Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 12]

Fragmento de una carta apócrifa

Imagine el lector que las palabras siguientes –exageradas de propósito en su gravedad– fueran parte de una carta en la que un escritor de sesenta a sesenta y cinco años hiciera el diagnóstico de la juventud española actual en sus aspectos operativos y creadores:

Para crear arte con la palabra y con la materia lo mismo que para articular ideas generales es necesario que en el trasfondo de nuestra alma haya además de nuestra experiencia personal, un cimiento de sabiduría colectiva. Las paredes de cada individuo, por muy enjutas que nos parezcan, rezuman siempre lagos genéricos, como esas viejas estancias que rezuman en sus goteras cada hilo de lluvia que cae sobre el tejado.

Esta verdad, que siempre rige, tiene diversas epifanías históricas. El hombre puede pasar muchos años creyéndose autor original, pero un día llegará en que se sienta de repente horóscopo, intérprete de todos. Entonces empezará a hacer torpemente y sin fluidez lo que hasta entonces había hecho con facilidad. El pincel y el verso se le resistirán, y la abstracción filosófica será para él un tormento. La angustia de que todo lo que dice y hace es, por mitades, suyo y de la humanidad que le rodea, puede llegar a reducirlo al silencio.

Los años iniciales de este siglo eran años de alegre creación autónoma. Llegaba entonces tan normalmente al alma del pensador y del artista –a su estancia interior– la filtrada influencia del medio histórico, que ni siquiera se percataba de ella. Por todas partes le rodeaban tesoros mostrencos –tesoros de sabiduría colectiva– y de ellos tomaba para crear su obra propia. La soledad aun no era enfermedad, sino tan sólo extravagancia; podía permitirse cualquiera el lujo de entregarse a ella porque desde la sombra lo sostenían los brazos de la especie.

Entonces había mucho altavoz –mucha potencia y autonomía en palabras y obras –y poca antena–, poca conciencia aguda de la vinculación entre la voz individual y la voz histórica. Cuando más, se escrutaba fríamente el cielo intelectual, pero no se tenían nunca en cuenta las posibles consecuencias sociales de una idea filosófica o de una forma de arte. El vitalismo, el arte siervo del instinto o de la geometría –expresionismo o cubismo–, la moral pragmática, eran espadas enviadas, espadas cuyos fijos temibles todavía no había experimentado la humanidad. Pero en las dos guerras mundiales estas espadas se desenvainaron y produjeron sus sabidas y catastróficas consecuencias. He dicho en otra parte que la historia de Europa durante la primera mitad del siglo XX es la de un niño a quien de repente le crecieran, hasta estrangularlo, sus propios juguetes.

Todo esto ha hecho que ustedes, los que hoy nacen a la historia, sean casi enfermizamente cautos. Una astringencia espiritual agudísima les impide pensar, pintar o versificar frívolamente e incluso huyen del pensamiento y del arte –y en general de toda forma de cultura– con miedo de gato escaldado. Algunas cosas antes insignificantes –levantar una teoría, hacer un soneto, adoptar una opinión política– tienen ahora un aire de fabulosa gravedad. Sienten, consciente o inconscientemente, que sólo les es licito crear conforme a las leyes del Orden, pero este Orden no es sustancia de sus hábitos diarios, sino fría persuasión mental. Les domina a ustedes un gran miedo de tocar las cosas, de abordar los contenidos concretos de la realidad, sin antes tener firmes los andamios de las ideas y de las emociones generales y sin explorar hasta el final la tierra incógnita de su propia alma.

Esto puede comprobarse dondequiera que ustedes hablen, sea en ensayos o en pinturas o en versos, y es, desde luego, un síntoma seguro para calar la autenticidad histórica de cada uno de ustedes. Todo lo que hacen y dicen tiene un vago aire existencialista –de aquí el inevitable magisterio de Miguel Unamuno, mayor que el que ejerció cerca de mi generación–, visible en muy varios matices. La poesía joven española, por ejemplo, oscila entre un existencialismo telúrico y bronco, que Antonio de Zubiarre estudió en Alférez bajo el nombre de tremendismo, y un existencialismo cristiano y suave. En la obra de un buen poeta joven, Carlos Bousoño, pueden verse ejemplarmente reunidas ambas tendencias, la segunda como decantación y purificación de la primera. Al uno lo podríamos llamar purgativo y al otro iluminativo.

En suma: temen ustedes a la objetividad, a la ribera, y se gozan, a veces con delectación morbosa, braceando en el río de sí mismos. Esta esterilidad en palabras y gestos viene de rechazo, a evitarles el peligro de la traición; el peligro de ser sibilas falsas que no sepan convertir en verbo los vapores que ascienden de la hondura del tiempo histórico. Les recluye en sí mismos el sentido de la responsabilidad como un viento que soplara en la puerta siempre que intentan salir de casa. Entre ustedes la ocupación poética –esto es, la ocupación creadora en su más amplio sentido– se ha hecho profundamente seria y triste, en contraposición a lo que ocurría hace quince o veinte años. No hay más que comparar, para percatarse de ello, una revista joven de hoy con otra de entonces, o el estilo apurado y dramático de un poema, un cuadro o un ensayo actuales con el abundante y frívolo –aunque con apariencias de exactitud y formalidad– de un poema, un cuadro o un ensayo pretéritos. Si algo define la generación de ustedes es ser a la par medrosa y ascética. La depuración y la autenticidad es su luz, y el temor de abordar la tarea –sea de índole estética, intelectual o política– es su sombra.

Hasta aquí nuestra carta apócrifa.

X. Z.


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