas; sino que lo sensato es examinar detenidamente la realidad de las nuevas circunstancias, acoplar a éstas las exigencias de los valores de libertad, de autonomía social y de justicia económica; y, de tal guisa, modificar o sustituir la instituciones, para que podamos atender a las necesidades de nuestro tiempo, sin incurrir en conductas regresivas. Las instituciones cambian y pasan, pero los principios valorativos básicos siguen conservando su validez, y pueden encarnar sucesivamente en formas históricas mudables de acuerdo con las realidades cambiantes.

Uno de los hechos de mayor importancia en nuestro siglo es el aumento acelerado de la regulación estatal de la vida colectiva, sobre todo en su esfera económica, pero también en otros aspectos. Este fenómeno, en determinados casos, ha obedecido a una directriz teórica preestablecida. Pero, en cambio, muchas otras veces, se ha producido y se está produciendo sin que responda a un plan previo, tan sólo como respuesta a urgencias perentorias del momento, e incluso eventualmente en contradicción con los idearios políticos de quienes han puesto en práctica tales medidas; se ha desarrollado como una especie de inevitable menester, impuesto apremiantemente por las circunstancias. Y cada vez parece más difícil abandonar ese camino; antes bien, por el contrario, se está abocado a que en lo sucesivo crezca la magnitud de la regulación estatal.

Al hablar del aumento de volumen de las funciones estatales y de los graves problemas que esto plantea, no me refiero a aquellas innovaciones jurídicas que constituyen un notorio progreso, por constituir mejores garantías prácticas de la libertad, de la igualdad de oportunidades y de la justicia distributiva, tales como son las medidas para mejorar la educación, para asistir a los desvalidos y a los débiles, para salvaguardar la paridad en las transacciones económicas, para reparar mediante seguros las emergencias (enfermedad, paro, vejez, etc.), para defender la sanidad pública, para mejorar el nivel de vida, para proteger al trabajador, todo lo cual está evidentemente justificado, por entero, en tanto que representa una realización más perfecta de los valores humanos que deben inspirar al Derecho. Al hablar del crecimiento de las actividades del Estado y de las complicadas dificultades que esto puede acarrear, me refiero sobre todo a aquellas medidas encaminadas a organizar la producción y el crédito, al control del comercio, a la reglamentación del consumo, a la intervención de las materias primas; en suma, aludo a las disposiciones que hacen asumir al Estado el papel de organizador directo de la vida económica y de una serie de aspectos sociales en conexión con ésta.

Tales tareas han sido realizadas por muchos Estados democráticos, todavía dentro del marco constitucional de los principios de libertad y sobre la base democrática, aunque en algunos casos se haya barruntado el posible conflicto entre esas medidas y las normas fundamentales.

En cambio, los Estados fascistas, como niegan absolutamente la dignidad humana, destruyen todo margen de libertad personal, quieren absorber plenamente las energías y el trabajo de los hombres y se proclaman a sí propios Dios omnipotente frente al cual nada vale el individuo, han procedido a regular de modo coercitivo hasta el último detalle de la vida de los hombres, en cuantos aspectos sean imaginables; y, de esta suerte, han puesto en práctica una densa planificación, sin reservas ni limitaciones, que abarca la integridad de la existencia humana.

De otro lado, recordemos lo ocurrido en la Unión Soviética. Esta se contrapone al totalitarismo fascista y nazi en una idea muy esencial, a saber, en cuanto a la concepción sobre el fin del Estado: mientras que el fascismo y el nazismo (y sus similares) degradan absolutamente al hombre, pues lo consideran tan sólo como mero medio al servicio del Estado –en el cual ven el máximo valor y el supremo fin– la doctrina rusa se inspira, por el contrario, en una dirección de carácter humanista (en ideales de libertad, democracia y justicia social) y no concibe a la persona como puro instrumento para el Estado, sino que, al revés, sostiene que éste debe ser un utensilio al servicio del hombre. Pero ha sucedido que para esta noble finalidad humanista, la URSS ha puesto en práctica medios planificadores de carácter totalitario, con lo cual resultó que la naturaleza antiliberal de esos medios hubo de contradecir en parte aquellos fines. Y es que cuando se emplean medios de carácter contrario a la índole del fin propuesto, ocurre que se produce como resultado algo parecido a esos medios y, por ende, algo que discrepa de la finalidad apetecida.

Ciertamente hay una diferencia abismal entre la acción directora asumida en la vida social y económica por los Estados democráticos, de un lado, y la regimentación plenaria y tiránica llevada a cabo por el fascismo y el nazismo, de otro lado. La diferencia es decisiva, porque en los primeros no se ha destruido el mínimum de libertades que exige ineludiblemente la dignidad ética del ser humano, mientras que, por el contrario, en Alemania y en Italia se ha esclavizado por entero al individuo, convirtiéndolo en mera cosa, en simple instrumento sin voluntad, manejado por el Estado y se ha envilecido a la nación. Tan grande es esta diferencia, que bien puede expresarse diciendo que los hombres en las democracias conservan sus atributos humanos, mientras que, por el contrario, en los Estados fascistas han sido deshumanizados o, lo que es lo mismo, bestializados.

