Alférez
Madrid, 31 de diciembre de 1947
Año I, número 11
[página 8]

El actual camino de Don Quijote

En el centenario de Cervantes el mundo se llena de saludos a Don Quijote. Como si volviese a salir en tiempos poco propicios por todas partes se espera su paso. No sería mala ahora una ráfaga de quijotización en el mundo, una puesta en vigor de los valores que Don Quijote representa. Suele enfrentarse a Don Quijote con la realidad. Así planteado el problema es superficial. La vindicación de la verdad en abstracto es un hábito de los hombres en su dimensión menos inteligente. La realidad es lo que está ahí, en cada instante, con un sentido preciso y concreto en cada situación, con un modo de ser irreductible en cada cosa. Por eso la realidad es lo único tal vez que no puede ser objeto de abstracción, lo único no susceptible de nombrarse en términos generales. El estar en la realidad es una frase vacua que llena las conversaciones cotidianas. ¡Cualquiera sabe lo que es, así, sin más ni más, la realidad! No es fácil creer que Platón, por ejemplo, tuviese menos sentido de la realidad que un excelente ama de casa de nuestro contorno. Es respetable la experiencia de la vida que se nutre de la diaria y milenaria concreción del choque con las cosas, pero eso nada tiene que ver con la realidad en general que es el puro vacío de la vida.

No creo con Unamuno –seguido en este punto con indomable tesón por Luis Rosales– que los personajes literarios tengan una estricta realidad, porque ésta, en su pleno sentido de existencia es un estar ahí, un darse efectivamente. Mas por ello mismo no puede mencionarse nunca con pedante generalización. Muy al contrario, ver la realidad requiere humilde atención a las personas y a las cosas y repugna con toda actitud sentenciosa.

¿Qué tiene que hacer Don Quijote en esta época de realidades? De realidades ciertamente tremendas caracterizadas por el máximo desconocimiento del prójimo como tal. Suele decirse que vivimos una época de baja moral en las costumbres. Ello es en parte cierto, pero además de no ser identificables de un modo absoluto la moral y las costumbres, no creo que sea ese un rasgo auténticamente caracterizador de nuestra época. La falta de moral en mayor o menor amplitud afectó, por ejemplo, en tiempos pasados a zonas relativamente intactas en el presente. En cambio, sí caracteriza a nuestro tiempo la ignorancia del prójimo como tal, merced a una despersonalización del hombre en casilleros colectivos. Hoy se ha llegado al máximo en la sustitución de la persona concreta con sus actos individuales y su circunstancia peculiar, por una etiqueta social a la que se hace verdadero centro de responsabilidad. Toda vida social supone generalización en el obrar y en su valoración. En la sociedad lo establecido pugna siempre con lo valioso, en un margen muy amplio. Pero en el presente se ha llegado a confiscar por lo colectivo, el más íntimo núcleo de la persona. Cuenta (o descuenta) hoy más lo que alguien es por fascista, colaboracionista, socialista, que por su propia actuación personal. Las gentes se agrupan en zonas uniformes en las que predomina un sentir colectivo hostil a todo otro. Ello sería normal si ese sentir colectivo no absorbiese casi por entero a la intimidad del ser humano.

Si la justicia siempre es colectiva en una imprescindible dimensión, actualmente el predominio de la justicia política por ejemplo, supone una hipertrofia casi total de aquel aspecto. De ahí que es una ilusión creer que la actitud totalitaria ha terminado en el mundo en una fecha concreta. Totalitario es por desgracia nuestro tiempo. No se agota esto con la política. La Administración pública, por ejemplo, tiende a actuar por meros esquemas, con olvido de la realidad concreta que tiene ante sí. Y no digamos ya lo que ocurre en la vida social cotidiana donde cada vez se encuentran menos personas inconmovibles al influjo de los tópicos.

Don Quijote en su última sustancia significa la vindicación de la persona de la caparazón colectiva que la envuelve, la afirmación de la justicia pura frente a la justicia dada en el medio social. Ahí está su tragedia, lo que hace de él un auténtico héroe clásico. Don Quijote actúa como si en el mundo no hubiera sociedad. Frente a él solo hay personas, seres concretos, casos individuales a juzgar desde los ideales serenos, servidos por el valor de su brazo. Su «heroísmo auténtico» es «absurdo» –con adjetivos de Ortega– porque desconoce la esfera social positiva, en la que forzosamente el hombre está inserto. Pero entonces resultaría, paradójicamente, que lejos de ser Don Quijote un personaje que desfigura la realidad humana, intenta, por el contrario, dar el salto imposible de salvar el último núcleo individual de aquélla, de la presión de las abstracciones sociales.

Don Quijote busca siempre lo concreto –el ideal concreto, el caso concreto– y es repelido precisamente por la dimensión tópica, abstracta y cotidiana –inevitable– que las cosas llevan consigo.

En el orden moral el tópico al adueñarse de la realidad humana, sume al prójimo bajo formatos colectivos. Pero hay síntomas de que el mundo siente un cansancio inicial hacia el colectivismo como forma dominante de vida. Victoriano García Martí («Don Quijote y su mejor camino») toca el tema con la agudeza crítica que nunca falla en su pluma. Si Fausto simboliza a la razón que pretende a toda costa conquistar el mundo –la época moderna desde el Renacimiento– Don Quijote es el símbolo supremo de los valores morales, se dirige a la persona como tal, busca, sobre todo al prójimo. Pero al llevar a efecto su puro ideal con la individualista jactancia española, su acción queda frustrada. Si por un lado todo lo centra en la pura justicia personalista, anteponiendo a todo un ideal moral y desconociendo el comportamiento de la realidad exterior –la Física y la técnica moderna, no incorporadas íntimamente al alma española–, por otro, su acción carece de auténtica solidaridad social. El puro ideal por otra parte se mezcla con ambiciones mundanas. Es cierto: Don Quijote busca la fama y ésta es ya social, pero quiere dejar en el mundo no una fama inserta en sus usos, sino proyectada sobre él desde el orden mítico de la caballería.

Salvar la esencia de su acción de los modos que en la obra reviste, es el mejor camino de Don Quijote. Pero si tiene un camino mejor habrá que proyectarlo en nuestra actualidad histórica. Y este camino en la hora del centenario no es otro que el salvar la sustancia de la persona humana de los formatos colectivos que la anegan. Los héroes auténticamente clásicos tienen siempre que hacer. Su centenario debe celebrarse buscando su proyección sobre el presente para hacer dar de sí a sus horas.

Salvador Lisarrague


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