Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
[página 7]

Acerca de nuestras naciones

El mundo: una bola brillante dando vueltas en la nada, de donde la Infinita Sabiduría quiso crearla. En un tiempo, sus giros eran majestuosos, serenos; un hombre –cualquiera, asentado en un punto de aquella esfera, podía contemplar a su torno la unidad de los hombres, la unidad de las voluntades: una misma fe forjaba aquella unidad. Y quienes de tal fe y tal unidad no participaban eran la rémora del mundo, los bárbaros. Aquel hombre podía llamarse Dante, reclamar un imperio universal y escribir un libro universal, De monarchia, en un idioma universal, el latín. «Las ciudades, las naciones y los reinos –dice– deben regirse por un poder común a todos ellos, para el sostenimiento de la paz.» En la noche oscura de la barbarie quedaban hombres a los que el ecúmene iba absorbiendo lentamente, tal cual vez con frenesí y pasión, como cuando por Finisterre se derramó la Cristiandad a borbotones, tropezó con las Indias Occidentales y enseñó a sus hombres un idioma que era, casi, el latín. Pero ya no era el latín; aquel casi entrañaba la ruptura en la unidad del ecúmene. De tiempo antes estaba perdida la ilusión por una Cristiandad regida por un solo poder. Algo poderoso y desconocido había venido a encizañar las voluntades de los hombres, a fragmentar su idioma, su religión su propia alma: las nacionalidades.

El mundo, aquella bola envuelta en el cristal del viento, siguió, más velozmente, girando. Desde la misma partícula del barro de este mundo otro hombre escribe sobre la razón de Estado. Maquiavelo no piensa ya en la posibilidad de tener enfrente, como infiel a convertir, a la barbarie. Dentro del ecúmene ha surgido el enemigo. Y en nombre de la nueva lengua, en una inédita exaltación de la raza, al amparo de los propios montes y valles, hasta enarbolando diversas formas de religión cristiana, con mayor o menos mixtura de paganía, las nacionalidades, frente a la antigua y vigorosa unidad, tienen por sello el ser otros, la alteridad. Incluso las herejías se incorporan al proceso nacionalizando lo que siempre fue ecuménico: la Iglesia. Aquella bola de barro antes compacta se ha fragmentad o y cada pedazo de ecúmene y de barbarie sigue su marcha en cierta espantable confusión. Pasan los siglos.

Pero Dios sigue gobernando los destinos del mundo y de los hombres. Y hoy, cuando la velocidad de rotación es mayor que nunca lo fue, cuando las pequeñas partículas de polvo parecen haber llegado al límite de la división, cuando las nacionalidades más mínimas se proclaman a sí mismas en Patria, parece también que Dios ha ordenado que la fuerza centrífuga que Él sembró entre nosotros para cumplir esta escisión sea cambiada en una fuerza centrípeta, que tienda a fundir y compenetrar tantas energías hasta hoy empleadas en la exaltación de lo telúrico. El principio de la acción y de la reacción, nuevamente vigente, incorpora a quienes estuvieron entregados al cultivo de sus diferencias. Y si antes cada cual esgrimió lo suyo, no por bueno, sino por suyo, para juntarse con los suyos enfrente de los demás, ahora cada cual enseña lo que cree bueno, no por suyo, sino por bueno, para atraer a los demás, incluso enfrente de los suyos. ¿Cuántas internacionales habrán surgido en los últimos cien años de diversos signos y tendencias? ¿No habrá en todas ellas algo aprovechable y duradero, siquiera sea la voluntad de unión que representan por encima de lo que siempre fue peculiaridad elevada a barrera?

