Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 7]

La risa de Dios

Paráfrasis de una «Florecilla» apócrifa.

...Entonces, a medio espantar aquella importuna imaginación, con fatiga y distraídamente, como se oxea una mosca burrera de esas que se nos pegan andando por los caminos sin que lleguemos a darnos cuenta del todo, sin que los manotazos nos rompan, el hilo de lo que vamos rumiando, fray Juan –Fray Bobo le llamaba Dios, y él, que lo sabía, con ese nombre se llegaba ante su presencia en la oración– se quedó suspenso un momento, con un gesto caviloso desacostumbrado en él, varón felicísimo. De improviso, se le había representado el tremendo y amargo cansancio del diablo, cumpliendo sin tregua su obligación de acosarnos, sin dormir, sin poder distraerse un instante para mirar un insecto que apareciese entre dos piedras, o para reírse con el hombre gordo que ha tropezado y se bambolea grotescamente: vigilándonos hasta que estamos bien sumergidos en el sueño y esperando aburrido nuestro despertar, porque quizá pueda aprovechar ese breve momento de pelea entre el alma y el cuerpo, mal reencajados aún, para tirar un poco de nosotros; empeñándose siempre, hasta cuando sabe muy bien que va a ser inútil, porque estamos distraídos en algo más claro y más divertido que lo que él puede inventar... «¡Pobre!» –exclamó Fray, Bobo, que, sin poderlo evitar, sentía congoja hasta por los mosquitos y las arañas del convento, que convenía matar, porque podían picar a algún fraile; y a él también, pero esto ya era asunto suyo, y de buena gana se haría el distraído–. «¡Pobre!», y sintió compasión del diablo. Pero no, aquello quizá no estuviese bien, y apartó de sí aquella idea.

Esa noche, sin embargo, rezando ante el Crucifijo, de repente y con toda fuerza, le acometió la compasión por el diablo, por el pobre diablo, sin días de fiesta ni horas de sueño en su triste oficio, que nada le daba sino más tormento. Y en la oración le encomendó. ¿No podría Jesucristo, con su bondad, terminar perdonándole, recogiéndole, como una bestia cansada al fin del día. Le habían dicho, sí, que el infierno era eterno, pero él sabía poco y no estaba muy seguro de qué quería decir eso. Y además, tampoco sabía si era lo mismo para los condenados y para el diablo. La verdad es que Fray Bobo apenas pensaba todo esto, porque no era precisamente el pensar su oficio en la tierra; pero dejándose llevar de su compasión, rogaba por el diablo... Y alguna vez le parecía entrever, como en neblina, un negro animal hecho un ovillo y confuso en el rincón de su celda, mirándole con los ojos del perro que deja de ladrar porque ve que le quieren desatar, y sólo lanza un ligero gruñido, como un jadeo...

¿Cómo lo supo el prior? Esto si que se ignora. Algo se le escaparía a fray Juan hablando con algún fraile, algo le oirían musitar; tal vez por inspiración divina. Lo cierto es que fray Juan tuvo que escuchar una reprimenda, muy colorado, avergonzado como un niño a quien han descubierto haciendo grandes gestos o hablando solo, o le han averiguado el nombre secreto que él da a sus cosas, a las baratijas que oculta como un tesoro en un rincón del jardín. El infierno es eterno: «ibi erit fletus et stridor dentium», dice San Lucas; ¿por qué esa locura, esa tontería de tirar oraciones, de desperdiciar ese altísimo tesoro, esa fuerza? «Pulsate, et aperietur vobis», para qué, cuando no se puede abrir de todos modos?...

