Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
[páginas 6-7]

España como deseo

Formulemos desde un principio la pregunta: ¿Como y cuál es el ser de España en el deseo de sus generaciones actuales?

Tratar de contestar a esa pregunta algo exhaustivamente equivaldría a tener que iniciar un inventario minucioso sobre el caudal anímico de anhelos, muchas veces vaga e inconscientemente formulados, existentes en nuestras generaciones históricamente más vivaces. Digamos ya que vamos a renunciar, aquí y ahora, a la discriminación de inventario tan prolijo; el cual, por añadidura, requiere una objetividad difícil de lograr cuando se esta instalado insoslayable y denodadamente en el regazo de una de esas generaciones.

Nos limitaremos, por tanto, a una empresa no tan ambiciosa, y desde luego menos analítica en el orden al puro conocer, intentando tan sólo formular desde un emplazamiento forzosamente subjetivo, individual y por supuesto poco relevante, algunos deseos sobre España que parecen palpitar, a veces explícitos, a veces inconcretos, en el ánimo de generaciones españolas calificables todavía como jóvenes. Nuestra formulación habrá de resignarse, por tanto, a tener que echar algunas veces por la borda los pruritos de una aséptica objetividad; en el fondo motoriza estas líneas una pretensión no puramente investigadora, sino también, en cierto modo, exhortativa y parenética; de ahí también que a través de estas formulaciones no sea inverosímil que se infiltre algún margen de sintonía personal en la elección y confección de esta especie de antología de los anhelos españoles.

Y una vez declarada la varia limitación de estas reflexiones, pasemos con la intrepidez necesaria a la tarea de dar forma y semblante a unos cuantos latidos que parecen percutir con novedad en el pecho de alguna gente joven española.

La aspiración armónica.

Si fuera preciso resumir en una breve fórmula algunas de las nuevas aspiraciones que mejor parecen percibirse en el afán actual de España, aventuraríamos la siguiente afirmación: asistimos a la forja de «un deseo de armonizar entidades cuyo divorcio venía siendo cosa inveterada en los españoles». Así, el divorcio de lo moral y de lo inteligente, o, para decirlo más precisamente con terminología aristotélica, entre las actitudes éticas y la dianoéticas. Merece la pena detenerse algo en este punto, pues de aquí sale una larga reata de importantes consecuencias.

El eticismo inherente al carácter español ha sido puesto de relieve muchas veces, y fue advertido ya por los historiadores antiguos que se ocuparon de nuestro pueblo. Tal modalidad aparece como una especie de constante hispánica, extensiva incluso a la parcela cultural de nuestras creaciones filosóficas, como lo acreditaría la persistencia en nosotros de las formas del pensamiento estoico, sobre todo en su versión senequista.

En todo caso es evidente que nuestra cultura tradicional acusa en su línea rítmica un predominio de lo ético. Quizá haya sido el conde de Keyserling quien más netamente vislumbró esta estructura cuando definió al español como «cultura ética hecha carne». Pues bien: hoy se escuchan en nuestro contorno voces en cuyo acento se traduce una convicción: la de hallarnos en el trance de tener que superar ese humanismo hispánico en lo que tiene de unilateral y en lo que supone de confinamiento y repliegue hacia lo ético. De uno u otro modo se reclama un crecimiento en la dimensión inteligente, un mayor grosor del pensamiento como función humana irrenunciable en todas las esferas del obrar: tal sería la forja de un renovado humanismo hispánico; su adviento, deseado y entrevisto por las mentes alertas de la España reciente, habría de caracterizarse por una decidida incorporación de los frutos del logos a nuestra poderosa entraña ética.

En esta misma línea habría que situar otros deseos perfectamente armónicos que se refieren a cualidades no habitualmente convivente en el carácter español. La fidelidad, por ejemplo, es una virtud hispánica acreditada desde muy antiguo (recuérdense las expresivas alusiones a la «fides» celtibérica o a la «devotio» ibérica), y en ello radica acaso más que en otra cosa la propensión tradicionalista, vigente siempre en lo español. Pero junto a esta virtud ética, en sí espléndida, por supuesto, no suele darse aquella suma de modalidades de pura inteligencia que son imprescindibles para todo cuanto implique una previa operación de discernir, de conocer, de elegir, de juzgar. La mera fidelidad, en ese caso, puede incurrir en las limitaciones –incluso quizá en las degeneraciones– de lo puramente instintivo y ancestral.

