Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
[páginas 10-11]

«Nuestra España»

Con este título nos proponemos publicar una obra colectiva en la cual se aborden una serie de aspectos de la realidad española actual: qué fisonomía tienen y qué problemas y posibilidades de futuro presentan entre nosotros la religión, la política, las artes, la filosofía, la técnica, la vida social. No se aspira, desde luego, a realizar una recapitulación exhaustiva de todo lo que hoy ocurre en España, sino tan sólo a presentar un haz de cuestiones vivas. El tratamiento de estas cuestiones se ha de hacer con sinceridad absoluta y sin la menor concesión a la propaganda innecesaria o a la satisfacción ingenua.

El mismo título de este primer cuaderno dice bien a las claras cuál va a ser el sentido que lo informe. Fue desechado el de «Altura de España», ya anunciado, como así mismo otros análogos –«Situación de...», «Perspectiva de...», «Nivel de...»– por creer que podían mover a pensar que nos habíamos situado ante los problemas españoles en actitudes desinteresadas de espectador. Por el contrario entendemos que la Patria es algo que no se puede aceptar a beneficio de inventario sino herencia en la que hay que intervenir para gozar de los bienes con la decisión de remediar todos los quebrantos, y todo ello con el amor y entrega que encierra esa «nuestra» que anteponemos.

NOTA: Están preparándose colecciones encuadernadas y tapas para encuadernación de los veinticuatro números de Alférez. Por haberse limitado la cantidad de unas y otras, rogamos a los que deseen adquirirlas las soliciten por escrito a nuestra Administración, Pinar, 5. Madrid (España).

*

La unión definitiva

Hay realidades terrenas que tienen sabor de eternidad. No podemos pensar en ellas , ni amarlas, ni sentirlas, con la transitoriedad connatural a esta vida nuestra de aquí abajo. Sólo pueden concebirse con una línea de continuidad en la eternidad. Son entidades comunitarias a las que nos lleva, no una convicción racional de que así lo exige la ley que regula la armonía del mundo, sino sentimientos que Dios ha grabado en lo más íntimo de nuestro corazón. Porque Dios no ha querido un mundo caóticamente individualista. Dios ha querido un mundo comunalmente ordenado. Ha querido la integración del hombre en comunidades, y ha querido que le lleven a ellas sentimientos que El mismo ha puesto en nuestra ser, que forman parte de él, que son constitutivos de nuestra naturaleza.

La Patria es una de estas realidades. Y el patriotismo, el que lleva al hombre a formar aquellos grupos sociales que obran con singularidad en la Historia, que tienen unas determinadas peculiaridades de acción y de destino frente a otros grupos similares. Por que ese sentimiento logre realidad, el hombre lucha frenéticamente, se entrega de un modo total a él, y cuando ve a su pueblo despedazado bajo la férrea estructura de Estados diversos, trata de unirle en una comunidad políticamente soberana. Lucha total que se muestra en carne viva en los momentos cruciales en que fuerzas extrañas parecen querer extinguirle. Y cuando un núcleo asume la tarea de salvación abandonándolo todo, sajando sin contemplaciones cuanto estorbe a su misión, necesita tener la convicción de que aquello por lo que lucha tiene un destino trascendente, es una entidad que prolonga su vida más allá de la tierra. Así, cuando Codreanu daba las normas de acción a su Legión y ofrecía el haz de ideas por el que luchaba, no podía concebir a la Patria sin ese destino trascendente. No veía su fin último en la vida, sino en la Resurrección, en la Resurrección de las Patrias en el nombre de Jesucristo Redentor. «Vendrá un día –decía– en el que todas las razas de la tierra resurgirán con todos sus muertos y con todos sus reyes y emperadores, y cada raza tendrá su puesto ante el trono de Dios. Este momento final, la resurrección de los muertos, es el fin más alto y más sublime hacia el que puede tender una raza.»

