Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
[páginas 8-9]

Al director del Museo de Arte Moderno

Es verdad que el Museo lo encontró usted tal y como ahora está. Pero yo quisiera llevarle a la persuasión de que, tal como está ahora, no tiene interés alguno. Ni como aspiración ejemplar, ni por lo engañoso de su nombre respecto al contenido. Al contenido voy a referirme, que no a la instalación, notablemente mejorada.

Ningún recién llegado a Madrid puede disimular su impaciencia y curiosidad por conocer el Museo del Prado. Las raras veces que nos preguntan, en cambio, por el de Arte Moderno, prevemos la inevitable decepción. Es el Museo del Prado, pero menos. La frase es vulgar; acéptela por espontánea y gráfica, para mejor entendernos. El Museo del Prado es la colección de una monarquía en auge: todavía se ve en ella el empeño universal de un imperio. El Museo de Arte Moderno se hizo para andar por casa. Pintores familiares; la mayoría, los de la tertulia madrileña en la que se reparten las primeras medallas. La comparación es inevitable y de ella vamos a deducir una exigencia histórica.

Su museo aloja el fracaso de la cacareada escuela española, venida a menos por obra y desgracia de aquellos que creyeron perpetuarla quedándose cortos en la misma línea de sus geniales predecesores. Por fortuna, el Museo del Prado se cierra con el fabuloso impulso de la pintura de Goya, precursor del arte moderno. Y la casa que debió albergar toda la consecuencia de aquel tremendo gesto español, como fenómeno universal, se ha convertido en cueva de desertores. Poco a poco fue llenándose de los que se echaban atrás siempre, en nombre de una mal entendida libertad, invocando el respeto de las tradiciones. De los que creen que la Verdad permanece y se hace eterna convertida en estatua de sal y no la ven en la alegría de una vida en marcha.

Visto el arte en su dimensión total, como manifestación de cultura que no conoce fronteras ni estancamientos ajenos a la historia, no me negará que el museo no representa nada, absolutamente nada, salvo la digna muestra nacional –parcial también, por miopía– de la «pintura de historia». Desde ella hasta nuestros días todo son reminiscencias naturalistas y neoclásicas.

Hoy ya está conclusa en todas partes esta etapa artística, pero entre nosotros ha tenido y sigue teniendo la triste herencia de los impotentes. Con éstos, precisamente, se ha hecho el Museo de Arte Moderno. Tan sólo en escultura hay alguna otra importante, ahogada en la vulgaridad general.

Y, sin embargo, son los españoles de extramuros, profetas fuera de su patria, los que rompen el hielo con la más audaz innovación. Las pinacotecas del mundo están llenas de un arte excluido de las nuestras y sin el cual no tiene explicación cualquier intento de pintura actual. A todo el arte producido en Francia, la más genuina expresión de medio siglo de nuestra cultura, nos hemos permitido el lujo de despreciarle.

De este modo resultan incongruentes y causan asombro alguna de las exposiciones españolas contemporáneas. En nuestras Escuelas de Bellas Artes se desconoce la realidad importantísima, trascendental, de los «Ismos». Una procesión quizá vertiginosa y aun trágica, pero que tiene la belleza y el interés de un progreso lógico o de una deducción matemática, todavía abierta como un juego de infinitas posibilidades para las generaciones futuras.

Aquí nos seguimos conformando con la solución vieja del problema. Ya está; no se le den más vueltas. A la ecuación del arte no le caben más valores que los que en un tiempo encontró la escuela española. El Museo tacha de heterodoxia cualesquiera otras. Y esa escuela española, ¿qué ha legado de arte moderno y valioso al museo? ¿No es el Museo de Arte Moderno muy inferior al del Prado? ¿No es aquél un lamentable apéndice de éste?

Es un peligro para nuestra juventud artística la frecuentación exclusiva del Museo del Prado, exclusivismo determinado por el hecho de ser el Museo de Arte Moderno un mal remedo suyo en vez de ser –Goya adelante– su lógica prolongación. El modelo de la pintura clásica, no compensado con la presencia incitante de la pintura moderna, contribuye a sobrevalorar entre ellas las facultades de habilidad manual y virtuosismo imitativo y a anular la independencia creadora. El artista sólo es artista cuando rasga el velo de algún mundo nuevo: en cuanto tiene algo que decir, aunque sea una verdad vagarosamente intuida.

El Museo de Arte Moderno cobija las primeras medallas. Fueron concedidas en años de mocedad y pujanza de los beneficiarios. Todo un mundo les contempla, toda una vida les aguarda. Y cuando al cabo de esa vida de maestros consagrados el Círculo de Bellas Artes nos presenta una exposición antológica, el fracaso es rotundo, y ni siquiera se trasluce de ella una asimilación viva y sincera del Museo del Prado. ¡Qué pena toda una vida de maestros para no enseñar nada, para no aprender al menos la lección de los clásicos! ¿Por qué no se le da a la juventud un museo lleno de ventanas abiertas?

Planteémonos a nosotros mismos la pregunta con absoluta honradez. ¿Puede recomendarse a una joven vocación artística el aprendizaje en nuestro Museo de Arte Moderno? ¿Hay algo de ejemplar, de cimero, siquiera algo de incitante en sus obras? Ya ni pediríamos soluciones logradas; ¿hay, cuando menos, problemas?

Sin embargo, yo no propondría la rectificación a destiempo. Nada se arreglaría con incluir algunas obras significativas e internacionalmente prestigiadas. No tiene remedio. Sería también mezquino aprovechar aún más el vetusto Palacio de Bibliotecas y Museos. Hagamos un edificio nuevo, fiel a la era del arte que ha de cobijar, ¡Por Dios, sin chapiteles! Que una pretensión casticista o de estilo predispondría ya a la limitación, penitencia que lleva el pecado consigo.

Y téngase otra vez ecuménica ambición para lograr la mejor colección universal de nuestro tiempo. No sigamos estando a merced del hermético amaño de los consagrados, de la pequeña y familiar tertulia madrileña.

Todo esto es tarea sabida; está en el ánimo de todos. ¿No le parece, señor director del Museo de Arte Moderno? Para el primer paso, que esto quede escrito. Y disculpe el exceso irreprimible de una apasionada convicción.

José Luis Fernández del Amo.


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca