Alférez
Madrid, enero de 1949
Año II, números 23 y 24
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Chile al trasluz

Si el visitante de Chile quiere saber lo que Chile es, acaso le remitan a dos excelentes libros: Chile, o una loca geografía, de Benjamín Subercaseaux, y La fronda aristocrática, de Alberto Edwards. El primero hace conocer la singular fisonomía física de Chile, el segundo es una inteligente historia de la vida política chilena, desde los albores de su independencia nacional hasta 1927. Los dos títulos hablan de anomalía e inquietud. Sugieren, por tanto, la idea de un país en agitación permanente; terremotos, suelo abrupto y motín habitual. ¿Confirmará nuestra experiencia la sospecha que despiertan esas dos definiciones epigráficas?

Dejemos intacto el problema de la geografía. Algún fundamento real tiene el título de Subercaseaux en esta tierra de volcanes, selvas, vegas deleitosas, cumbres nevadas y desiertos; pero la verdad es que si llamamos locura a la sinrazón, a la discordancia con nuestra común razón humana, toda geografía es de suyo más o menos «loca». Si la tan repetida frase de Galileo acerca del libro de la Naturaleza puede tener alguna validez respecto a la caída de la piedra, carece totalmente de ella respecto a la figura de la piedra misma, siempre un poco caprichosa, imprevisible, loca. Vengamos, sin embargo, a la presunta inquietud de la vida histórica y social.

Supongamos que el visitante de Chile se aloja junto al Palacio de la Moneda, hoy residencia del presidente de la República. Supongamos que la fatiga del viaje –no es cosa liviana franquear los Andes– le ha hecho dormir hasta bien pasadas las nueve de la mañana. Supongamos, en fin, que ese visitante de Chile lo ha sido también, hace años de Alemania. Admitidas las tres suposiciones, nuestro hombre despertará con el tímpano herido por un sonido rítmico, rotundo, y anegada su alma por un ambiguo sentimiento memorativo: no sabrá si su cuerpo yace en Suramérica o en Berlín, en las inmediaciones de la Königswache. El sonido que le despertó es el de una marcha militar inequívocamente prusiana: una compañía va a relevar la guardia del Palacio de la Moneda. Aunque los soldados no son rubios, desfilan con porte germánico. Los músicos completan la ilusión con sus hombreras listadas, tan características de las bandas militares alemanas. La andadura de la tropa es precisa y contundente; la música tiene esa solemnidad un poco hierática con que los prusianos vienen celebrando desde hace dos siglos la expresión militar del Estado. Gneisenau y Moltke son diariamente evocados por ese desfile ritual de los soldados chilenos, bajo la porcelana blanca, rosada o liliácea de las cumbres andinas más próximas a Santiago.

Es todo un símbolo. Aunque mi información sea insuficiente para establecer juicios absolutos, tengo por cierto que el Estado de Chile es el más «hecho» de toda Hispanoamérica. Es decir, el mejor dotado para la continuidad, por debajo –o por encima– de los cambios políticos. O si se quiere, el más impersonal, el más próximo al ideal hegeliano o al ideal spengleriano: «una fuerza tradicional y abstracta, superior a las vicisitudes de la política y al prestigio de los hombres», según la fórmula de Alberto Edwards para definir el gobierno de don Diego Portales.

Estado «en forma» y cierta sabia, desengañada ironía en la convivencia política han sido hasta ahora las notas más salientes de la historia de Chile posterior a su independencia nacional. He leído que a fines del siglo XIX, cuando se iniciaba la etapa liberal subsiguiente a la caída de Balmaceda, había en Chile «tribunos profesionales», oradores que alternativamente alquilaban sus servicios a quien se los pagara: radicales, conservadores o candidatos aislados. El hecho es delicioso e insuperablemente significativo.

Ningún otro podría mostrar con mayor evidencia la solidez del Estado chileno, la firmeza de la comunidad nacional y la avisada, irónica prudencia con que los «ingleses de Suramérica» –así llaman a los hombres de Chile– juzgaban entonces las oscilaciones «normales» de la vida política. A mayor ahondamiento, óiganse en Santiago las muchas anécdotas políticas del mejor aire florentino o napolitano, cuyo protagonista fue don Arturo Alessandri durante los años en que le llamaban «El león de Tarapacá».

