Alférez Madrid, junio de 1948 |
Año II, número 17 [página 7] |
La medida del hombre Los cincuenta últimos años españoles han visto tres filósofos educadores: Unamuno, Ortega y d’Ors. Si bien nos fijamos, cada uno de ellos gira en torno a un distinto centro de gravitación. Unamuno es ante todo atraído por la vorágine de Dios, y todas sus palabras son desesperados braceos de hombre que teme hundirse. A Ortega, en cambio, le atrae la aventura intelectual –el viaje platónico de la mente a través de las cosas– y su obra es la reseña de esta aventura. A d’Ors, en fin, le atrae el orden –la estabilidad y la fijeza –y su obra es una serie de círculos concéntricos alrededor de unas cuantas ideas esenciales. Pudiéramos decir que el primero escribió una escatología, el segundo, un cuaderno de bitácora, y el tercero, un tratado de lógica. No obstante esta diversidad, los tres se asemejan en una nota profunda: el centro de gravedad a que tienden es a la par la gloria y el peligro peculiar de cada uno de ellos. Unamuno fue potenciado por su angustia religiosa y su preocupación personalista, pero el exceso de estas inclinaciones le cerró determinados campos, entre ellos el de la ortodoxia cristiana. A Ortega, el afán de marinería intelectual le hizo arribar a playas deslumbrantes, pero le infundió, en cambio, una especie de veleidosa bohemia, una extraña incapacidad para afirmar decididamente sus pies en la costa. A d’Ors, por último, la inclinación al orden y a la liturgia intelectual le hizo excesivamente plástico y figurativo, apartándole un tanto de la aventura a cuerpo limpio. Los tres han recorrido el mundo con algún exceso de equipaje: Unamuno, con exceso de angustia; Ortega, con exceso de aventura; d'Ors, con exceso de orden. Distribuyéndolos en las esquinas de un triángulo habría que recortar las tres para encontrar la medida exacta del hombre. |
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