Pero con ser tan esencial la diferencia que media entre la regimentación totalitaria propia del nazismo y de sus congéneres, de una parte, y las tendencias estatistas manifestadas en los Estados democráticos liberales, de otra parte, muchos pensadores han mirado con angustioso temor la propensión de éstos a extender el área de su actividad directora, por estimar que tal cosa puede conducir, a medida que vaya creciendo, a unos resultados de carácter fascista. O dicho con otras palabras: creen que el aumento de la regulación de las actividades sociales, es decir, el desarrollo del colectivismo, habrá de destruir, por intrínseca lógica de este sistema, las libertades humanas fundamentales y habrá de provocar, además, resultados contrarios a los apetecidos. Tal es la opinión, por ejemplo, del escritor norteamericano Walter Lippmann,{2} del economista austríaco expatriado Ludwig Mises,{3} del economista germano, también emigrado, Friedrich Hayek{4} y de otros varios.

Consideran en general, los autores que acabo de mencionar, que la planificación de la economía, cuando es intentada con todas sus consecuencias, conduce inevitablemente a un absolutismo de índole totalitaria. Así, advierte Lippmann, en el caso de que el poder coercitivo del Estado deba regular por entero la economía, tendrá que suprimir los conflictos que resultan de la variedad de los fines e intereses humanos, y las gentes deberán vivir de conformidad con el plan mandado, sin que les sea permitido disentir de él, ni, por tanto, vivir su propia existencia. Hayek argumenta que la planeación económica presupone un acuerdo mucho más completo del que en realidad existe sobre la importancia relativa de los diversos fines sociales, y, por tanto, resulta necesario que el gobierno imponga a la gente el código detallado de valores que falta, lo cual equivale a que la autoridad decida lo que cada sujeto debe hacer en cada momento. Y Mises opina que al conceder al poder público facultades para discriminar y ordenar la actividad individual, se abre la vía para suprimir toda libertad, incluso la de conciencia. Y juzga Mises, además, que el intervencionismo estatal, el nacionalismo económico, la planificación y los regímenes colectivistas conducen en proporción creciente al caos económico, a la penuria cada vez mayor de las naciones y los individuos, y a la guerra. Por su parte, Lippmann sostiene que la planificación es contraproducente, porque cuando los hombres se someten a una organización coercitiva de sus actividades, prometiéndose una vida más abundante, lo que ocurre es que en la práctica tienen que renunciar a ella, en virtud de que, al aumentar la dirección compulsiva, se sustituye la diversidad de los fines por una agobiante uniformidad; y, de otro lado, cada vez va produciéndose un desajuste mayor, que reclama nuevas medidas interventoras de carácter más drástico. La economía planificada, dice Lippmann, tiene sentido, justificación y eficacia en tiempo de guerra, pero no en época de paz. Sirve para la guerra, en primer lugar, porque ésta, al crear un estado de excepción y militarizar las actividades para la defensa, cercena considerablemente las libertades individuales; además, porque la presencia inmediata de un enemigo polariza todas las preocupaciones en una sola dirección y, sobre todo, porque en guerra es el estado mayor quien determina con conocimiento de causa lo que se debe planear, a saber: lo necesario para el avituallamiento de una fuerza militar de magnitud conocida, con necesidades conocidas y mediante recursos conocidos. En cambio, una planificación en tiempo de paz está condenada al fracaso y es fuente de mayor desorden, porque la finalidad del bienestar general no puede traducirse en mandatos para adquirir determinada clase de objetos, que sean tan precisos como aquellos que requisa el mando militar. Si una oficina pública es la encargada de procurar a cada individuo los bienes que aquella estime oportunos, entonces suprime los gustos personales y establece una uniformidad totalitaria. Si la oficina pública se limita a garantizar a cada sujeto unos ingresos básicos, que sean suficientes para adquirir una cantidad normal de bienes, entonces en la práctica todas las previsiones pueden desbaratarse, pues no cabe tener la seguridad de que las gentes comprarán aquello que pensó el planeador o tendrán otras apetencias. No es posible planear una economía civil, añade Lippmann, a menos que la escasez sea tal que se tenga que racionar los artículos de primera necesidad. Mises reputa también que los proyectos de ordenación estatal de la economía son irrealizables en la práctica y conducen a desbarajustes y a catástrofes.