¿Cuál es el verdadero supuesto de esta admirable cordura política de Chile, tan singular en el horizonte de todos los países de habla española? Mucho ha debido contribuir a crearla la condición étnica de la minoría que ha dado a Chile su forma histórica por más de una centuria. Desde el siglo XVIII, Chile es un país colonizado y regido por vascos. «La Compañía de Jesús y la República de Chile son las dos grandes hazañas del pueblo vascongado», solía decir don Miguel de Unamuno, y ahí están las «erres» y las «zetas» de la lista telefónica de Santiago para confirmarlo. La clase dirigente ha sido allí vascongada en grandísima parte, cuando no inglesa o alemana. Sobre el nativo buen sentido de los hijos de Aitor han venido descansando hasta hoy la indolencia del «roto» y el ansia de medro político y social de la menestralía chilena.

Pero el buen sentido de una raza no pasa de ser pura potencia o causa instrumental, si se le mira desde el punto de vista de la actualidad histórica. La más visible causa eficiente de la sensatez política chilena fue, sin duda, el hombre que dio figura al Estado, después de los años de inquietud que por necesidad habían de seguir a la independencia. Se llamó Diego Portales. He aquí el retrato que de él ha pintado Alberto Edwards: «Para restaurar moralmente el país después de veinte años de anarquía, para tender un puente entre 1810 y 1830, para restablecer la tradición interrumpida, era necesario un genio político tan paradojal y completo como el de Portales: un hombre inspirado en un pensamiento abstracto y grandioso, y a la vez tan hábil en los ardides y en el manejo de los detalles como el más experto de los politiqueros y agitadores de oficio; empapado en la tradición y conocedor profundo de las realidades del presente; dotado de un golpe de vista a la vez microscópico y telescópico...» Portales consiguió que los chilenos aprendiesen a obedecer al Estado, señor impersonal, como antes, en los tiempos de la colonia, habían obedecido al Rey y no a Carlos III o a Carlos IV. La estabilidad política de Chile no fue, por tanto, sino el resultado de tender muy a tiempo un puente entre la antigua legitimidad del mando español y la vida republicana e independiente del siglo XIX. Mientras en la Argentina mandaba, con Rosas, un poder personal, merced a Portales imperaba en Chile, casi hegelianamente, «el Estado» Aunque Portales no supiese quién era Hegel.

Con la condición eúscara de la clase dirigente chilena y la inercia histórica de la obra de Portales ha colaborado la casi absoluta insularidad de Chile. Los desiertos del Norte, la cordillera, los hielos antárticos y el océano hacen a Chile –larga hoja de espada adosada al espinazo andino– una isla perfecta. Dentro de esa isla ha ido cumpliendo la nación chilena su destino de República independiente. No han faltado en ella crisis ni sobresaltos, alguno de ellos tan frenético como el de 1891: ningún país histórico puede ser la Arcadia de la leyenda, y menos los hispánicos. Pero, a través de mudanzas o conmociones, Chile ha dado a los países de habla española, España en primer término, una magnífica lección de continuidad. Hasta el proceso de disolución del mundo ochocentista va teniendo allí una singular placidez, no obstante la excesiva desigualdad entre las dos clases sociales extremas.

Así veo yo a Chile. En los años próximos, ¿podrán seguir incólumes la calma y el relativo aislamiento de la vida chilena? Lo creo muy difícil; y aunque la calma y el aislamiento fuesen posibles, no sé si llegarían a ser convenientes. Chile está necesitando un ademán brioso, elástico; un gesto histórico mediante el cual, sin perder la paz interna y externa, deje la calma tradicional y cree los cauces que sus magníficas dotes espirituales y geográficas requieren. Nótase allí la falta de lo que la retórica modernista de hace unos lustros llamaba «una bella locura». Por ejemplo: entenderse de una vez, y para siempre, camino de una nueva etapa, con Perú, Bolivia y la Argentina. Si los chilenos saben comprender la profunda amistad con que escribo estas palabras, tal vez accedan a no verlas como pura impertinencia.

Pedro Laín Entralgo.


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