En conjugar ambas cualidades consiste una de las metas tendidas desde siempre al afán perfectivo que deben sentir los españoles. No basta, pues, la reciedumbre ética de virtudes como ésta de la fidelidad; justamente nos gloriamos de ella invocando, por ejemplo, aquel admirativo comentario de Livio al gesto de nuestros antepasados saguntinos que «guardaron a sus aliados fidelidad hasta la ruina propia» (fident socialem usque ad perniciem suam coluerunt). Pero es hora de airear también otros testimonios que acaso por no tan halagüeños suelen ser menos voceados, aunque resultan tanto y quizá más expresivos del carácter esencial del español en el aspecto de su limitación mental. Así, éste de Floro cuando enjuicia en resumen toda la historia ibérica con una frase que abarca por entero a la otra cara de la psicología hispana: «Hispania... antes llegó a ser conquistada por los romanos que a conocerse a sí misma, y fue la única entre todas las provincia que sólo después de ser vencida comprendió su propia fuerza.» (Ante ab Romanis obsessa est quam se ipsa «cognosceret», et sola omnium provinciarum vires suas postquam victa est «intellexit».) Tremenda afirmación esta de Floro; España, el pueblo fiel y valeroso, es también el único que se mostró incapaz de estas dos cosas: «conocer» y «comprender». ¿No es para alarmarse?

No sería difícil acarrear aquí otras muestras de esa desarmonía hispánica entre lo ético y lo intelectivo, pero el acarreo habría de distanciarnos del objeto propuesto. Baste señalar que tanto las más salientes virtudes cuanto los defectos innegables suelen acusar entre nosotros una raíz preferentemente empapada de calidades morales; lo mismo, por ejemplo, si se trata de la exaltación instintiva del héroe ciegamente heroico que si se trata del antiheroismo peculiar del pícaro; tanto en el terreno imaginativo de la figuración mítica –Don Quijote, Don Juan– como en el de la creación plástica. El sensible desnivel que arroja el balance de nuestra entidad cultural entre los dos polos objetivos de la vida del espíritu no debe proseguir hacia los extremos opuestos de la hipertrofia y de la atrofia. Cultura ética hecha carne, decía con razón de España el pensador germano; ya era tiempo, pues, de desear la encarnación complementaria, no ética, de un logos que también llegue a hacerse carne hispánica.

Superación de divorcios.

Una nueva muestra del anhelo de unidad visible en nuestros días frente a separaciones demasiado inveteradas, podría ser el referente a otro divorcio frecuente, ya que no endémico, en España: aquél que separa demasiadas veces la morada en que habita la verdad, de aquélla donde vive la belleza.

Era un fenómeno demasiado insistente en la realidad española desde hacía bastante más de un siglo, y el signo más visible de esa disociación penosa es el hecho de la innegable decadencia del arte religioso moderno en nuestra Patria. Hoy se suspira ya por unas nuevas nupcias entre la dogmática y la estética, cosa que hace tan sólo algunos pocos lustros apenas sí se echaba de menos. Asistimos, por fin, a una voluntad de fundir el acerbo de la doctrina verdadera en moldes expresivos que no sean tan tristemente anacrónicos, sino bellamente actuales. En un pueblo como el nuestro, secularmente amamantado en Cristianismo, se daba la extraña paradoja de que las mejores criaturas artísticas acampasen casi siempre bajo los techos de la profanidad. Hoy se busca que lo bello habite también en la religión como en su propia casa. El núcleo religioso venía siendo una especie de zona suburbana en el alma creadora; en cambio, nuestro tiempo ha presenciado los primeros conatos por devolver a lo numinoso su condición epicéntrica en la vida del espíritu; la más reciente poesía que hemos escuchado revela que muchas de sus mejores vibraciones son ondas irradiadas de ese centro. Las provincias de lo bello, hastiadas de separatismo y de «arte puro», parecen suspirar de nuevo por su «religación» trascendental. En fin, la comprensión del esplendor de la liturgia, que es connubio del dogma con el símbolo, arguye también una disposición que corrobora anhelos de unidad.