Pero, ¿serás ellas, como tales entidades, las juzgadas? Es cierto que son muchas las Ocasiones que en las Escrituras se habla del momento en que comparecerán los pueblos ante el Juez-Dios y muchas, también, aquellas en que se los amenaza con un riguroso juicio. Pero ello sólo puede permitir afirmar que, será el hombre, el hombre que haya vivido en esas comunidades, el juzgado con un rigor muy distinto al que haya vivido en otras en las que la mano de Dios no fue tan pródiga en la manifestación de la Verdad. Pues es el hombre, sólo el hombre, quien se juega diariamente, en cada segundo de su existencia, su vida trascendente.

Una vez, hablando Jesús de la realidad trascendente del más fuerte vínculo de cuantos vínculos pueden unir a un hombre en su vida terrena, dijo: «Cuando hayan resucitado de entre los muertos, ni los hombres tomarán mujeres ni las mujeres maridos, sino que serán como ángeles que están en los cielos, (San Marcos, XXII, 54.) Dio esta respuesta a los saduceos, que negaban la resurrección. Y la dio cuando le señalaban el caso de una mujer que se había casado siete veces. Pero a un hombre y a una mujer que con una unión exclusiva atravesaron juntos todas los azares de esta vida, a un hombre y a una mujer que se daban en gran parte mutuamente su salvación, no puede Dios dejar de reconocer la comunidad total, que formaron aquí, al llegar a la Vida. Allí serán como los ángeles que están en los cielos; pero, como ángeles, seguirán siendo él y ella. No puede nuestra mente comprender el Paraíso que Dios nos tiene reservado.

Como ángeles también, los miembros de una misma Patria tendrán su sitio delante de Dios. Los pueblos comparecerán ante El, cuando venga con toda su majestad y acompañado de todos sus ángeles (San Mateo, XXV, 99). Y las elegidos pasarán a gozar de un Paraíso en el que todos los héroes, los caudillos y los mártires de cada pueblo formaran en ordenada jerarquía con sus gentes.

Cada uno de los miembros habrá luchado por su salvación. Cada uno de los esposos obtendrá su premio. Y nos asusta pensar que aquel héroe de nuestra Patria, que aquella mujer santa de nuestra casa, no puedan estar allí.

Nos han unido a ellos el patriotismo y el amor. Y no es patriotismo el vínculo contractualista de un Estado. Ni amor el caprichoso querer de unos cuantos años. Son llamadas absolutas que Dios mismo ha grabado en nuestro ser.

Jesús González Pérez.

*

Goethe

Al decir adiós a unas columnas tan queridas, como éstas de Alférez, y buscar un motivo para esta última ocasión, ha venido a mi memoria un nombre y una fecha: Goethe, 1749.

Y en la primera parte, en el libro primero de esta gran, autobiografía Dichtung und Wahrheit, he leído:

«El 28 de agosto de 1749, al mediodía, al dar el reloj las doce, vine al mundo, en Francfort del Main.»

Después de esta primera afirmación, nos cuenta Goethe todos los detalles que presidieron su nacimiento. Y luego, en unas apretadas páginas de letra gótica y nítida impresión, toda una teoría de vivencias y recuerdos, de contrastes o quizá de sólo un contraste: Dichtung-Wahrheit.

Doscientos años han pasado desde aquel momento en que todos los astros, menos la luna, eran propicios para el nacimiento de Johan Wolfgang Goethe.

Y en este bicentenario, en esta pequeña nota final, sólo una breve reflexión y una llamada para otras revistas de juventud. La vida de Goethe ha de ser una incitación a todo el que quiera ser pacienzudo y constante artesano de su propia vida. Las ideas de formación personal, de desarrollo de la personalidad, de catador de horizontes se nos muestran como paradigma en este libro escrito por un «Meister» el, la conducción de la existencia temporal.

En estos momentos en que la más grande conmoción sacude la vida del pueblo que le vio nacer y también a todo el continente del que es figura señera, su lección está viva, palpitante; pero especialmente para el que con vocación intelectual paladee una y otra vez los versos inolvidables:

Zum sehen geboren,
zum schauen bestellt.