Todas esas consideraciones y muchas otras análogas suscitan en los autores mencionados un programa de restauración del liberalismo, en la cual éste se desprenda de las deformaciones y excrecencias que lo adulteraron en el siglo XIX y realice mejor su esencia a la altura de las necesidades presentes. Consideran que el abandono de los principios liberales ha constituido una regresión productora de efectos trágicos. El programa en todos los órdenes, en el adelanto científico, en el dominio técnico de la naturaleza, en la producción de bienes, en la garantía de la seguridad personal, en el reconocimiento de los derechos del hombre, ha sido el efecto de una emancipación gradual frente al yugo del despotismo, del monopolio, del privilegio, ha sido el resultado de la liberación de la vida en todos los aspectos. Mientras más complejos sean los intereses que hay que ordenar, menos posible es dirigirlos mediante una autoridad coercitiva. Aunque el mundo contemporáneo está imbuido del principio intervencionista, bien puede ser que nos hallemos ya en la agonía de esta convicción pues surgen graves dudas de que sea compatible con la paz, con el progreso, con el bienestar y con la dignidad del hombre civilizado. Lippmann propone el retorno a la economía regulada por el mercado, porque éste no es algo que hayan inventado los hombres de negocios y los especuladores para su propio provecho, ni los economistas clásicos para su placer intelectual, sino el único método para lograr que el trabajo diversificado en especialidades separadas pueda sintetizarse en trabajo útil. Ahora bien, los liberales del siglo XIX incurrieron en graves errores, que es preciso rectificar. Uno de los yerros fundamentales consistió en identificar indebidamente los principios liberales con el orden social establecido en el siglo XIX, el cual estaba muy lejos de ser el bueno y de constituir el marco perfecto para la eficaz realización de aquellos principios, y requería una reforma jurídica muy importante. Cometieron también equivocaciones en su ciencia económica al separar la producción de la riqueza de su distribución, pues ésta afecta en múltiples sentidos a aquélla; e imaginaron hipotéticamente una economía ilusoria. Estas consideraciones y otras análogas inducen a Lippmann a propugnar un liberalismo, pero hondamente corregido en muchos puntos, correcciones que cree vendrían a rectificar los desvíos que se sufrieron en el siglo XIX y a implantar la verdadera esencia de la idea liberal. Los hombres pueden y deben reformar el orden social modificando las leyes; pero, en cambio, no pueden revolucionar el mecanismo de la producción mediante procedimientos políticos. El orden social debe ser reformado para eliminar las injusticias que contiene; para eliminar o compensar la situación desventajosa de quienes se hallan con dificultad para abrirse camino por causa de penuria, de enfermedad o de abandono; para preparar a los individuos con objeto de que puedan cambiar de trabajo cuando las circunstancias lo requieran; para que sean todos dotados de la educación que los capacite en armonía con sus aptitudes; para que la tierra y todos los recursos naturales sean conservados y mejorados constantemente, pues la propiedad de este patrimonio debe estar sometida a la condición de que no se malgastará ni destruirá y de que además será enriquecido; para que el capital adquiera mayor movilidad, de suerte que no arranque a las gentes de su hogar para hacinarlas en grandes concentraciones desfavorables; para evitar que se retengan las ganancias sin invertirlas, porque la economía de la división del trabajo exige que el capital se movilice fácilmente hacia los lugares y las gentes que ofrecen la mejor perspectiva de utilización; para no permitir el sistema de compañías matrices que manejan otras empresas, porque esto viene a perturbar la economía del mercado Ubre; para mantener en ecuación los ahorros y las inversiones reales de la sociedad; para dotar de resistencia económica a los agricultores y a los obreros, quienes por sí mismos, de no contar con protección, al no poder esperar para vender sus productos o contratar su trabajo, son víctimas de todas las opresiones, las cuales deben ser extirpadas mediante una legislación adecuada; para mejorar los mercados, con el fin de que funcionen limpiamente (reprimiendo la presentación engañosa de las mercancías, declarando ilegal la venta de productos nocivos, procurando al comprador los medios de averiguar si por el dinero que paga obtiene la mejor calidad que es posible conseguir); para desterrar el monopolio y las prácticas comerciales sin equidad, que conducen al monopolio; para establecer mediante el oportuno sistema de impuestos un amplio régimen de seguros, no sólo para las emergencias de enfermedad, vejez y paro, sino también en favor de quienes se han sacrificado por el progreso de la industria; y para reformar la distribución de las rentas –a todas luces injusta en la sociedad capitalista de nuestro tiempo–, pues la renta que resulta de la desigualdad en oportunidades y en condición legal no es renta ganada, sino usurpada, según los principios de la economía de cambio; para crear medios de elevación en el nivel de vida material y espiritual de todas las gentes, especialmente de los más necesitados; para desviar los ahorros excedentes y abrirles cauce en obras públicas de mejoramiento y de auxilio social; y, en suma, para todas aquellas reformas de la legislación en un sentido de mayor justicia. Todas esas reformas –dice Lippmann– no sólo son perfectamente compatibles con la esencia de los principios liberales, sino que representan una mejor y más cabal realización de éstos; y lejos de interferir la economía del mercado contribuirán a llevarla a cabo con mayor limpieza. Las mencionadas reformas difieren sustancialmente de las medidas planificadoras y colectivistas en lo siguiente: las medidas propuestas tratan de mejorar la economía de la división del trabajo y del libre cambio regulado por el mercado, mientras que, por el contrario, la planificación intenta aboliría y sustituirla por la voluntad del Estado aplicada a dirigir la producción y administrar el consumo de la riqueza. He aquí, en síntesis, el programa de un liberalismo superado con respecto a sus anteriores formas históricas, que propugna Walter Lippmann. Todavía mucho más radical en un programa de retorno al liberalismo es la postura de Mises.

Por de pronto, encontramos, pues, dos actitudes: la de los planificadores a ultranza, tal y como se dan en los Estados fascistas, dispuestos a suprimir toda libertad personal y a convertir la nación en un regimiento militar; y la de los neo-liberales, quienes aterrorizados ante las consecuencias que la planificación ha producido allí donde se la llevó a cabo en extremo, y creyendo que éstos son los efectos de tal sistema, por intrínseca necesidad del mismo cuando llega a desarrollarse con amplitud, predican el abandono de las medidas intervencionistas y la reimplantación de un régimen liberal, sólo que corregido en cuanto a sus normas jurídicas generales de acuerdo con lo que la justicia exige. Ahora bien, ¿no cabe por ventura una tercera actitud? Este es el problema: indagar si habría de resultar posible una conciliación entre los principios supremos de la libertad personal y la función directora de la economía y de la sociedad, para cubrir las necesidades perentorias que nos depara el estado de cosas presente. Y esta cuestión se plantea en términos más apremiantes, por el hecho de que nuestra época es de crisis extrema, y por eso surge la duda respecto de si resulta discreto querer aplicar a un período excepcional, criterios y normas que acaso tan sólo son realizables en épocas normales, en que existe una estructura social relativamente estable.

Este es el tema que plantea y desarrolla Mannheim en el citado libro reciente, cuyo título es precisamente Planificación y libertad. Hay que aprender técnicas sociales nuevas para hacer frente a la nueva situación, la cual representa no un malestar pasajero, sino un cambio radical de estructura. Por eso, parece discreto que tratemos de aprender a dirigir el curso de los hechos mediante una planificación democrática que respete la libertad, para evitar de ese modo los aspectos negativos de la transformación: la dictadura totalitaria, el conformismo, la barbarie. Querámoslo o no, todos los síntomas indican que en el período que se avecina la planificación será inevitable. Ahora bien, como es notorio que la planificación puede fácilmente degenerar en una dictadura totalitaria y, por lo tanto, en la negación de toda libertad, por eso justamente hay que afanarse en buscar alguna forma de planificación que sea por sí misma una garantía contra los atropellos del despotismo, y que permita el máximo de libertad y de autodeterminación. Pero esto exige que dediquemos todas las energías científicas de que dispongamos al estudio sobre las causas de la crisis y de las dificultades que estamos pasando. Los regímenes totalitarios han sido reacciones precipitadas, violentas e ignorantes frente a algunas dificultades concretas, provocadas por la crisis. Pero si estudiamos detenidamente, al mismo tiempo en detalle y en visión articulada de conjunto, la situación en que nos hallamos y las fuerzas que actúan en su cambio de estructura, entonces, tal vez acertemos a encontrar mecanismos sociales que unan los principios de libertad y de planificación de tal modo, que, por una parte, se evite el caos que puede surgir de los procesos colectivos no planificados y, por otra, quede garantizada la libertad y la democracia.

Precisa, dice atinadamente Mannheim, que abandonemos la creencia de que podemos reformar la sociedad de raíz y totalmente, tratando de fundarla sobre nueva planta, por así decirlo, y de construirla según una especie de proyecto nuevo. Aún en los períodos de mayor transformación, lo antiguo y lo nuevo andan mezclados y además todo está en movimiento; por lo cual podría decirse metafóricamente que reconstruir una sociedad que está cambiando es algo así como reponer las ruedas de un tren mientras corre, más bien que reconstruir una casa sobre nuevos cimientos. Adviértase, además, que en la historia siempre actúa un número de fuerzas más grande y de mayor complejidad que lo que suponen los reformadores que buscan una panacea única.

Ahora bien, los estudios necesarios para podernos orientar en la situación presente e inquirir las orientaciones para la acción adecuada son muy complejos. Es preciso que lleguemos a entender de qué manera el desarrollo psicológico, el intelectual y el moral están relacionados con los procesos sociales: cómo cada edad histórica produce tipos humanos enteramente diversos. Es preciso que aprendamos a estudiar la psicología humana en relación con los cambios de la estructura social. Habernos menester de este estudio, porque en el punto a que han llegado los acontecimientos nos urge hallar una nueva clase de previsión, una nueva técnica para resolver los conflictos, a la vez que un plan de conducta por entero diferente de los empleados en el pretérito. Sólo rehaciendo al hombre mismo será posible la reconstrucción de la sociedad. Estas son las consideraciones que motivan el tema central del libro de Mannheim, en cuyos dos primeros estudios trata de los fenómenos negativos de desintegración y de la crisis psicológica de la sociedad de masas; en el tercero, estudia los efectos más radicales de la decadencia espiritual y de la corriente hacia la guerra; y en el cuarto, examina si al lado de las fuerzas destructoras que están deshaciendo el sistema actual, actúan otros procesos, de los cuales podamos esperar que produzcan una transformación del hombre y de la sociedad. El contenido de esta obra de Mannheim es muy rico en múltiples estudios originales, que ilumina la actual situación de crisis, en sus varios factores y en las recíprocas conexiones que los enlazan. Acentúa especialmente el hecho de la apretada urdimbre que forman todos los elementos, factores, condiciones, circunstancias y nexos que confluyen en una situación social; por lo cual resulta necesario que el sociólogo se proponga contemplar y entender la estructura total de una situación colectiva en el conjunto pleno de sus ingredientes y de los mecanismos, mediante los cuales éstos se integran en interinflujos recíprocos. La Sociología de la historia, por otro lado, nos enseña a comprender la situación presente como resultado de todo lo que antes fueron los hombres; y, por eso, todo el que quiera saber cómo puede cambiarse al mundo cambiando al hombre, debe primero observar cuidadosamente, cómo el mundo actual –que por su parte es el efecto del pretérito– ha hecho de nosotros lo que ahora somos.