Proclámanse enérgicamente en el mundo dos principios de unidad, respaldados por fuerzas materiales ingentes y dotados ambos de poder de captación para las masas de las naciones. Bajo cualquiera de ellos podría hacerse la ansiada unidad de la historia si a seguirlos se decidieran los hombres; en nuestro caso, si a seguirlos nos decidiéramos nosotros. Advertido en primera visión que no es la unidad un fin en sí, pues que ha de acogerse a principios que, llevados a la actitud de cada momento, constituyen un determinado modo de vida, queda por comprobar si estimamos deseable el modo de vida que nos correspondería utilizar en caso de acoger la unidad bajo tales banderas. Empezamos por lo primero, por Dios. No encontramos a Dios en ninguna de estas banderas. La una pareció olvidar su existencia. Posee un modo de juzgar lo bueno y lo malo, sin duda, pero no es a luz de Divina Providencia; más bien parece que allá donde el confort tiene su trono, lo bueno es lo cómodo y lo malo lo incómodo. Veamos la otra bandera: Dios está, pero enfrente. No se olvida en sus filas la existencia de Dios: se es, simplemente, enemigo de Dios. Una cierta idea de servicio guía la existencia de estos hombres, de servicio exclusivo a fines terrenos; con referencia a estos fines, lo bueno es lo útil, lo malo es lo inútil. Si domina el mundo la concepción de la vida de éstos será llegado el tiempo de las catacumbas, tal vez del Anticristo. Si domina la concepción de aquéllos es de temer que las gentes marchen en tropel cantando alegres sones por un aerodinámico camino hacia el infierno.

El mundo hispánico: una baraúnda de grandes y pequeños países semejantes, donde hombres de común ascendencia rezan conforme a un mismo rito y hablan un mismo lenguaje para obstinarse, con excesiva frecuencia, en no entenderse. Cuando ya lo centrífugo, en los más remotos lugares, había dejado paso a lo centrípeto, y presuntas nacionalidades se habían resignado a sacrificar su morriña local en beneficio de una misma actuación histórica, todavía nuestros pueblos seguían empeñados en la exaltación de su individualismo, de su localismo. Y todavía siguen. Siguen afincados a la elementalidad de tiempos en que ser federal y ser unitario era contar con un modo radicalmente distinto de estar en el mundo. Sin embargo, en cada uno de sus rincones, inconexas aún para la conexión que ello merece, alientan maneras de ser bien distintas a las que hoy pretenden el imperio universal. Todavía Dios es reconocido como Señor de lo bueno y lo malo en las urbes y los agros de nuestros pueblos. Y todavía en muchos de ellos sigue en pie la medieval lucha contra la barbarie y la paganía para su asimilación a la cultura y a la cristiandad. De los tiempos en que Europa no era un mosaico, sino una armonía, ha sido trasplantado al continente hispanoamericano, a las asiáticas islas Filipinas –aquí con sutil burla de lo geográfico–, el modo católico de ser por sobre el puente de los más fervientes siglos peninsulares. La fórmula de salvación para el mundo doliente está por ello en nosotros, en nuestras humildes cotidianidades. La máxima agustiniana que Ganivet lanzó sobre los españoles de su tiempo precisa de urgente ampliación transmarina. Y así, diríamos: Noli foras ire; interior Hispaniarum habitat veritas.

Salvar al mundo; he aquí el quehacer. Salvarlo en nombre de un principio universal, para el que estamos especialmente capacitados, porque siempre fuimos gentes de sonoras hazañas. Pero salvándonos antes a nosotros mismos, por la dolorosa amputación de lo que estorba, el demonio de la desunión que pretende, hasta hoy con indudable éxito, elevar el lógico ámbito de lo local hacia una categoría universal. Porque hemos sido los grandes extremosos de la historia, exagerados en el tránsito de lo universal, paso especialmente sangrante por lo que supone de amputación de una sensualidad satisfecha, y paso que, sin embargo, estamos obligados a dar porque esta nuestra salvación es provechosa para la salvación del mundo, Dios sobre todos y previniendo en el regazo de Su Voluntad tentadores mesianismos. Pero esta nuestra salvación precisa de una garantía: nuestra propia unión. Unión íntima, que las prudencias de los políticos han de tener muy presente como primera meta a lograr. No olvidemos que la intrínseca debilidad de los modos de vida que hoy son polos de la atracción general puede imponerse, en lo humano, por tener a su servicio un brazo poderoso y bien armado por la unión de muchos hombres, de muchas riquezas, de muchas posibilidades. El brazo que, por nuestra desunión, nos falta.

Creemos que así ha de entenderse en la hora de las realidades ese ente de razón que viene llamándose Hispanidad. Que tiene que servirse a sí misma para estar presta al servicio del mundo, esta pobre criatura de Dios.

Carlos Robles Piquer


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