Alférez
Madrid, 31 de enero de 1948
Año II, número 12
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La Universidad

La Universidad, que por su misma naturaleza es siempre algo vidrioso y delicado, exige en quienes traten de enjuiciarla el ejercicio de una virtud importante: el realismo. «Lo real –dice Gustavo Thibon– no es lo que se opone a lo ideal, sino lo que se opone a la mentira». Si en todos los campos institucionales la ficción es veneno –alardear de logros inexistentes, cerrar los ojos a la chabacanería y la decadencia– en la Universidad lo es muy especialmente. Cualquier ficción, precisamente porque su biología la rechaza, se hincha y convierte en tumor que algún día será necesario sajar. Vamos en el siguiente comentario a intentar sajar uno concreto –el de la actual postura de, los universitarios ante los problemas nacionales– dejando para más adelante otras cuestiones también dignas de consideración.

Si reparamos un, poco, veremos que la raíz de la inquietud universitaria actual –santa inquietud que nos salva de la putrefacción– está en este hecho: el contraste entre una programática perfecta y una realidad defectuosa –no precisamente catastrófica ni mucho menos–. Por una parte, hay un derroche de sueños y buena intención (leyes universitarias, añoranza de días heroicos, imaginación de un orden coherente en torno a ciertos principios comunes y bajo cierta disciplina unitaria), y por otra parte un status reale carcomido (fallas personales, ausencia de tareas concretas, disgregación, zafiedad en los modos, lenguaje anacrónico). Conste que ambos estados se interpenetran, se alternan en la Universidad actual. Lo importante, ante todo, es que uno no oculte al otro. Los sueños y las buenas intenciones –por ejemplo: el de la estructuración total de la Universidad bajo el signo de José Antonio– hay que conservarlos, pero dándonos cuenta de que en mucha parte son exclusivamente proyectos, deseos, fuerzas potenciales todavía no ejercitadas o acaso fuerzas ya agotadas que exigen un nuevo remozamiento. Que no sirvan, por Dios, de antifaz sobrepuesto a la realidad, de tapadera de todo lo que está podrido. Y no se crea tampoco que cuanto se ampara bajo su signo resulta, por este solo hecho, santo. Es condición humana mezclar el oro y el barro; bien se puede ser perfectamente falangista en la idea –Falange, hoy por hoy, y despojándola de versiones imperfectas y petrificaciones, es el arca santa de la dignidad nacional; otro día hablaremos larga y tranquilamente de esto– y ser cerril o zafia o anacrónico en las formas. Las cosas no son simples, no son nunca simples. Cuando una doctrina de renovación se echa a la calle contrae inevitablemente malas compañías: los demasiado discursivos, los inertes, los profesionales del lenguaje tenebroso, los que todo lo ven en grito, los fidelísimos incapaces de pensar. Hay, por consiguiente, una obligación constante –hora a hora y minuto a minuto– de limpiarla y tenerla en forma. Si no, acabará tragándosela la selva de la chabacanería, y en el centro de esta selva, cuando más, se conservarán los postulados doctrinales convertidos en un indescifrable monolito.

Quedamos, pues, en que es necesario distinguir lo que es realidad de lo que es tan sólo esperanza y proyecto, sin intentar jamás –y esto incluso en lo aparentemente más inocuo– confundir ambos planos. El tiempo pasa y no es debilidad, sino entereza, acomodarse a él; acomodarse a él para dominarlo como el jinete al caballo. Hoy es absurdo fingir que toda la Universidad vibra al unísono con los mismos ideales, no reconocer que –bajo su indudable sanidad fundamental– padece una tremenda atonía. Y esta atonía no se cura con un reiterado machaqueo de verdades –hay que echarse a temblar cuando le llego la hora a la apologética–, sino orando al alto los modos fósiles y adoptando otros vivos, hijos de la hora y de la circunstancia. No nos vaya a pasar a nosotros, discípulos de José Antonio, lo que en el siglo XIX a los integristas archicatólicos y archipatriotas: pasarse un siglo a la luna valenciana mientras España se caía a pedazos.