No cabe en lo posible, dentro del limitado margen de un ensayo, seguir ni siquiera en esquema, los muchos estudios desarrollados por Mannheim en su citada obra. Me limitaré a glosar solamente aquellas ideas que se refieren al asunto de este artículo, es decir, al problema sobre si es posible conciliar la libertad con la planificación.

En la época del liberalismo, el orden social y económico se parecía a procesos no reglamentados de la naturaleza, pues las alternativas del ciclo, al igual que los cambios de las condiciones atmosféricas, parecían tener una forma determinada, con una repetición rítmica que podía preverse confiadamente. Por el contrario, hoy en día, por causa de haber emprendido desde hace tiempo una intervención con pretensiones racionalizadoras en la esfera económica, ya no existe un movimiento libre de los elementos de ésta que actúe automáticamente y tienda hacia el equilibrio, como ocurría antes; más bien sucede que los elementos que hubiesen tendido a restablecer este equilibrio se apartan de su curso cada vez en mayor grado. Estas desviaciones son debidas, por una parte, a intentos acertados o desacertados de reglamentación, y por otra parte, a la interferencia de factores políticos, técnicos y psicológicos. Es decir, hoy los hechos económicos se hallan íntima y plurilateralmente integrados con un conjunto de múltiples factores de naturaleza muy varia, de manera constante, y no en conexión tan sólo eventuales y parciales cual ocurría antaño en el régimen liberal.

Para orientarnos con prudencia en esta cuestión, es necesario distinguir entre establecer o fundar de un lado, y planificar de otro. La tarea de establecer o fundar se parece a la del arquitecto que edifica una casa desde los cimientos allí donde no los había, o a la de quien construye una ciudad en un medio abstracto, por así decirlo, pues aunque en alguna ocasión tenga en cuenta los territorios circundantes, no los incluye en un plan; y esta labor de fundar o establecer comienza reuniendo los materiales de la construcción y después los coloca en una relación predeterminada. La casa que va a ser construida existe primero en el papel; si una vez terminada no coincide con el proyecto, es que se cometió un error, bien en el papel o bien en su ejecución. Cabalmente, por razón de todos esos caracteres, que son peculiares del fundar o establecer, cabe decir que la sociedad como un todo nunca puede ser establecida o fundada, porque los elementos que la integran jamás se hallan como meras fuerzas naturales, manejables según determinadas leyes, sino que se dan enlazados ya, formando estructuras vivas concretas, que cambian sin cesar. De aquí que no se pueda establecer, partir de un plan fijo, para trasladarlo de idea a realidad, sino que sea tan sólo posible planificar, lo cual es algo muy distinto; pues la planificación comienza empleando aquello que se dispone inmediatamente; y, además, los fines, medios y fundamentos de ella existen en el mismo plano de la realidad histórica concreta, que tiene ya una determinada estructura, la que justamente se trata de reorganizar, pero de la única manera que es posible, a saber: en marcha y partiendo de las formas dadas.