Otro divorcio semejante se había hecho en nosotros: el existente entre la dimensión del católico y la del intelectual, y también hacia él se ha enderezado una decidida voluntad forjadora de unidad. La nueva paradoja consistía en ser el país más católico del mundo y, al mismo tiempo, el casi menos fértil en producir el tipo humano de intelectual católico. Esta antinomia, relacionada con el ingénito eticismo que tiende a hacer demasiado unilateral nuestra cultura, es índice también de hasta qué grave punto lo católico y lo intelectual eran en la España reciente dos entes insolidarios entre sí, incluso en el ánimo de un solo y mismo individuo. Hoy día es percibido con vigor el absurdo que implicaría esa permanente vivisección de la intimidad personal y se palpa todo lo que tendría de dicotomía incongruente la actitud, por ejemplo, de un historiador que, por una parte, observase con rigor los deberes rituales de católico, pero que al mismo tiempo se desentendiera del pecado original, de la gracia y de la Encarnación del Verbo en cuanto factores subyacentes en la trama de la Historia, como si no fuera misión suya comprenderla católicamente hasta su entraña misma.

La percepción de esas y otras escisiones semejantes es ya un paso primero para tratar de superarlas. En tal sentido, uno de los sectores más combatidos por la nueva dialéctica en lo que tiene de actitud gruesa y contumaz, característico de la España panegírica. El casticismo tendía, por su propia ley psicogenética, a una cerrada sobrestimación de lo instintivamente propio: sus secuelas el aislacionismo y el ensimismamiento están nutridos de secreto casticismo en su raíz. El revulsivo habrá de consistir en una actitud crítica, ya iniciada y profesada por los hombres del 98, pero más sinceramente entusiasta en su apoyo dogmático.

Es evidente que, aunque el casticismo tienda a discurrir por cauces degenerativos, hay en su fondo último una valiosa preocupación tradicionalista, pero desorientada ante el problema insoslayable de las exigencias de renovación; el pecado casticista consiste precisamente en soslayar lo insoslayable, renunciando a un comercio necesario. Su castigo fatal es el marasmo, la privación de un poder energético, pues como ya advertía Ganivet, «lo pasado, así como es centro poderoso de resistencia, es principio débil de actividad... En el camino de la crítica está precisamente la etapa primera de una ulterior conjugación entre el principio de tradición –expurgado de la infección castiza que acecha a la España panegírica– y el afán renovador exigido cada día por el flujo nuevo de los tiempos. El logro de esta armonía, sin duda la más difícil de alcanzar, es hoy la preocupación más hondamente clavada en nuestro ambiente.

Humanismo de proyección universal.

Todos los aspectos glosados hasta aquí y referentes al signo del caudal de deseos que parecen obvios en los afanes de nuestro alrededor, coinciden, como ya desde el principio hemos adelantado, en aspirar a una perfecta comunión, en el seno de lo español, de elementos hasta ahora demasiado disociados. Por otra parte, esa disociación se relaciona muchas veces, como ha podido verse, con modalidades que suelen tener un origen más o menos remoto en la estructura constitutiva del carácter español, que parece predispuesto a incurrir en crecimientos y atrofias unilaterales.

Ante este hecho, y descartada la actitud fatalista de abandonarse a lo ancestral e instintivo –tal es en el fondo la actitud pecaminosa del casticista–, sólo cabe adoptar otra opuesta, de signo activo, y por así decirlo, completivo. Esta segunda actitud equivale a proclamar una exigencia formadora, reformadora y, en resumidas cuentas, educativa del sustrato humano que sirve de base psicológica a lo español. Lo educativo, pues, viene a ser una nueva instancia contrapuesta a la inercia casticista, un contrapeso de socratismo aplicado al alma española.

Pues bien; nuevas voces reclaman también la urgente tarea de esa España fervorosamente pedagógica. La historia de otras voces, a primera vista semejantes, que tuvieron antaño expresión en nuestra patria, se diferencian de la actual, precisamente, en que hicieron caso omiso de una tradición esencial que hay que mirar como dogma patrimonial irrenunciable. Quizá hoy, por una muy explicable reacción conservadora de ese patrimonio, existe el peligro de sacrificar o, por lo menos, descuidar la función mayéutica en aras de la proclamación dogmática. Frente a ese riesgo se han alzado ya voces inconfundibles con las del fenecido socratismo desintegrador; lo que ahora se anhela es toda una nueva paideia nacional, clave armonizadora de ese nuevo humanismo que hoy es perceptible, al menos como anhelo.

