Alférez
Madrid, junio de 1948
Año II, número 17
[página 6]

La lección de la hidalguía

Al entrar en Sierra Morena –después del apaleamiento que le propinaron los galeotes– ocurrióle a nuestro héroe aquella aventura de la maleta abandonada. Parecióle a Sancho bueno el hallazgo, máxime cuando sus ojos pudieron regodearse con el brillo dorado de unos escudos que envueltos en un pañizuelo había. Luego, a fuerza de revolver y entre unas prendas de fina ropa, encontróse también un librillo de memoria que dio mucho gusto a don Quijote. Dice Cervantes, al llegar a esto, que «en tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta». Los dos con atención y devoción. De un mismo sitio y a un mismo tiempo sacaron ambos gozos diferentes. El mundo, una vez más, visto por prismas diversos; y ahora en forma de una maleta maltratada y rota en la que todo se contiene, bueno y malo, ofreciéndose a aquel que en sus entrañas revuelva. El problema de esta aventura quijotesca –no hay aventura quijotesca sin su problema– quizá consista tan sólo en saber elegir, de entre las sedas y el oro que a nuestra vista se ofrecen, el librillo de memoria que Dios concede, para su consuelo, a toda alma sencilla que lo busque con buena voluntad... El oro y el librillo de memoria. Y ante ellos el gran problema del elegir, del definirnos. Porque según sea nuestra elección así nos habremos definido. La diferencia entre los seres humanos no radica en una distinta capacidad creadora –de la que todos, en esencia, carecemos–, sino en la diversa aceptación por cada uno de nosotros de las inspiraciones que la vida nos ofrece. El caballero y el villano se distinguen clara y precisamente por la distinta reacción ante un hecho que impresiona la retina delicada de nuestra sensibilidad.

En tanto, mientras contaba Sancho sus dineros, gozábase don Quijote en la lectura de las hojas manuscritas. Tópase luego, al pasar algunas páginas, con una carta de amores y léela en voz alta porque también Sancho «gusta destas cosas». Es la carta galana y comedida. Y sobre todo muy acertada y profunda en uno de sus puntos, una queja amorosa, elegante y concisa, que hace meditar a don Quijote:

—«Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo.»

Una frase concisa que sirve para esbozar de una manera clara ese inmenso y lúgubre panorama de la crisis actual que atravesamos, doloridos y cansados, llevando al hombro la carga inmensa de una vida profundamente enferma, ¿Y en qué consiste esta crisis? –preguntarán muchos quizá– ¿Es que hay crisis? ¿Es que el hombre atraviesa realmente un período crítico?... Pero ya otros muchos, más o menos agoreros, están cansados de decir que sí. El mundo atraviesa la más feroz de todas las crisis: la de la grandeza humana... Pero –y vuelta a preguntar– ¿qué quiere decir eso de la crisis de la grandeza humana? ¿Qué es grandeza? García Morente, en su «Idea de Hispanidad», la define como el «sentimiento de la personal valía; es el acto –dice– por el cual damos un valor superior a lo que somos sobre lo que poseemos». Pues bien, si esto es grandeza, el mundo actual sufre carencia de ella. Es el problema inmenso de la poquedad, del desprestigio. En un mundo en el que el hombre se eleva a miles de metros y puede visitar los abismos submarinos, todo adolece de pequeñez, de mezquindad. Todo es grandiosamente pequeño. El hombre lo ve todo, se siente capaz de abarcarlo todo. Tan sólo su propio ser permanece ignoto para su razón y desconocido de sí mismo.

El hombre crecido y formado así no da solución a los problemas. Es el hombre masa. El que no sabe proyectar su interior sobre las cosas para empaparlas de propia intimidad y hacer del mundo algo fiel a su imagen y semejanza. Acepta la vida como algo separado de su propia personalidad, como algo objetivo, como algo que está ahí y a lo cual hay que adaptarse. Disgrega en el examen las cosas hasta hacerlas perecer a fuerza de disecarlas, porque no posee el valor necesario para enfrentarse con ellas en toda su plenitud. Toma la vida separada del vivir y no se entera de que la vida no es otra cosa que esto, que vivir, que hacer; un hacer continuo y consciente. Sobre todo consciente. Conciencia y vida podrían ser los términos de una igualdad matemática.

Para el hombre masa la vida es algo en que nos hallamos inmersos sin poder alguno para modificarlo. No admite al genio que quiera abrir cauces nuevos, descubrir nuevos horizontes. Por el contario, trata de absorberlo, de anegarlo en su seno, de matar su chispa de locura. La vida es así y así hay que dejarla. Y nuestra medida de hombres vendrá dada precisamente por la capacidad que poseamos para adaptarnos a ese todo uniforme, gris y anodino. Nuestro ser deja de ser transcendente y se convierte en una humilde pieza más; pero no en una pieza necesaria con luz propia y grandeza interior, sino en una humilde pieza musculada de fuerza puramente material.