Hoy nos hallamos con una sociedad que muestra en grado extremo la competencia y la lucha por el poder, de suerte que los que se adueñan de éste hacen uso de sus mecanismos planificando parcialmente para servir sus propios intereses o los de los grupos que representan. El problema radica en ver si este conflicto puede terminar y la planificación llevarse a cabo de manera que cese la lucha feroz por la hegemonía; es decir, en ver si hay posibilidad de orientar el sistema social de tal modo que dirija nuestros impulsos para que, bien espontáneamente ya por medio de la planificación, actúen en el sentido de convertir en cooperación lo que hoy es antagonismo. Desde el punto de vista teórico nada puede objetarse a la posibilidad de un cambio tal, porque en la historia se han producido variaciones mucho más grandes que ésa, por ejemplo la transformación del patricio romano en el caballero feudal y la de éste en el burgués. Así pues, el problema consiste en organizar los impulsos humanos de tal manera que dirijan su energía a los debidos puntos estratégicos, a los resortes adecuados para que se produzca el desarrollo del proceso total en el sentido que deseamos. Para ello se habrá de descubrir primero las correlaciones entre los impulsos psíquicos (racionales o irracionales) y las estructuras de la sociedad; los modos como el pensamiento y la acción son configurados o influidos por la situación en el medio colectivo. Hay que abandonar el prejuicio de que las actitudes psicológicas y los tipos de la personalidad sólo pueden tener la forma con que se nos ofrecen hoy en día en nuestra sociedad. No se trata de formar una persona ideal, perfecta en términos generales; se trata tan sólo de influir en la configuración de un tipo de persona, que probablemente será muy conveniente y hasta necesario en la etapa próxima del desarrollo social. Para ello, se tendrá que partir del tipo actual de hombre, y tratar de irlo transformando mediante una estrategia inteligente, fomentando un cambio en sus reacciones psicológicas, en la medida en que se modifiquen los estímulos del medio social. En suma: para transformar la sociedad es preciso modificar a los hombres; mas para modificar a los hombres necesitamos ir cambiando también las condiciones del medio social, de manera que cambien los estímulos derivados de éste. Y es preciso hacer lo uno y lo otro a la vez, coordinadamente, y con una acción que obre sobre una realidad en movimiento. Y a este respecto estudia Mannheim una serie de técnicas psicológicas y sociales, por entero diversas de las técnicas envilecedoras empleadas por el fascismo. Pues el fascismo no quiere cambiar ni instruir al pueblo, sino sencillamente someterlo, poniendo en acción para ello las fuerzas instintivas más bajas, sin tomar en cuenta la entraña de la personalidad humana, pues ésta es cabalmente sobre todo en sus cualidades más nobles.

Hemos de confesar que, más o menos, somos muchos los que experimentamos dos tendencias opuestas respecto de la planificación, porque todos somos en definitiva hijos de una etapa transitoria de mudanza, por lo cual sentimos dos clases de motivaciones: de un lado, la vemos como una opresión, por causa de la repugnancia del liberal a intervenir en los asuntos humanos; y, de otro lado, nos impulsa el legítimo orgullo de que la inteligencia pueda dominar las dificultades del estado de cosas presente y nos seduce la pasión por este experimento, rechazando con ello una concepción fatalista de nuestro destino. Aunque en el fondo tememos asumir esta responsabilidad, no nos es dado rehuirla, porque hemos de optar entre el ensayo inteligente de dominar la situación o dejarnos llevar por fuerzas que, al estar incontroladas, actuarían ciegamente sobre nosotros. Además, por otra parte, nuestro pensamiento está ya, querámoslo o no, discurriendo en una dirección funcionalista, es decir, habituado a ver las cosas y las situaciones y las normas de conducta como producto del proceso social histórico y, por tanto, en trayectoria de cambio.

Al lado de las técnicas mecánicas (ingeniería) y biológicas (medicina e higiene), que tan formidables adelantos han conseguido, se está desarrollando progresivamente otra técnica, la técnica social, que no se refiere a una maquinaria visible, sino a las relaciones colectivas y al hombre mismo, y que es más importante que todas aquéllas, porque ningún mecanismo es utilizable en servicio del público, si no se cuenta con una organización humana correspondiente. Claro es, podríamos decir, que las técnicas sociales han existido siempre, pues no otra cosa son los regímenes jurídicos, las instituciones políticas y los oficios administrativos. Pero Mannheim alude a una serie de progresos contemporáneos verificados en la coordinación social y eficiencia de muchas actividades sociales. Cierto que las técnicas sociales para influir sobre la conducta son, al igual que todas las técnicas, algo a la vez magnífico e inhumano: magnífico, porque resuelven dificultades gigantescas, como las que implica el peligro de desintegración con su caos consiguiente; inhumano, porque son máquinas que funcionan en el vacío, ni buenas ni malas en sí, por tanto, mal orientadas pueden producir efectos envilecedores y catastróficos –como ha ocurrido en los Estados fascistas–, pero que bien dirigidas pueden constituir formidable instrumento para una correcta educación de las masas. No debemos olvidar, dice Mannheim, que uno de los cambios más notorios de nuestra época y que más ha contribuido a la crisis actual, es el advenimiento de una sociedad de masas. Este fenómeno, es, en verdad, desde muchos puntos de vista, algo sumamente grave, que ha producido y está produciendo numerosos efectos de convulsión, pero es un hecho real e inevitable con el que hay que contar. Pues bien, las naciones de tradición liberal y democrática deben emprender la tarea de educar a las masas en un sentido diametralmente opuesto al que han seguido las dictaduras totalitarias. Mientras que los regímenes fascistas han utilizado todas las técnicas sociales para encanallar a las masas, imponiéndolas e imbuyéndolas una sumisión extrema y una renuncia a la dignidad humana, los Estados democráticos, por el contrario, deben aprovechar los hábitos de independencia individual y de vida culta y decorosa para llevar la planificación en tal sentido que esta idea no vaya unida a un conformismo gregario y subhumano, sino al propósito de una coordinación armónica, que favorezca la individualidad y no anule la autonomía personal. La planificación en este sentido significa planificar para la libertad, dirigir aquellas esferas del progreso social de las cuales depende que la colectividad funcione sin dificultades, pero tratando al mismo tiempo de no reglamentar aquellas otras esferas que ofrecen más oportunidades para la individualidad creadora y el desenvolvimiento espontáneo y libre. Esta libertad ciertamente no puede ser ya la del laissez faire, sino que debe consistir en la libertad dentro de una sociedad, la cual, como tiene en su mano todo el sistema coordinado de las técnicas sociales, puede proteger por decisión propia contra intromisiones tiránicas en ciertas esferas de la vida y puede incorporar los fueros de las ciudadelas individuales –y aun de ciertos grupos– a su propia estructura colectiva. Ahora bien, al mismo tiempo que se planifica para la libertad, creando ciudadelas que defiendan la autodeterminación, se tendrá también que planificar para producir en otros aspectos una conformidad social, sin la cual no es posible la vida colectiva. La época liberal, no tuvo que preocuparse de esto y se halló en posibilidad de prestar toda su atención a la expansión de la libertad, porque se construyó sobre la base del conformismo tradicional heredado de la Edad Media; pero ahora, como quiera que éste se ha desintegrado, hay que buscarle una sustitución, para que la colectividad pueda seguir viviendo. Y esta dosis indispensable de conformidad social puede producirse educando a las gentes en un sentido de identificación con los demás miembros de la colectividad, en un sentido de responsabilidad común, en un sentido de poseer un fondo general para nuestras actividades y nuestra conducta. Tal cosa no sólo no constituirá un obstáculo para la libertad, sino acaso la mayor escuela para ella; pues cabe dividir las masas en pequeños grupos en los cuales se favorezca la individualidad y la iniciativa y se enseñe a la gente a comportarse con propia responsabilidad en lugar de perderse en el anónimo. Planificar para la libertad no quiere decir que se prescriba una forma determinada para la individualidad, sino que se posee el conocimiento y la experiencia necesarios para decidir qué clase de educación, qué especie de grupos sociales y qué tipo de situación son más favorables para despertar la iniciativa, el deseo de cada cual de formar su propio carácter y de decidir su peculiar destino.