Por último, y en relación estrecha con la suma de deseos que venimos esbozando, habría que aludir a la clara voluntad de universalidad armónicamente conjugada con estos afanes que de por sí y primeramente atañen a lo nacional. Precisamente ellos tienden en buena parte a dotar de voz inteligente a lo que en muchos casos sólo es instinto, y como tal, oscuro e incomunicable. Sólo el idioma de la inteligencia es bastante expresivo y comprensible para llegar a ser universal. La forja de ese idioma, a un tiempo original, peculiar y universal, es otra realidad en las fraguas del deseo que anida en los nuevos corazones.

Genealogías.

En este punto y hora de nuestras reflexiones no faltará quizá quien piense que esos anhelos aducidos aquí como propios de promociones jóvenes actuales fueron heredados en gran parte de pensadores españoles que desde fines del pasado siglo militaron en trincheras conceptuales ajenas a lo más esencial de las nuevas posturas. Esta consideración nos llevaría a tener que investigar la génesis de la nueva masa de deseos, buscando su entronque genealógico.

Aun sin entrar en los detalles, es evidente que ese entronque existe, y que el multiforme magisterio ejercido desde el 98 hasta nuestros días por hombres de muy diverso estilo ha prendido firmemente en almas discipulares, como lo son más o menos todas las que ahora ascienden a la vida del pensamiento. Esto ni se puede negar ni pretenden negarlo o encubrirlo sus actuales beneficiarios; antes bien, lo proclaman con naturalidad, sin incurrir en esa tentación de fatuidad, típicamente juvenil, de creerse adámicamente autodidactos.

Pero, a su vez, este reconocimiento tampoco debe oscurecer lo que de positivamente nuevo y original hay en sus posturas, aun al mérito propio, a una cierta maduración cuando esa novedad se deba, acaso más que al mérito propio, a una cierta maduración histórica que aceleró la sazón de sus jugos nutricios. El hecho es que la múltiple lección recibida del labio magistral tampoco hubiera sido capaz de troquelar por sí misma el perfil de los pensamientos y afanes que más personalizan la faz espiritual de las generaciones aludidas. Y, sobre todo, aquel voluntarioso ademán suyo, que resumíamos como afán de armonizar entidades hasta ahora divorciadas, es un fenómeno menos explicable por la herencia próxima o por remotos atavismos, y nos remite necesariamente al plano de lo que se ha sabido adquirir siendo dócil a la fuerza escultora de la reciente forja histórica.

Recapitulación y voto.

Convendría recordar aquel juicio de Unamuno según el cual el ser que se desea obtener –el único que es esencialmente creador– dará también la pauta, con su mera existencia, de la ulterior salvación o perdición.

Es evidente que el acervo de anhelos antológicamente consignados más arriba revelan una voluntad de salvación en el ámbito nacional. No lo es tanto, sin embargo, que su pura latencia en el ánimo sea segura prenda nacional de salvación histórica; aquí falla necesariamente ese voluntarismo que alienta en el juicio de Unamuno. Si lo que se desea posee virtualidades salvadoras, la salvación cumplida no puede ponerse sólo en el deseo, sino precisamente en el deseo activo y eficiente, disparado a todas horas como un dardo hacia el torso de lo real.

Largo es, sobre todo en comparación con otros estadios anteriores, el avance de inquietudes y anhelos en conciencias y mentes exigentes y claras; mucho cabe esperar también de ese afán de armónico humanismo, hasta ahora apenas formulado con pretensión y voz de tal, pero dotado ya de pulso y de vagido, que discernimos como una meta española que hay que perseguir: mucho bueno, en fin, puede salir de la extensión de las inquietudes vocacionales al plano colectivo e histórico; pero por abundantes que parezcan los motivos de esperanza, hay que reconocer y enderezar aún toda la extensa zona de realidades españolas pendientes de exorcismo. El juicio definitivo sobre una generación, ya sea de loa o de reproche, y el fallo sobre si su destino final será salvarse o perderse, sólo pueden formularse a posteriori. «No hay vida de hombre que mientras dura me decida yo a ensalzar o condenar hace decir Sófocles a uno de los personajes de su Antígona.

Otro tanto puede decirse de las generaciones mientras aún se mueven en la escena histórica. Quizá la nuestra ya adivinó cuál era su papel, ya atinó con el gesto esencial; ojalá su mensaje y su acción cumplan el grave cometido que le incumbe.

Ángel Álvarez de Miranda.


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