Si el recuerdo de Goethe siempre alcanza caracteres emocionantes, en esta hora de Alemania y de Europa, la conmemoración de su nacimiento adquiere un patetismo y un tono de lección grave inigualable. Si la juventud alemana, y con ella la europea –si también esta juventud ibérica–, vuelve los ojos autor del «Meister», encontrará una fuente preciosa en el torbellino en que se halla. Nos hace falta, frente a tanto desmesuramiento o empequeñecimiento raquítico, un pensar orgánico y de conjunto, un tomar en serio la armonía de todo el mundo y un estar abiertos en postura permeable a todos los acordes universales.

Así deben celebrar este bicentenario otras revistas de juventud, buscando siempre entre los defectos y ausencias lo que de positivo haya en todo.

Carlos Castro Cubells.

*

La soberbia de la juventud

Quizá sea la soberbia el pecado predilecto de toda juventud. Pero, desde luego, la nuestra ha caído en él de una manera muy especial y con síntomas tan graves, que, como en las enfermedades incurables, ya casi únicamente se puede esperar un milagro. Todas las formas de la vanidad, la soberbia y el orgullo han tiznado en gran parte los corazones limpios porque su fuego interior no ha sido siempre del todo ofrenda, sino también propia contemplación, seguridad excesiva, intransigencia sin caridad. Muchos hemos tenido la triste miopía de ve en unas normas militantes ejemplares únicamente el lado de las virtudes sonoras y no el oscuro envés de las virtudes grises. Nos hemos detenido contemplando la cara sin volver la moneda para ver la cruz. Y es tan importante la disciplina como la alegría, la paciencia como el ímpetu, el silencio como la gallardía. Además, son más difíciles y a la larga indudablemente más fecundas. No hay revolución posible sin palabras claras gritadas al viento, pero tampoco hay redención sin cruz que doblegue las espaldas. Se nos ha olvidado un poco que si todo cristiano –y mucho más el español de esta hora– debe ser portador de una revolución magna, es también, por su mismo ser de bautizado, cooperador en la redención de los hombres y los pueblos. Siervo inútil, cuyo quehacer no ha sido por él mismo marcado, ni dispuesto y que, por tanto, no tiene lugar a envanecerse de sus frutos ni, mucho menos, del trabajo en sí.

El don incalculable de haber nacido en un tiempo que no da cuartel, en que el bien y el mal se sitúan en frentes definidos, la suerte de haber encontrado el camino marcado con palabras indicadoras y con cruces, la gracia de poder y querer hacer grandes cosas en un escenario abierto, todo esto, que se nos da sin medida, lo hemos traducido en vanidad y excesos de palabras, en acritudes imperdonables. La masa plástica colocada en nuestras manos se ha hecho, no escultura tocada y viva, sino piedra quebradiza, angulosa, con aristas que hieren, y la hemos lanzado a los demás airadamente, creyendo incluso favorecerles. Cuando cogimos en las manos las flechas verticales para alzar con ellas la existencia nacional teníamos que haber puesto sobre nuestros hombros el yugo que hace inclinar la cabeza y caminar bajo él, como miserables, a quienes sólo la servidumbre engrandece. Y al formar con yugo y flechas una cruz más, el signo de la mejor humildad tenía que habernos salvado de nosotros mismos.

Es verdad que seguramente pocas veces las circunstancias han empujado tan fuerte a una juventud que se encuentra sola a encontrarse también en un plano superior. Pero no hay en ninguna de estas circunstancias –que son palpables– posibilidad de disculpa. Por ejemplo: si en los que podían haber sido maestros, en los hombres más valiosos humanamente, hemos visto deserciones y, sobre todo, soberbias, soberbias tremendas, también es cierto que, para nosotros, ésta debía haber sido una lección. Porque el ridículo y la mezquindad de toda soberbia es tan evidente que sólo la misma soberbia puede cegar para no verlo. Por otra parte, también han sido ciegos los jóvenes para ver en torno suyo ejemplos admirables, que siempre los hay.