Estimar lo que se es por encima de lo que se posee; en esta frase se resume todo un catecismo moral y una regla de vida. Se tiene el carácter fundamental de personalidad humana se esté en la situación que sea. Porque, como dijo don Quijote, «donde quiera que yo esté, allí está la cabecera». Se es un hombre pobre o rico, afortunado o en desgracia: pero siempre un hombre. Con toda la individualidad y la grandeza que confieren la libertad y la razón. Por ello debemos despreciar, atacar a campo traviesa, a todo aquello que nos quiera reducir a un simple número o a una rueda más de un gigantesco engranaje.

Y cuando se tiene este concepto de la personalidad humana, del propio ser y valor, ¿qué nos importan los cambios y altibajos de la suerte? Seas amo o criado, señor o vasallo, ten cuidado y vela tan sólo por tu ser de hombre. Ya Séneca dijo que «yerra el que piensa que la esclavitud se apodera de todo el hombre, porque la mejor parte de él queda libre. Los cuerpos están consignados y sujetos al dueño, pero no lo está el ánimo, que éste de tal manera es libre y vagante que, aun con la misma cárcel del cuerpo donde está encerrado, no puede ser impelido para que no use de su ímpetu, ni para que deje de hacer cosas grandes y, espaciándose por lo infinito, sea compañero de los espíritus celestiales». Llega a ser lo que eres, dijo Píndaro. Realízate en toda tu inmensa grandeza y reconócete en toda tu inmensa pequeñez. Sabes que vienes de Dios y te conoces débil y pecador. Si sabes esto ya te conoces. Ya has llegado a ser lo que eres, finitivo. No te atosigue, pues, el tráfago de la vida, ni su ir o venir, su tomar o dejar, o al menos ya has dado el primer paso de Tú eres tú. Lo demás es un papel que la vida te asigna; pura anécdota sin importancia alguna: algo despreciable en el fondo... ¿Si sabes lo que vales, qué te importa lo que poseas?

Mas, ya es sabido, el hombre quiso superar para su desgracia esta posición excelsa. Viose demasiado grande, pero no con grandeza entre los hombres, sino con soberbia ante Dios. Se notó libre, supremamente libre bajo el cielo azul, y confiando en su razón descuidóse de su fe. Hubo cumbres sucesivas y manifiestas del proceso. En unos lustros el hombre cortó las amarras que lo unían a lo Alto y cegó los canales que conducían la savia divina. Fue fabricado un hombre en abstracto, modélico, y todos pudieron optar a los mismos premios y a los mismos puestos en la escala social. La igualdad ante Dios quiso substituirse por una igualdad ante los hombres. Se abrogó la jerarquía con una alegre despreocupación. La desigualdad de facultades olvidóse y se abrió una era de uniformismo humano. A fuerza de desconocerse el hombre fue disolviéndose en sí mismo, fue agotando su entraña divina, se le aniquiló como ser y fue creado como persona, sin color ni sabor alguno. Del ser uno mismo se pasó a ser uno, simplemente.

La reacción contra este individualismo miope, que se deificaba a sí mismo para calmar sus ansias de Dios, fue seca, despiadada. Contra la persona jurídica –pura y estrictamente jurídica– nació aquel no-hombre del proletariado hecho para adorar perpetuamente la divinidad suprema del Estado-dios. Y un nuevo elemento se jugó ya en la balanza de las relaciones públicas: el odio. O todos arriba o nadie en la cumbre. Odio de todos contra todos. Porque la cumbre ya no era el yo, el yo, supremo después de Dios, pero con derechos y deberes inferiores a los cívicos. A Dios se le desconocía. Después del hombre no había nada; sólo él, cantando una pobre palinodia, sobre la faz del mundo. O todos arriba o nadie en la cumbre. Y como Aquel ya no estaba en nosotros, el nosotros perdió su valor. Y se buscó una cumbre, una nueva valoración en el oro, en el puesto social, en las apariencias. El hombre se había derrumbado en su interior y sus ojos miraban al mundo como las ventanas de una casa hueca. Ya no se era, se tenía... Tan sólo se tenía.

Y a todo se puede renunciar, menos a esa nota esencial que nos hace ser quien somos a cada uno de nosotros. Y quizá ese algo no sea más que aquel honor varonilmente cristiano que adornaba y ayudó a formar el tipo universal del hidalgo de las Españas del sol perenne.

En mí va es casi monomanía el repetir de vez en cuando, a modo de jaculatoria profana, los cuatro versos de Calderón:

Al rey la hacienda y la vida
se han de dar; pero el honor es
patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios.

La hacienda y la vida, sí. Al fin y al cabo son la anécdota, el accidente. Pero al honor no se puede renunciar, porque es la esencia, el ser, el todo de nuestra personalidad como humanos.

Antonio Álvarez Méndez-Trelles


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