Para que no se nos embalsame nuestro sueño y para crear modos capaces de llevarlo a realidad necesitamos, ante todo, percatarnos de este deber: conservar, como universitarios que somos nuestra posición de centralidad, dentro de la actual empresa española. Hace siete años, en la revista Escorial se publicó sin firma –el estilo es, sin embargo, muy reconocible– una estupenda meditación sobre los problemas de la vida universitaria, en la que se recalcaba singularmente tal centralidad. De entonces acá, ¿qué hemos hecho? Irnos apartando hacia la periferia, renunciar o cumplir remisamente nuestra específica misión universitaria de infundir la dialéctica en el ímpetu. Con lo que automáticamente la centralidad pasó a aquellos en quienes el solo ímpetu –rodeado cuando más de una dialéctica sencilla– es menester natural y suficiente: a los no universitarios por defecto de edad o de espíritu. Esto es extraordinariamente grave. La Universidad ha sido máxima impulsora de la revolución española, y ocurre hoy que por ella –seamos realistas– no pasa el meridiano central de esta revolución. Se nos escapó el secreto rector de las manos. Lo tuvimos con José Antonio en lo dialéctico y con nuestros hermanos de 1936 –alféreces provisionales– en lo bélico. Después, al aumentar en la paz las obligaciones dialécticas y cambiar de signo las bélicas, una mala nostalgia y una gran inercia nos fueron petrificando el espíritu, volviéndolo integrista y apologeta y cegándolo para comprender la hora transeúnte. Y hoy nos encontramos con que la batuta de la juventud no la llevarnos nosotros.

Hay que comenzar, pues, con un clamoroso mea culpa, un gran golpe de pecho colectivo. Nada de acusaciones personales. Aquí ha operado, casi fatalmente, una ley histórica: la generación de los alféreces provisionales hizo cosas tan extraordinarias que nosotros, sin darnos cuenta, mimetizamos su estilo vital y volvimos un tanto insensible nuestra epidermis a los estímulos de cada día. Creímos acaso que estaba ganado todo, y poco a poco fueron resucitando los sempiternos problemas de la Universidad española: egoísmo, desvertebración, falta de comezón intelectual. Releed los escritores que se ocuparon de tantos universitarios desde hace cincuenta años –por ejemplo Ganivet, Unamuno y Ortega–, y comprobaréis cómo persisten muchas de las miserias denunciadas por ellos.

Casi es holgado, por otra parte, señalar lo que se logró: sentido ortodoxo, patriotismo, seriedad académica. Pero hemos de reconocer que estas victorias no se deben tanto a la actividad universitaria misma como a la influencia de la vida española actual, en cuyo aire –a pesar de los straperlos y los desengaños– todavía se ventea con intensidad indudable la hora de la Cruzada.

Negándonos a nosotros mismos, siguiendo la línea fácil del grito elemental –el grito que es simple desahogo y no idea al rojo– y del lenguaje basto, no iremos a ninguna parte. Es necesario que cuanto antes procuremos autoconocernos, esencializarnos. Si un espectador extraño observara nuestro ambiente, creería que se ha secado la matriz de la creación original. No hay sino añoranza de modos antiguos, de tiempos antiguos. Tenemos enredados los pies en la maraña de los precedentes, y no acertamos a distinguir en ellos lo que es sustancia perdurable de lo que es accidente transitorio. Y nuestra hora es de radical y decisiva originalidad, esto es, de inteligencia vigilante. Si nos quedamos en estratos sanos e inferiores –espíritu campestre, cantares, fidelidad estática–, seremos como el polizón que viaja en la bodega y no como el marino que otea el mar en la proa. Otros –los muchachos del Frente de Juventudes– harán de lastre, de guardianes de la fidelidad. Nuestra misión es mucho más difícil que la de ellos: tenemos que servir a la vez de lastre y de vela al viento. En conseguir esta armonía estriba todo.

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