Lo peor es que la juventud está orgullosa incluso de su propio orgullo. Lo cree indispensable heraldo de una certeza religiosa y política. No quiere ver que toda certeza posible –y hay sólo unas cuantas– está apoyada en Dios y no en la personalidad de nadie. Porque, además, este grave mal juvenil es individual y colectivo. Es el pecado predilecto, así, predilecto, el vicio mimado que se reconoce muy vagamente y se alimenta con verdadero entusiasmo. Desde luego, casi siempre de una manera inconsciente, porque está tan arraigado en lo más hondo del alma, y la envuelve de tal modo que no es posible mirarlo de frente. Hacen falta golpes duros para recogerse con rigor y darse cuenta. Necesitamos el látigo de Cristo que eche abajo de una vez de las almas los puestos de los mercaderea, el propio interés disfrazado de ideal, el amor y satisfacción propias, y deje nuevamente limpio el templo donde el Padre quiere hacer su morada. La luz se hará entonces tan hiriente y viva que dañará hasta llorar. Y sólo entonces estaremos en forma para hacer algo serio.

Se empieza por usar demasiado agresivamente la palabra juventud, llenándose la boca de ella, como si fuera un mérito inigualable. Y la juventud no es mérito, sino circunstancia que mueve a responsabilidad. Ya es hora de darse cuenta. Además, ser joven supone una enorme serie de faltas, de imperfecciones, de cosas que no han llegado a plenitud, y esto no se puede olvidar tampoco.

Es terrible pensar hasta qué punto la soberbia hace estéril toda acción. La soberbia nos ha desunido hasta fragmentarnos en grupos innumerables, incluso en individuos innumerables. Nos han desunido otras cosas, pero sobre todo la soberbia. Ningún grupo juvenil actual podría seguramente tirar la primera piedra. Nadie ha hecho, de verdad, un esfuerzo por hermanar a todos y no lo ha hecho porque eran precisas ciertas humillaciones, simples humillaciones de las que el Evangelio nos aconseja buscar y amar. Y las hemos llamado, por ejemplo, claudicaciones imposibles, dándole así ese tono de falsa gallardía que nos es habitual, tan cómodo para quedar bien y tan odiosamente fácil.

La soberbia aparta de toda comunidad. Por eso no puede ser verdad de todo que hemos aprendido ya a entender seriamente la Patria. Y mucho menos la Iglesia, comunidad suprema de la que una vanidad mínima excluye sin remedio. Por algo es la soberbia el primero de los siete pecados capitales. La juventud que clama contra la avaricia y la lujuria, está sellada por un pecado tan grande como éstos. Por eso tal vez sus gritos se pierden en el desierto. No hemos sabido sumergirnos en la tierra de la comunidad para fecundarla. No hemos sabido morir para brotar poco a poco. Y bien sabe Dios que ha habido ocasiones de bajar la cabeza. Amarguras aguantadas rabiosamente a través de estos años que podían habernos purificado si hubiéramos sabido bendecirlas.

Individualmente, la soberbia nos hace un daño incalculable. Nos aleja del amor pleno y sencillo, de la amistad total, de la ciencia y la experiencia, de la comprensión, de la naturalidad y, sobre todo, de la auténtica sabiduría. Detiene el crecimiento y llega a anquilosar y amanerar todo. Ante los demás da una presencia poco agradable, incapaz de atraer, desgarrada y sin matices. En todo se introduce y empapa cualquier manifestación personal quitándole sabor y gracia.

José Antonio decía: «Pase lo que pase, seguiremos con el alma tranquila, sin soberbia ni decaimiento»... Hemos caído en ambas cosas, y sólo hemos procurado vencer el decaimiento a base de soberbia, engañándonos así a nosotros mismos. Hay mucho que purgar y rectificar en este sentido. Dios quiere que todavía estemos a tiempo.

P.


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