Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
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Ascética cuaresmal

En el momento actual de España, enorgullecidos por ciertos gestos que nos dan una nota de singularidad y entereza, viene enseguida al pensamiento como una preocupación honda aquella frase de la Ciudad de Dios en la catástrofe del mundo antiguo: «Estaban en pie las murallas, pero se derrumbaban las costumbres.»

En el muro de nuestra cristiandad, el vigía debe no solamente observar el embate que viene de fuera, sino los males que, endémicos o importados, nos corroen por dentro.

He aquí por donde no viene nada mal hablar a los jóvenes de España de la lucha ascética y traer al paisaje de nuestra ciudad cristiana la memoria de la ceniza y el cilicio. ¿O es que no nos importa que ya nuestra ciudad y nuestro pueblo no viva al ritmo vivo y caldeado de la liturgia, en la entonación severa de la Cuaresma, en los días dramáticos de la Pasión o en las alegrías de la Pascua? ¿Nos resignamos a que se parezca cada vez más a un conglomerado urbano de cualquier latitud, sin raigambre, sin estilo y sin historia? ¿Dejaremos que lo invada todo un sordo e inhumano individualismo, aniquilando todo rastro de comunidad cristiana donde florecían la caridad y la alegría? Y esta restauración es tarea de juventud. Tarea empeñada en la restauración de la Ciudad Cristiana.

Hace todavía poco, doce años son muy pocos años para un pueblo, meditábamos aquellas juventudes en el verso paulino: «...y sin derramamiento de sangre no hay redención». A los jóvenes de hoy corresponde continuar sobre aquella cimentación heroica, la edificación de la Ciudad. Y a nadie es lícito desertar.

Pero los sillares de la ciudad son los hombres, y los primeros, vosotros. Es preciso saber labrarlos bien.

El primero y fundamental obstáculo para nuestra vida cristiana y para nuestra vida comunitaria es el egoísmo. Es lo que corta muchos afanes de perfección y aun simplemente de vida cristiana; lo que perturba como raíz de toda injusticia la vida social.

Contra todas las formas de egoísmo, egoísmo del espíritu o egoísmo de la carne, ha de enfilar sus baterías en primer lugar nuestra lucha ascética. En el extremo opuesto está la generosidad o, para decirlo con palabra omnicomprensiva, la caridad en su sentido pleno.

Abnegación, saber darse, saber servir. ¡Bienaventurados los que saben hacer del servicio una profesión de caballería! ¡Qué buenos imitadores de Cristo, que en día memorable nos dijo: «No he venido a ser servido, sino a servir! »

Hay muchos hombres castos, muchos hombres austeros, muchos diligentes, pero pocos con esa abnegación total que sabe darse a Dios y a los hermanos. Y aun dicen los ascetas que aquí se cortan muchas carreras hacia la santidad.

Plantearnos así el problema es ponernos en el centro de la dificultad con sencillez heroica. A un lado quedan los vividores poniendo su yo como centro de todas las cosas. Al otro lado, los fariseos, los eternos escandalizados, los que saben poner la carga en los hombros ajenos, los que no tienen ojos para ver lo bueno que hay en el hermano.

Raíz de los males del individuo y raíz también de nuestros males sociales. Porque hay males endémicos en nuestra vida nacional: la ausencia de un verdadero sentido social en grandes zonas de la sociedad española –damos a la palabra social toda su extensión– y la comodidad egoísta y persistente, más preocupada del rito que de la ética.

Este clamor por la ética, sin embargo, no debe convertir nuestra ascética en puro moralismo, con un sentido árido del deber, apoyado en la convicción de que debe ser así, fundado totalmente en los propios esfuerzos, seco, soberbio y a la postre estéril.

La moral de Cristo es Vida. Es Él mismo que vive en nosotros. Dios entregado, en nosotros. Regenerados, hijos de Dios, nuestro espíritu clama a Dios ¡Padre! Ese espíritu de filiación es el que da sentido y valor a nuestra actividad moral. Por eso nuestra vida religiosa no es evitar, sino vivir.

El espíritu dirige nuestra actividad de hijos y nuestra relación de hermanos, haciendo de todos un cuerpo. Nos da el mismo sentido de la oración, despierta la sensibilidad de nuestra alma; surge una vida espiritual cálida, entusiasta, con calor de hogar, sin ritualismos secos, sin gesto ceñudo, sin espíritu de «negocio». Una luz nueva nos llega a una penetración de los valores de las cosas. Espontaneidad para acertar por encima de los cálculos humanos. Prudencia imprudente de los santos.

Individualmente, puede no notarse tanto. Pero comparando ambientes, ¡cómo se distingue un ambiente en el que hay oración! Sólo allí aparece radiante el hombre nuevo, las delicadezas de la caridad en la vida social, signo de la presencia del amor.

La ascética, la mortificación, es aquí un subordinación de las energías al servicio del amor. No es cortar, como haría un Buda; es armonizar, porque todas las pasiones caben en los hijos de Dios. Todo a su tiempo.

La armonización son las virtudes morales, son medios. El único fin permanente, la Caridad.

Nuestra postura ascética se centra en la vigilancia. Y una de las más inmediatas consecuencias de nuestra adhesión a Cristo y de nuestra incorporación a Él debe ser una profunda y perpetua conversión. El cristiano en lenguaje paulino es un hombre viejo que se derrumba y un hombre nuevo que surge de entre aquellas ruinas. Conversión continua hasta llegar al Padre, que está en los Cielos. Conversión permanente. Sin pausas. La moral cristiana es progresiva y llena de pasión. Trabajamos sin tregua hasta formar un Cristo en cada cristiano.

Con sillares así vamos levantando la Ciudad de Dios. Perfección, pero no aislada, sino perfección, que queremos ver y hacer en el espejo de la convivencia cristiana. Los individuos son perfectos por la perfección de su membración comunitaria. «Cuando son consumados en la unidad.»

¡Qué hondura cobra así nuestra preocupación social y qué lejos andamos de la meta! Sólo este sentido de consorcio, de comunicación mutua, es apto, por ejemplo, para dar su pleno sentido a la asistencia en domingo al Santo Sacrificio. Porque no es el culto que cada individuo rinde a Dios, sino la comunión familiar en el culto de Dios; la Cena del Padre de familias.

Todo sin salir de este mundo, viviendo en este mundo, como luz, como fermento, con la luz de tu vida, con la ejemplaridad de tus obras luminosas.

Este es el principio interno que producirá unos hábitos exteriores, comunitarios, ciudadanos. Cuando esta luminosidad ejemplar de nuestras comunidades luzca sobre el monte será fácil reagregar individuos y masas a su seno.

Y entonces nuestra Ciudad no verá solamente el espectáculo de la piedad de sus individuos, sino que volverán a girar con la vida anual de la Iglesia en su ciclo litúrgico, y ayunarán en la Cuaresma, se conmoverán con la Pasión y le alegrarán en la Pascua florida.

Levantando las costumbres, ya no corren peligro las murallas.

Maximino Romero de Lema


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