De acuerdo con las ideas directrices expuestas, Mannheim examina los medios de influir sobre la conducta humana: los directos y sobre todo los indirectos, pues siendo estos últimos muy eficaces resultan menos gravosos. Entre los primeros, los hay en gran número y asaz variados: desde la coacción impositiva (propia del deber jurídico) hasta la libre sugestión de la espontaneidad, pasando por una copiosa serie de grandes intermedios: la coacción no violenta, es decir la presión moral de los demás, el sabotaje, la resistencia pasiva, la censura, el estímulo por el premio, el elogio, el halago y la persuasión, el incentivo para la iniciativa, y otros similares. Los métodos indirectos consisten en crear determinadas situaciones en el contorno social, esto es, en el marco colectivo de la vida, las cuales influyan en la configuración psicológica de las gentes y en sus reacciones. Hay que aprender las técnicas varias de intervención según que se trate de influir sobre la conducta de masas no organizadas; o de grupos concretos, bien de comunidades regidas por costumbres e instituciones tradicionales, bien de cuerpos organizados por pautas racionalizadas; o de influir en círculos sociales; o de influir mediante el establecimiento de determinadas situaciones objetivas; o de actuar empleando especiales mecanismos de actividad social. Adviértase que cada época, cada situación histórica, cada fisonomía cultural, cada pueblo, determinan la formación de especiales tipos humanos, caracterizados por peculiaridades en sus reacciones psicológicas, en su comportamiento, en sus ideales de vida, en sus perspectivas. Y esos varios tipos humanos son muy diferentes, como lo vemos con toda claridad al pensar, por ejemplo, en cuán diversos son el perfil del patricio romano, el del caballero feudal de la Edad Media y el burgués moderno. Ahora bien, resulta notorio el enorme influjo que en la acuñación de esos tipos ejercen las condiciones del marco social. Por lo cual tiene sentido y justificación que los directores de la sociedad aprendan las correlaciones que se dan entre todos los ingredientes de la existencia colectiva, para saber manejar con acierto las técnicas de intervención y para hacerlo conforme con el propósito de salvar la libertad, a cuyo amparo deben cumplirse los más altos valores humanos.