En fin, cuando Fray Bobo entró en su celda se sentía tan ridículo, que casi no se atrevía a rezar. Dio varias vueltas, huyendo de sí mismo, y por fin se dejó caer de rodillas ante el Crucifijo, tapándose la cara–. ¡Qué bobo, qué bobo he sido, Jesús mío! ¡Qué crimen he hecho con la oración! ¡Perdóname!... Pero de pronto, al abrirse un resquicio entre los dedos, vio el Crucifijo y le pareció... iSí, se sonreía, empezaba Jesús a sonreírse; pero no como había creído ver otras veces, con una sonrisa suave, compasiva, con una gota de melancolía, destilada de todo el dolor humano, sino con una sonrisa que estallaba en risa, ebria, que le ensanchaba los labios y le entornaba los ojos, dejando chispear un destello de burla amorosa, de más risa...! En el primer momento creció la vergüenza de Fray Bobo hasta anonadarle, pero en seguida se contagió: le acometió una infinita risa de sí mismo, de ver a su amigo Jesús tan divertido con aquella tontería suya, de ver cómo en Dios todo se resolvía y se hacía minúsculo y gracioso, como los ridículos hombrecitos que se ven andar desde lo alto de una torre. «¡Bobo!», le llamaba Jesús con nuevas oleadas de risa y de cariño, a boca llena, y Fray Bobo sentía subir en él más y más risa, crecerle unas suaves oleadas de calor que le nublaban los ojos y le calentaban las orejas, como al beber en invierno un vino recio. Y era igual que cuando un amigo mayor, que nos ha descubierto una pifia, nos da ruidosas palmadas en los hombros y se atraganta de risa y nos llama tontos, pero su cariño crece y crece conforme nos abraza y nos saca del aturrullamiento, hasta que nos reímos más que él.

Algo oyeron los demás frailes. Fray Bernardo fue el primero, porque era vecino de celda, y a través de la pared le llegaron unas suaves, dichosas carcajadas que crecían y le contagiaban pese a él mismo. Cuando abrió y vio a fray Juan, súbitamente, como si se lo hubiera contado todo, la poderosa barriga de fray Bernardo se conmocionó de felicidad y comenzó a agitarse, igual que llevada por los vientos o al modo de aquellos montes y collados de la Biblia que saltaron como corderillos y palmotearon de júbilo. Luego fueron llegando todos; al rumor dejaban el estudio, o la oración, o el sueño. Y vino también fray Agustín, el preocupado, el sabio, canoso a sus treinta años, cenceño, moreno y con hondos surcos de cavilaciones en la cara, y poco a poco vieron cómo se le reanimaba en los ojos un ascua de infancia que nadie hubiera advertido, y se reía con más ruido que nadie, con una voz bronca, grave y dura, porque había perdido la costumbre ele reír y no se acordaba de cómo se hacía. En seguida habla llegado fray Micerino, el más joven de los novicios, un niño casi, que siempre tenía que dominarse para no ir dando carreritas por los claustros, y a quien el prior había topado un día, distraído y absorto, saltando a pata coja por las baldosas del corredor, por las negras sí y por las blancas no. Y se subió primero en una silla que allí había para enterarse mejor, en medio de todos, y luego bajó, y lanzando unos casi gorjeos anduvo de un lado a otro que parecía que bailaba... El mismo prior, entre los demás, vino muy pronto, naturalmente, y apenas miró, comprendió lo que significaban aquel Crucifijo riente y aquel fray Juan que en el éxtasis de la risa se elevaba en el aire. Los pájaros que anidaban en los aleros y en el huerto despertaron, desconcertados de ver a los frailes hacer lo de ellos.

No se sabe quién la tocó, porque todos estaban allí riendo; pero la campana anunció maitines, y uno por uno se fueron serenando, con la risa todavía rebosante de la boca, y volviendo a veces a prender en regueros contagiosos, como un incendio mal apagado. Pero entonces, al querer despertar de su gozo a fray Juan, al más enajenado de ellos, se dieron cuenta de que su alma había pasado al Señor. Su rostro estaba tan resplandeciente y risueño, que no se podía mirar sin exultar de júbilo, olvidando las más viejas penas, los temores inextinguibles del vivir; así un mal sueño cuando amanece... Y nunca ha habido un entierro más alegre, más cercano al paraíso, que aquel en que, al día siguiente, recibió sepultura el cuerpo de fray Juan, aquel cuyo nombre para Dios había sido siempre Fray Bobo.

José Mª Valverde.


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca