Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
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Gustavo Thibon

Gustave Thibon, clarísima mente católica, viene sentando en sus libros, desde 1933 una doctrina de notable profundidad y equilibrio sobre muchos aspectos de la vida contemporánea. Es, como dice su prologuista Marcel de Corte, una especie de Nietzsche, injerto en Pascal; junta a la penetración íntima en lo humano, una amplia vibración cristiana. Seleccionamos a continuación algunos pasajes de dos de sus libros –Destin de l‘homme (1941) y Retour au réel (1943)– sobre varias materias de política.

«Tengo confianza en la democracia porque tengo fe en el hombre, en su valor, en su alma inmortal» (Masaryk). Este texto ilumina magníficamente la confusión sobre la que radica el democratismo cristiano. ¡Dios nos guarde de calcar, sin rectificación, nuestra actitud política sobre los datos de la ontología y la fe cristiana! Persona, espíritu, alma inmortal, divina filiación; todo esto es para el hombre una meta, más bien que un hecho actual. El hombre peregrina hacia su esencia y su fin último, y esta peregrinación es fatigosa, llena de obstáculos, amenazada a cada paso por los abismos de la materialidad y el mal. Paradoja aparente: la esencia y el fin del hombre residen en nosotros no como bien adquirido, sino como esperanza, promesa, evento.

El hombre político que confía demasiado en esta promesa corre riesgo de ahogarla. Tratar a un niño como adulto es enervar y acaso abolir en él la posibilidad de llegar a ser un adulto normal. Del mismo modo, tratar la masa humana como una asamblea de personalidades ya perfectamente desplegadas comporta el terrible riesgo de hacer abortar en ella el germen del espíritu.

Por respeto a la persona humana, defendámosla de una política demasiado personalista. La sabiduría política tiene por objeto el hombre en formación y no el hombre acabado, y, en consecuencia, ha de considerar las necesidades infrahumanas que gravitan sobre este embrión de hombre, cuya maduración es misión suya ayudar. Ahora bien, para esto es necesario respetar las fases de un lento y difícil proceso de maduración. El crimen del democratismo es, precisamente, haber escaldado al hombre. Ha infundido a seres todavía verdes, poderes y libertades propios de una personalidad madura; y de este modo, e irremediablemente, ha cortado el camino de la maduración. Menos perjudiciales fueron, quizá, los hombres y doctrinas que retuvieron al pueblo en la ceguera y en la esclavitud; entre los varios modos de asesinar al hombre en el hombre, el más fatal, consiste en precipitar el fruto humano hacia una maduración falsa.

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Un régimen es inhumano cuando rehusa al hombre los derechos y respetos debidos a un ser espiritual, a una persona, cuando coloca a un hombre por debajo de su diferencia específica: así, son llamados con razón inhumanos un método de educación que somete al hombre a un adiestramiento puramente animal o una legislación draconiana. Pero hay otra manera de ser inhumanos: la que no procede de defecto, sino de exceso de humanidad, la que inmola el género a la diferencia específica, la que no viendo en el hombre otra cosa que espíritu y persona calca sus derechos y deberes sobre este esquema angélico. Este olvido de lo infrahumano en el hombre conduce a los peores desastres morales y sociales: disolución de los individuos, arrancados al cuadro de una legislación o una tradición tutelares, delicuescencia democrática de los pueblos... Plures homines sequuntur sensus. Es locura querer cultivar la persona humana sin enmendar paralelamente el autómata y la bestia. No hay cosa más inhumana que ver solamente el hombre en el hombre.

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Suele atribuirse a egoísmo y a carencia de sentido moral el abandono por parte de muchos individuos de sus deberes sociales. Para atenuar este mal, los optimistas preconizan el retorno a la moral, y los pesimistas severas sanciones legales. Ambos puntos de vista son legítimos, pero se quedan cortos. Pocos hombres son capaces de entregarse a un ideal moral abstracto, y siempre es posible burlar las leyes más severas. El mejor remedio a este abandono, del que todo el mundo se queja, es abrazar en un mismo cuerpo la función social y los intereses más personales y profundos del sujeto: la coincidencia del egoísmo y el deber. Siempre será útil, naturalmente, moralizar y reprimir; pero lo que ante todo importa es sustituir la sociedad atomizada que sufrimos por una sociedad organizada, tal cual se muestra, por ejemplo, en la vida rural. El átomo no existe más que para sí mismo, mientras que el órgano, por definición, no puede realizar su propio bien sino sirviendo bien del conjunto.

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Detengámonos un instante sobre el mito democrático del «pueblo soberano». Todos los espíritus sanos han visto en él, desde hace tiempo, una formidable superchería: por un lado se da al pueblo un poder para el cual no está preparado y que, por tanto, queda reducido a algo espectral y platónico, y por otra, se le retiran los derechos que convienen a su función exacta en la cosa pública. La papeleta de votación ha florecido sobre la tumba de las libertades municipales y corporativas. Y ¿qué representa el derecho de votar frente a la esclavitud del pueblo, entregado a los excesos del liberalismo económico, como en la Europa del siglo XIX, o a los del democratismo estatal, como en muchos países del XX? De derecho, en sueños, el pueblo dirige con mano soberana el carro del Estado; de hecho, no tiene siquiera el poder de controlar y de organizar las cosas que más cerca le tocan: todo lo que concierne a su pan cotidiano, a su independencia y a su dignidad profesional.

Es sano, es necesario que las masas ejerzan en la ciudad un cierto poder. Pero, en primer lugar, no debiera haber masas en el sentido que hoy se da a la palabra. Me figuro un pueblo sano como una multitud ampliamente diferenciada de organismos profesionales y locales de acuerdo entre sí, pero funcionando, cada uno según su plan particular. Esta masa amorfa, blandiendo, como el oso su bastón, la maza de sus masivas reivindicaciones, es el producto de una extrema decadencia social.

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Son detestables estas expresiones de vivir, combatir, morir por una idea. Ninguna idea, en tanto que tal idea, merece esos sacrificios. Ni un filósofo, incluso, digno de este nombre, defiende ideas; lo que hace es defender sobre el terreno de las ideas una fórmula de vida, un aliento interior y total hacia lo que él sabe que es el objeto supremo del destino humano. E igual que los límites de una patria desbordan infinitamente los del campo de batalla donde se juega su futuro, la realidad espiritual defendida por el filósofo es mucho más vasta, rica y profunda que la estrecha vida intelectual en que éste trabaja.


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