Mannheim sostiene que es perfectamente compatible la planificación social con el régimen democrático. El principio de diversificación funcional de poderes puede llevarse perfectamente a cabo en una sociedad planificadora, más fácilmente que en el tipo clásico de Estado constitucional. Que la soberanía corresponda a un órgano auténticamente democrático –no de tipo cesarista– en un Estado que lleve a práctica la planificación es enteramente hacedero; porque, cuando los controles de las diversas esferas colectivas están racionalmente coordinados, también puede articularse el control de los controles, es decir, la soberanía democrática, de suerte que funcione también de una manera racionalizada; pues no existe razón decisiva que impida que la forma de control democrático, que se ha aplicado con éxito en el tipo conocido de Estado constitucional no pueda utilizarse en un Estado que ejerza la planificación. Cierto que en la realización de este propósito pueden surgir dificultades importantes, pero no son insuperables. Aunque no resulte fácil, será preciso distinguir entre las instituciones y directrices que se refieren a la estructura misma de la sociedad y las que reflejan cambios y fluctuaciones meramente temporales. Las primeras tienen que ser protegidas por garantías constitucionales, de manera que no estén expuestas a disposiciones pasajeras de ánimo, ni a estallidos de pasión; mientras que las segundas habrán de quedar sometidas a los movimientos de opinión pública, encauzados por las adecuadas formas institucionales de expresión, que se establezcan. Así también, será menester separar, hasta donde sea posible, la determinación política de los fines –que es función democrática– y el hallazgo de los medios concretos más pertinentes –lo cual es función técnica–. Y, además, será preciso crear las situaciones objetivas y las actitudes psicológicas para que cese la lucha de clases o la hostilidad irreconciliable entre otros grupos.

Estudia Mannheim cómo las perspectivas reales de la libertad han ido modificándose a lo largo de la historia, según las condiciones que en cada situación cultural ofrece el marco en que se halla encajada nuestra vida. La técnica al librarnos de la tiranía de la naturaleza da lugar a otras formas de dependencia: a someternos a las exigencias de la cooperación. Por otro lado, el desajuste social, la maraña caótica de instituciones incoordinadas, produce una sujeción y un estado de inseguridad sumamente graves. En la etapa a que hemos llegado el poder hacer lo que uno quiera en una sociedad injusta o mal organizada parece una esclavitud mayor que aceptar las exigencias de la planificación en una sociedad sana y elegida por nosotros mismos.

En esta situación de crisis, y todavía más en las extremas agudizaciones que pueden sobrevenir, la libertad sólo podrá ser un hecho cuando esté asegurada por la planificación. No consistirá ciertamente –dice Mannheim– en limitar los poderes del planificador, sino en que la planificación garantice, mediante el plan mismo, la existencia de las formas esenciales de libertad. Para esto es necesario que la autoridad que planifique incorpore la libertad, la garantía de la individualidad y de sus creaciones, al plan; es decir, el soberano deberá estar obligado a dejar en su plan un ancho campo para la libertad, para el desenvolvimiento de la persona humana; y vigilado decisivamente en ello por un eficaz control democrático. O dicho con otras palabras: en el plan mismo se deben incluir garantías constitucionales de la libertad, y se deben establecer para su mantenimiento eficaces salvaguardias políticas. Conservar según plan lo esencial de las antiguas libertades fundamentales constituirá una garantía contra todo dogmatismo exagerado en la planificación.

Todo depende de si podemos hallar medios eficaces de traducir el control democrático y parlamentario a una sociedad planificada. Si fracasáramos en ello, la planificación lejos de ser un remedio producirá un desastre. Ahora bien, como en la situación presente no cabe evitar la intervención y aun la planificación, debemos esforzarnos en llevarla a cabo de manera que incluya salvaguardias de la nueva libertad. La libertad está dispuesta a volver si tenemos la capacidad de hacer lo que es preciso hacer.

A mi entender, no constituyen estos pensamientos de Mannheim una solución ya hecha y completa para el problema básico en la sociedad de nuestro tiempo, pero son ciertamente un ensayo muy serio, muy discreto y muy plausible, que merece le dediquemos atenta meditación. Aun quienes simpatizaríamos más con una perspectiva neoliberal, nos sentimos agobiados por graves dudas respecto de si tal directriz de retorno al libre juego (bien que corregido según las exigencias de la justicia social) sea algo utópico, y todavía más irrealizable para la etapa posterior a la guerra, en la cual parece que la planificación habrá de ser inevitable para emprender una labor reconstructora. Por eso resulta alentador y muy fecundo el camino que señala Mannheim; y bien merece la pena de que lo tomemos como orientación y de que se trate de proseguir el estudio y de encaminar la experiencia en este sentido.

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{1} Libertad y Planificación Social (versión española, de la ed. inglesa de 1940, por Rubén Landa), Fondo de Cultura Económica, México, 1942.–Karl Mannheim fue profesor de Sociología de la Universidad de Colonia hasta 1933, y desde entonces al sobrevenir el derrumbamiento moral y cultural de Alemania, pasó a desempeñar una cátedra en la Universidad de Londres.

{2} Cfr. Walter Lippmann, The Good Society, 1937 (hay trad. al esp. por Luis Montes de Oca, bajo el título Retorno a la Libertad, publicada por U.T.E.H.A., México, 1940).

{3} Cfr. Ludwig von Mises, Die Gemeiniwirtschaft, 1930, (traducida al francés y al inglés, bajo el título El Socialismo); Kritik des Interventionismus, 1929; Conferencias en la Escuela Nacional de Economía de México, Cursos de Invierno de 1942.

{4} Cfr. Friedrich von Hayek, La Libertad y el Sistema Económico (El Trimestre Económico, Vol. VI, Núm. 4, enero-marzo, 1940, México, Fondo de Cultura Económica).